lunes, 31 de diciembre de 2007

Disertación pre-campanadas

Por los altavoces suena Bach, pero mis oídos apenas prestan atención a la relajante melodía de los violines. Tampoco escuchan el sonido que producen las teclas de este viejo ordenador que se bloquea constantemente, repiqueteando rítmicamente al movimiento de mis dedos entumecidos por el frío.

Aunque quizá lo más acertado sería decir que es mi cerebro el ausente, ubicado en algún punto que ni yo misma sabría concretar con demasiada exactitud. Saltando, de aquí a allá, de pensamiento en pensamiento, de recuerdo en recuerdo; repasando cual lista de la compra diferentes momentos del año que ya acaba, reflexionando sobre su significado o su no significado que, a estas alturas, da lo mismo. Analizando el nuevo año que se avecina, tal vez deseando algunos cambios respecto al anterior...

La música ha cambiado: ahora es Pachelbel quien me acompaña con su Canon, y mis pensamientos siguen girando en espirales egocéntricas, haciendo preguntas al aire: el porqué de mi existencia, del curso que sigue mi vida, de estar sentada en esta incómoda silla a las 23.53 escuchando música clásica y escribiendo sandeces... Y siguiendo ese rumbo de reflexión apareces tú, jodido impresentable, que me haces sumergir en tu mundo de paranoias y, de alguna manera, ayudas a este montón de neuronas atolondradas que viven en mi cabeza a producir alguna que otra frase coherente que ponga un poco de orden en el caos... Aunque, al fin y al cabo, estés dando por culo a unas horas durante las cuales podría estar yo durmiendo a pierna suelta, apretujada bajo diversas capas de protección antifrío.

Pero a lo que íbamos: el 2007 se acaba más o menos como empezó, en el punto álgido de las fechas más vomitivas del año (y no sólo por la cantidad de comidas, cenas y demás banquetes que se celebran); fechas en las que sale a relucir nuestro lado más hipócrita y consumista y que se ven plagadas de niños mimados para los cuales se invertirán miles (o tal vez millones, nunca he estado muy puesta en economía) de euros en una infinidad de objetos de diferentes materiales plásticos que acabarán, apenas usados, en el fondo de los contenedores (de reciclaje, por supuesto, que ahora está de moda).

El caso es que 2008 está a un tiro de piedra, y todos los pronósticos de decadencia que cada año algunos nos hacemos se van cumpliendo uno por uno...

¡Celebrémoslo con una buena borrachera!

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Nunca más

Porque ya nunca volveré a verme reflejada en tus ojos enloquecidos por el deseo. Porque ya nunca tu sonrisa iluminará mis noches frías de invierno.

Porque ya nunca mis dedos volverán a recorrer los suaves contornos de tu piel desnuda; porque ya nunca tus dedos acariciarán la superficie de mis labios expectantes.

Porque ya nunca el cielo brillará con la luz que irradian nuestros cuerpos entrelazados, ni el viento difundirá el eco de nuestras risas. Tampoco la luna alumbrará las noches que una vez compartimos y las estrellas fugaces dejarán de existir para siempre, pues han fracasado en su misión de cumplir todos esos deseos que un día pedimos juntos.

La noche derrama lentamente sus lágrimas por todo aquello que pudo ser y no fue, pero yo no puedo hacer nada para consolarla. A veces le digo que siempre nos quedará el recuerdo, pero creo que no le parece suficiente. Ni a mí tampoco.

Mi corazón late más deprisa cada vez que mi mente se sumerge en la nostalgia, pero pronto su ritmo se ralentiza al recordar que todo ya forma parte del pasado. Yo intento consolarle, y le digo que todo lo que ahora sentimos vale la pena por todo aquello que llegamos a sentir, pero creo que él no piensa de esa manera. Ni yo tampoco.

Porque la mayoría de las veces las mentiras son mucho mejores que la verdad...

... Así que cierro los ojos e imagino tus susurros en mi oído, tu olor impregnado en mi ropa, el roce de tus manos sobre las mías, la excitación plasmada en tus pupilas, el dulce sabor de tu labios...

viernes, 21 de diciembre de 2007

Invierno

Llegaba el invierno, pero a él no le importó; siguió levantándose temprano por la mañana, y como cada día, pagaba su billete de tren y se sentaba en el mismo banco de la estación, esperando a alguien que nunca llegaría.

El viento helado procedente del norte nos hacía encogernos bajo nuestros abrigos y bufandas, mientras caminábamos deprisa para así poder llegar lo antes posible a nuestro lugar de destino y huir de aquel tiempo infernal. Entretanto, él seguía ahí sentado, inmóvil y casi sin pestañear, pendiente de toda la gente que salía de los trenes que llegaban a la vieja estación.

Nadie sabía qué o a quién esperaba. Lo cierto es que todo el mundo lo trataba como un pobre viejo chiflado al que su familia había abandonado a su suerte, dejándolo vagar sin rumbo hasta el fin de sus días. Pero una simple mirada en aquellos ojos ya casi apagados revelaba que, aunque los años habían hecho mella en su cuerpo, su mente seguía joven y se hallaba estancada en una época muy lejana en el tiempo...

Quizás todavía esperaba a aquella novia que iba a venir desde el pueblo a visitarle, pero a la que sus padres encerraron en casa para que no viera al pobre desgraciado que nada podría ofrecerle. Quizás esperaba a aquellos hijos que habían marchado a vivir lejos en la búsqueda de un futuro mejor y de los que nunca había vuelto a tener noticia.

Nada podría apartarle de su rutina durante aquel largo invierno... salvo la fría muerte.

martes, 18 de diciembre de 2007

Plan divino (II)

La Navidad se aproximaba lentamente, y los ayuntamientos ya habían instalado las entrañables lucecillas de todos los años por las principales calles de la ciudad. Ya estábamos en diciembre, y los niños ya habían empezado a planear qué iban a pedir en su carta a los Reyes Magos. Ya quedaba poco para los atracones típicos de esas fechas, y las amas de casa ya pensaban en qué elaborados manjares prepararían para sus huéspedes. Los pensamientos de Gerineldo, en cambio, distaban mucho de esas cuestiones tan mundanas.

Después de comunicarle el proyecto que tenía reservado para él, Dios dejó de visitar a Gerineldo. Al principio, éste se entristeció bastante al recordar los buenos momentos que había pasado con su mentor, pero pronto las numerosas ideas que acudían a su mente para la elaboración de su plan protagonizaron todos su pensamientos.

Dios no había dejado instrucciones claras del procedimiento a seguir, sino que tan sólo había dado unas nociones de los objetivos a conseguir; Gerineldo supo entonces que las charlas no habían sido ningún capricho, sino que habían servido para instruirle y sensibilizarle con el problema. Por aquel entonces ya había empezado a trazar, día y noche, múltiples esbozos, cada cual más absurdo e inasequible, con el propósito de alcanzar esos objetivos. Hasta que una noche, Dios le devolvió al buen camino proporcionándole un sueño revelador: en la cena de Navidad, se partía un diente al intentar morder el turrón. Al despertar, Gerineldo pensó inconscientemente en el turrón que habría de costarle una visita al dentista, y recordó que en una semana empezaría el envío de las cestas. Y entonces se le ocurrió la idea.

Gerineldo trabajaba desde hacía más de 15 años en una importante empresa de transporte de mercancías que se encargaba de distribuir los productos recién elaborados de otras empresas hacia diferentes zonas de la península. Desde su puesto como encargado en la sede, controlaba los envíos y se encargaba de que los artículos adecuados fueran enviados al lugar correcto. Este año, una empresa dedicada a preparación de cestas de Navidad había contratado sus servicios.

Con la excusa de que debía cerciorarse de que todas las cestas estaban en perfectas condiciones, Gerineldo delegó sus faenas más importantes a sus subalternos y pasó la semana que quedaba para su envío examinándolas una a una. Y mientras lo hacía, se dedicó a introducir pequeñas cantidades de insecticida en el turrón con la ayuda de una jeringuilla. En un principio, pensó hacerlo en el cava: el último brindis del año, algo mucho más poético. Pero las dificultades eran mayores y, de esa forma, se eliminaba de la lista a los niños, y eso no era tolerable.

Una vez enviadas las cestas, Gerineldo respiró satisfecho. Aquella Navidad, la primera de las muchas purgas que debían hacerse tendría lugar. Aún así, era necesario continuar haciendo planes rápidamente: la erradicación de la especie humana no era algo que se podía conseguir en un par de días.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Charlas de sobremesa (I)

El día en el que Gerineldo conversó con Dios por primera vez era miércoles. Él estaba en casa, cenando frente al televisor, cuando le pareció percibir movimiento por el rabillo de su ojo izquierdo. Fue al girar la vista cuando descubrió a un hombre barbudo y vestido con una túnica hasta los pies sentado en el otro sillón que ocupaba la sala.

Su primera reacción fue frotarse los ojos y contar hasta tres antes de volver a abrirlos. Pero allí seguía, observándole. Pensó en acercarse para tocarlo y cerciorarse de que no era producto de su imaginación, pero el miedo le paralizaba por completo. Pasaron unos segundos así, mirándose el uno al otro, sin emitir el más mínimo sonido o realizar el más mínimo gesto. Finalmente, Gerineldo tragó lo que todavía tenía en la boca, y preguntó, casi en un susurro:

- ¿Eres Dios?

La verdad era que no esperaba respuesta, pues todavía pensaba que tan sólo era una aparición fruto del cansancio y las noches de insomnio. Así que casi se orinó encima cuando su interlocutor habló.

- ¿Realmente tiene eso importancia? – Y tras una pausa, añadió: – Bueno, ¿te apetece hablar de algo en especial?

Gerineldo pensó que se refería a algún tipo de confesión, tras la cual recibiría alguna reprimenda y la orden de rezar unas oraciones, pero no tardó mucho en darse cuenta de su error. Dios quería conversar plácidamente, sobre todo y sobre nada en particular, como lo harían dos desconocidos dispuestos a empezar a conocerse. Aunque la verdad, pensó Gerineldo, era que Dios no era un gran conversador, ya que sólo se limitaba a preguntar, escuchar y comentar lo escuchado. Pero eso a Gerineldo apenas le importó: aquellas conversaciones llegaban a ser bastante más amenas que lo que emitían en la televisión últimamente.

Gerineldo incluyó pronto las visitas nocturnas de Dios en su anodina agenda diaria. Unos días después de la primera visita, esperaba con ansia esos encuentros, y durante todo el día pensaba en posibles temas de conversación con los que entretener a su invitado.

De lo que Gerineldo no se había dado cuenta era de que aquellas charlas le habían infundido más cultura de la que había llegado a acumular en sus 43 años de vida. No es que fuera necio, pero el problema residía en que Gerineldo no pensaba demasiado. Toda su vida se había limitado a aceptar las cosas como venían, a hacer y a dejar hacer sin prestar mucha atención a nada. Las conversaciones con Dios le habían hecho reflexionar por primera vez sobre cosas que quizás muchas otras personas habrían encontrado incuestionables.

Pero los cambios no habían acabado aquí. Después de un tiempo que para Gerineldo fue como el despertar de un largo sueño, Dios consideró que ya estaba preparado para realizar las grandes empresas que el destino había deparado para él. Gerineldo se sentía abrumado por la responsabilidad, pero también estaba tranquilo. Al fin y al cabo, Dios estaba de su parte.

viernes, 7 de diciembre de 2007

¿Prototipo?

Tenía la vida que cualquier persona hubiera deseado: una pareja encantadora, unos hijos maravillosos, una carrera de éxito. Salud, dinero y amor: aquello que todos ansiamos tener, en mayor o menor medida, a lo largo de nuestra existencia.

Siempre había sido una persona optimista. Como todo el mundo, había sufrido muchos altibajos por unas causas o por otras y, aunque la suerte le había acompañado en muchas ocasiones, muchas otras había tenido que superar duros obstáculos para poder volver al camino adecuado.

Y eso lo había conseguido gracias a que era una persona luchadora. Desde su más tierna infancia, sus padres le habían inculcado la voluntad de perseguir sus sueños y alcanzar sus metas, por muy difícil que fuera el camino. También le habían enseñado a ser realista y no proponerse objetivos imposibles de conseguir, y esos eran valores por los que se esforzaba para que sus propios hijos asimilaran.

Era una persona agradable con todo el mundo; con un gran sentido común, siempre sabía adecuar su conducta ante cada una de las situaciones que se le presentaban. Era la clase de persona que todos deseamos tener como amigo, compañero de trabajo, de vecino; que no llama la atención pero cuya presencia es indispensable.

Y era consciente de ello. Como consecuencia, volcaba todos sus esfuerzos por seguir así, por no defraudar a toda la gente que le apreciaba y respetaba. Su vida, desde que se levantaba cada mañana hasta que se acostaba por las noches, era un afán por mantener aquel nivel de perfección que le caracterizaba y que le hacía sentirse una persona realizada en la vida.

Se esforzaba tanto por hacer felices a los demás que, al final, se olvidó de serlo.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Noche en vela

Aunque era bastante tarde, subí todavía más el volumen de la televisión. De todas formas, los gemidos que atravesaban las delgadas paredes estaban ya grabados en mi memoria y eran como un eco que martilleaba mis tímpanos una y otra vez.

Mis ojos no emitieron ni una sola lágrima, pero tan solo era porque ya llevaban secos mucho tiempo. Tampoco sentía dolor, pero a veces es preferible el hecho de sentir algo que te haga sentir viva a aquella profunda apatía.

No tenía sueño y mi mente decidía dar muestras de su lucidez (y de su masoquismo) imaginando con todo detalle lo que ocurría en la habitación de al lado. Hubo un momento en el que incluso creí notar que el sofá temblaba al contacto con la pared (sobre la que, al otro lado, se apoyaba el cabezal de la cama), pero supongo que era parte del atrezzo de la historia creada en mi cabeza. Puede que la que temblara fuera yo misma.

Podría decir que, llena de furia, fui hasta allí y maté (de la forma que más te apetezca escuchar) a aquella zorra, y que después él y yo follamos enloquecidos sobre la sangre desparramada. También podría decir que lo maté a él, postulando eso de si no puede ser para mí, no será para nadie, y que después me enfrasqué en una larga noche de lujuria desenfrenada con su ex compañera de cama.

Pero lo cierto es que me quedé allí, acurrucada en un rincón del sofá y abrazada a mis piernas desnudas, mirando sin ver y escuchando sin oír los siempre pedagógicos anuncios de la teletienda.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Altruísmo (II)

Paula decidió relajarse para ordenar sus ideas y preparar un plan de acción, así que llamó a su cita para aplazarla y se fue de compras al centro de la ciudad. Tras los primeros 500 euros gastados, su mente empezó a funcionar correctamente.

Lo que más necesitaban aquellos pobres desvalidos era dinero, pero Dios sabía que su padre no era tan rico como para ir despilfarrando su fortuna de esa manera, así que hacía falta pensar en otra solución. Iba Paula tan ensimismada en estas y otras cavilaciones, cuando de pronto chocó contra alguien que se había interpuesto en su camino. Varias bolsas cayeron al suelo, y Paula estaba a punto ya de mostrar su profundo enojo cuando levantó la mirada y sus ojos se posaron en la oscuridad de los que a su vez estaban clavados en los suyos, y no pudo evitar que su corazón diera un vuelco y que en su estómago volaran mariposas.

Al parecer, aquel atractivo desconocido había sentido más o menos lo mismo, pues pronto los dos paseaban juntos, entre parloteos bobos, rubores y alguna que otra risita descontrolada. Paula se olvidó del mundo durante aquellos preciosos instantes, y supo con certeza que aquél era el hombre con el que compartiría su vida hasta el fin de sus días. Y no se equivocaba.

La conversación no decayó en ningún momento, y pronto ganaron la suficiente confianza como para pasar del embarazo inicial a una etapa de confidencias en la que ambos deseaban saber con todo detalle la vida del otro. Al final, Paula acabó contando a su amado las intrincadas reflexiones en las que se hallaba cuando sus vidas se cruzaron, y pareció que a él le entusiasmó la idea. Pensaron que sería un proyecto ideal para afianzar aquel amor repentino que sentían el uno por el otro, e inmediatamente él captó el verdadero problema: ¿sabían con exactitud qué era lo que necesitaban aquellos desamparados?, así que ¿por qué no ir hacía allí y preguntarles? Hacía unas horas que había anochecido, pero ambos pensaron que para la caridad, la hora era irrelevante; ¿es que acaso aquellas personas cerrarían las puertas en las narices de sus redentores?

Paula creyó que sabría llegar otra vez hasta el lugar donde había visto a la niña que tanta mella había hecho en ella, pero lo cierto es que nunca llegó. Su descapotable rojo fue encontrado unos días más tarde, después de que los tres adolescentes que lo ocuparan perdieran el control del vehículo y lo hicieran colisionar con una valla publicitaria. Sus restos nunca fueron encontrados, y su ropa de diseño se pudrió con el tiempo, mientras el paso de las estaciones y las alimañas salvajes consumían su cuerpo.

Por una vez, parece que Paula hizo algo por alguien; aunque sólo fuera proporcionarle un polvo impetuoso y todo el dinero que pudiera sacar de su tarjeta de crédito antes de que ésta fuera cancelada por sus padres.

Por una vez, parece que el horóscopo de Paula había acertado.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Altruísmo (I)

Iba Paula en su flamante descapotable rojo, sintiendo el aire revolotear entre sus cabellos, cuando unas retenciones en la autopista le hicieron aminorar la velocidad hasta hacerla detener casi por completo. Disgustada porque iba a llegar tarde a su cita con su musculoso preparador físico, Paula entremetió su deportivo entre los demás coches, entre una algarabía de bocinas y frenazos bruscos, para llegar al carril derecho y poder abandonar el atasco en la siguiente salida.

La verdad era que Paula no conocía otro camino que el que acababa de dejar atrás, pero era impaciente por naturaleza y, además, el humo de aquellos utilitarios de clase baja se le entremetía en el pelo y obstruía sus poros. En vista de las circunstancias, Paula decidió recorrer las callejuelas de la zona donde había ido a parar, siempre cerca de la autopista, y así poder reincorporarse más adelante. Pero Paula no contaba con lo que el destino había deparado para ella.

El lugar donde había ido a parar Paula no era precisamente como los que ella tenía la costumbre de frecuentar. Los bloques de pisos estaban grises y descuidados y la mayoría se caían a pedazos, y Paula se indignó con aquellos vecinos indecentes y aquel ayuntamiento que nada hacía para remediarlo. Unos minutos más tardó Paula en darse cuenta de que quizás la causa residía en que aquellas gentes simplemente no tenían medios para cambiar la situación. Intrigada por un mundo hasta ahora desconocido para ella, Paula se olvidó de su cita y continuó conduciendo, esta vez más despacio, observando el panorama.

Tras unas vueltas por la zona, Paula verificó la conclusión, que quizás otra persona más lúcida hubiera obtenido mucho más rápidamente, de que aquel no era su mundo. La gente que la veía pasear por allí, con aquel aspecto y aquel coche, pensaban exactamente lo mismo. Paula se quedó anonadada mirando la pobreza que denotaban aquellas gentes, la prematura vejez que parecía adornar cada una de aquellas caras, la precipitada pérdida de la inocencia de aquellos niños que corrían detrás de su coche o gritaban al verla pasar...

Y, al girar a la derecha en una esquina, la vio. No podía tener más de 6 años, y estaba sola y de pie, en la acera. Con su pequeña manita sostenía un peluche de formas indefinibles y miraba a un lado y a otro, como buscando a alguien... Pero nadie la reclamaba, y ni tan siquiera prestaba atención en ella.

Incluso una imagen como aquella bastaba para conmover a alguien como Paula. Unas manzanas más adelante, cuando las casas habían desaparecido para dejar paso a fábricas, Paula detuvo el coche.

No entendía qué era exactamente lo que había ocurrido en su interior, pero el caso es que se sentía ligeramente inquieta. Por primera vez en su corta vida, Paula se preocupó por alguien más que no fuera ella misma, y sintió miedo por lo que podía pasarle a aquella niña. También cayó en la cuenta de lo que tantas veces había escuchado, justo antes de cambiar de canal, por televisión y que nunca había comprendido: las desigualdades sociales.

¿Y por qué no ayudar a aquellas personas? Bien podría ella convencer a su padre para que les diera algo de dinero, pobrecitos... Pero, para su sorpresa, en lugar de darse por satisfecha con una idea que unos minutos atrás habría zanjado el asunto, Paula no se sentía en absoluto de ese modo. Y entonces recordó su horóscopo de aquel día: “Hoy será un día que marcará profundamente el curso de tu vida” y comprendió su sino. Todo hay que decir que se decepcionó levemente al comprender que no se trataba de conocer al amor de su vida, pero aún así decidió hacer algo por aquella gente que tanto necesitaba ser ayudada.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Autoengaño

Dime que sólo bebes de vez en cuando, cuando sales por ahí con los amigos. Dime que en realidad apenas te gusta el alcohol, y que lo tomas por acompañar a los demás y porque te ayuda a desinhibirte. Dime que las botellas vacías desparramadas por debajo de la cama eran producto de mi imaginación, o que simplemente son el recuerdo de tus borracheras adolescentes.

Miénteme.

Guarda las botellas que tienes aún por terminar en algún armario que apenas use, y así no podré ver la velocidad con la que baja el líquido que contienen. Acostúmbrate a masticar chicles o a comer caramelos a menudo, para que así no pueda notar el alcohol en tu aliento cuando me besas. Aprovecha los minutos que estás a solas para echar un trago, y así evitar los molestos dolores de cabeza y los temblores que sacuden tu cuerpo.

Pretende que nadie lo sabe.

Pero, después, no te sorprendas cuando tus amigos ya no te llamen y traten de evitarte.
No te sorprendas cuando te encuentres tirado en la calle, porque te han echado a patadas del bar en el que estabas.
Tampoco lo hagas cuando te duela tanto el estómago que creas morir, o cuando hayas vomitado tanto que apenas te puedas levantar del suelo.
No te sorprendas de las lagunas en tu memoria, o de tu irritabilidad, o de las crisis pasajeras de ansiedad que aparecen sin razón aparente.
Y, sobretodo, no te extrañes si un día te despiertas y no me encuentras a tu lado...

Ese día, por fin se cumplirá lo que hacía tiempo venías buscando: habrás tocado fondo.

viernes, 16 de noviembre de 2007

El principio del fin

El odio había, al fin, sobrepasado el límite nunca antes rebasado: además de haber tomado posesión de mi mente hacía ya tiempo, un día tomé plena conciencia de que también dominaba mi cuerpo. No se trataba en ningún caso del control de mis movimientos o de mis actos sino que, una vez hubo consumido cada uno de los recónditos recovecos de mi sistema nervioso, había logrado introducirse en mis arterias para así extender su halo de devastación por cada célula de mi cuerpo.

Llegaba a la superficie como una especie de vaho que emanaba de cada poro de mi fisonomía, creando un aura a mi alrededor que provocaba diversas reacciones sobre el mundo que me rodeaba. No era algo que se pudiera captar concientemente, pero yo notaba como muchas personas se apartaban de mi lado o se sentían incómodas en mi presencia, así como muchas otras, normalmente de reputación algo dudosa, a las que atraía irremediablemente.

Era el odio: sentimiento puro pero no por ello loable, que había florecido en mi interior como consecuencia de toda una vida de insatisfacciones y pequeños placeres truncados, y que había crecido alimentado por la amalgama de crueldad y corrupción que constituía el mundo en el que vivimos; mundo que resistía tenazmente a toda amenaza de protesta o rebelión por parte de todo aquel que tenía más de dos dedos de frente.

Dejé de comer, puesto que el odio ya había comenzado a devorar mis entrañas. Dejé de dormir, puesto que la rabia acumulada me mantenía despierta. Mi cuerpo había comenzado a descomponerse lentamente, inducido por los intensos sentimientos de aversión, furia y venganza que hacían hervir mi sangre, abrasándome por dentro. Yo era la única testigo de la paulatina destrucción que estaba sufriendo.

Cuando te vi por primera vez, en seguida supe que el odio también había empezado a habitar en tu interior, aunque tú todavía no te hubieras dado cuenta de ello. Traté de explicarte las razones de tu atracción por mí, pero no quisiste escucharme o quizás tan siquiera me creíste. No sabías muy bien el porqué, pero lo único que deseabas era besarme, decías. Parece que aún quedaba algo de libido en mí, puesto que no pude negarme.

Pero tú aún no estabas preparado y no pudiste soportarlo. El besar mis labios envenenados te destruyó mucho más rápidamente de lo que el odio lo habría hecho, y ahora eres un alma condenada a vagar eternamente, libre de odio, sí, pero vacía de cualquier otro sentimiento...

Presiento que pronto me reuniré contigo.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Apocalipsis

Hacía ya más de 30 días que había empezado a llover. Al principio, todo el mundo recibió la noticia con alegría y entusiasmo; el agua siempre es bien recibida, suelen decir las abuelas. Pero la opinión general varió con el paso de los días: por todo el país, los ríos se desbordaban, inundándolo todo a su paso; los agricultores se lamentaban por sus tierras anegadas; el contribuyente medio lloraba desconsolado por la suspensión del fútbol debido al empantanamiento de los campos...

La ciudad era un caos. Atemorizados por las previsiones del tiempo que, aunque casi nunca acertaran, ofrecían pronósticos no demasiado alentadores, los habitantes abarrotaban los centros comerciales con el único fin de arrasar con todo lo que pudieran (no siempre mediante métodos estrictamente legales) y así atrincherarse en sus casas hasta que pasara el temporal.

En pocos días, la gente dejó de ir a trabajar, por lo que el país estaba completamente paralizado. Aún así, eso no impedía que los grandes empresarios no sacaran partido de la situación, ya que los precios de los productos de primera necesidad habían subido muchas veces hasta llegar a cifras tan desorbitadas que, de haber estado abiertos los bancos, muchas familias habrían tenido que hipotecar sus pequeños pisos de 50 m2 para poder comprarlas.

Porque los bancos y cajas de ahorros habían cerrado. En los primeros días de conmoción, los presidentes de los principales bancos y cajas del país, así como los políticos más relevantes y algunas personalidades nacionales más, habían huido a esconderse en alguno de los búnkers que el gobierno tenía repartidos por toda la geografía nacional. El resultado era que muchas sucursales habían sido ya allanadas y desvalijadas, así como joyerías o pequeños comercios, ya que el país carecía de autoridad alguna.

Quizás todo lo hasta ahora explicado te parezca excesivo por una simple lluvia... Pero es que aquello no era ni una dulce llovizna ni un chubasco pasajero: desde sus comienzos hacía ya más de un mes, aquello no era sino una tremenda tromba de agua que impedía distinguir nada a más de tres metros de distancia. El viento glacial que la acompañaba, y que a algunos les hacía dudar de la veracidad de los que hablaban del cambio climático, tampoco mejoraba mucho las cosas. Ni lo hacía el hecho de que, unos días atrás, comenzaran a sucederse los rayos y los truenos de manera casi permanente, iluminando un cielo ahora en continua oscuridad y poniéndole banda sonora a la catástrofe.

Pero, hace tan sólo unas horas, los sonidos cambiaron. Después de tanto tiempo de enclaustramiento y soledad, mis oídos se han vuelto hipersensibles; quizás a causa del miedo primero y a la necesidad de suplir la falta de luz después. Hace tan sólo unas horas que a mis oídos llegan, además del aullido feroz del viento, las gotas de lluvia que parecen querer atravesar el techo – aunque éste se encuentre cuatro pisos por encima – y los truenos que amenazan con agrietar las paredes, el sonido de lo que parecen explosiones. O quizás no sean explosiones, sino edificios que han sucumbido por fin a las temibles fuerzas de la naturaleza.

Me acerco a la ventana de manera automática, como si esperara ver algo a través de la densa cortina de agua pero, para mi sorpresa, la lluvia aminora rápidamente, como por arte de magia, y una luz intensa ciega mis pupilas dilatadas. Cuando logro acostumbrarme a la luz, lo que ven mis ojos me deja sin aliento: meteoritos. Meteoritos en llamas que caen desde el cielo, arrastrando tras de sí una estela de humo hasta desaparecer por entre los bloques de pisos. Se acercan; ya casi puedo sentir el suelo temblar bajo mis pies y, con su llegada, una serenidad inesperada inunda mi alma.

Hago cuentas rápidamente: hace exactamente 33 días que empezó todo; qué paradoja: la edad de Cristo, dirían algunos. Pero ya todo da igual: el final se acerca. Cierro los ojos e inspiro profundamente, intentando retener en mi interior la esencia de todo aquello que me rodea. La luz ya atraviesa mis párpados cerrados... Después, oscuridad.

martes, 6 de noviembre de 2007

Dulce sueño de otoño

Hace unos días soñé contigo.

Hacíamos el amor mientras caían sobre nuestras cabezas las pequeñas hojas amarillentas de un sauce, bajo el cual estábamos tumbados. A nuestros pies, se extendía un lago enorme de aguas
cristalinas, y nos rodeaba un paisaje de un verde de ensueño.

Colocado encima mío, notaba el calor proveniente de tu cuerpo y del mío propio, contrarrestado por la hierba mojada que me humedecía la espalda y las nalgas. El día estaba algo nublado, y parecía que en cualquier momento la lluvia empezaría a caer sobre nuestras cabezas.

Es triste admitirlo, pero creo que fue uno de los mejores polvos de mi vida. Fue algo convencional, nada que no hubiéramos hecho antes, pero supongo que fueron los pequeños detalles... Ya sabes, esos que realmente dan sentido a nuestra existencia. La mirada de uno sobre los ojos del otro, las respiraciones acompasadas, el aire caliente de tu aliento sobre el mío... Puede que también influyera el hecho de hacerlo allí, arriesgándonos a ser vistos en cualquier momento y, sobretodo, en aquel panorama novelístico, como Adán y Eva bajo su Manzano... Lo único que sé es que todas las células de mi cuerpo estaban paralizadas, concentradas única y exclusivamente en lo que estaba pasando allí, entre tú y yo; sintiéndote dentro de mí como si en realidad fuéramos uno solo, como si la vida fueran sólo esos minutos de placer y, el resto, no valiese la pena.

Cuando desperté, no sabía con certeza si realmente había soñado todo aquello, o si tan sólo era un dulce recuerdo que tenía guardado en el fondo de mi memoria. En ese momento, no alcanzaba a comprender qué era lo que había pasado entre nosotros para acabar de aquella manera; incluso llegué a preguntarme que de quién había sido la culpa. Después, recobré la razón y vino a mi cabeza lo que ambos supimos mucho antes de que todo acabara, antes incluso de empezar a discutir casi constantemente y de perder aquella pasión que unas semanas antes parecía inundarnos por completo.

Ahora sólo sé que, desde aquella bochornosa mañana de otoño en la que el timbre del despertador puso fin a nuestras placenteras aventuras nocturnas, pienso en ti todas las noches con la esperanza de volver a sentir una vez más todo aquello que nos hacía únicos e inigualables.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Una triste realidad

Tranquila, no llores; ya ha pasado todo. Estás completamente sola; ya nadie puede hacerte daño. Relaja tus músculos agarrotados; intenta controlar los fuertes temblores que sacuden todo tu cuerpo. No tengas miedo.

Ya puedes salir de tu escondite; estás segura. Una ducha te vendrá bien: el chorro de agua caliente calmará tus nervios y borrará de tu piel la sangre reseca. Nada puedes hacer con los hematomas, pero no te preocupes: el tiempo los eliminará. Aunque ojalá el tiempo borrara también algunos recuerdos...

¿Estás mejor ahora? Sé que aún tienes miedo, pero ahora es el momento de superarlo. Este es el momento de ser más fuerte que nunca e intentar recuperar la felicidad que te ha sido durante tanto tiempo denegada. Tienes el apoyo de mucha gente que te quiere; quizás estés sola ahí, en ese piso, pero no en el mundo. El cariño lo cura todo, dicen, y tú tienes mucho cariño para dar. Como aquel que ya diste hace tiempo, pero que te fue devuelto a golpes.

Pero ahora todo es diferente: él ya no puede hacerte daño. Al menos, no un daño físico, porque en tu mente siempre guardarás el trato que recibiste durante tantos años por parte de aquella persona a la que entregaste tu corazón y tu vida. Y, cada vez que recuerdes, tu cuerpo comenzará a temblar, y un sudor frío recorrerá tu espalda, y te paralizará el miedo... Pero ya no debes temerle nunca más. Aunque todavía le temas, y no puedas evitar que tus ojos ya vacíos de lágrimas hagan un esfuerzo por llorar, mientras lo ves inmóvil y envuelto en un charco de sangre. Porque le querías; aún le quieres... Sé que no te agrada el modo en el que han acabado las cosas pero, ¿qué podías hacer?

Un poeta dijo una vez: “Vivir no es sólo existir, / sino existir y crear, / saber gozar y sufrir / y no dormir sin soñar”. Quizás ahora sea tu turno de descubrirlo.

viernes, 26 de octubre de 2007

Jueves extraño

Ayer la verdad es que fue un día de lo más raro...

Me levanté a la hora de siempre y cogí el metro tan dormida como siempre. Hasta ahí, todo bien. Hacía mucho calor allí dentro, así que intenté distraerme observando a los demás pasajeros, mirando las lucecitas que indican las paradas... Y entonces me fijé: mi parada no estaba. Las leí una por una, por si acaso la había pasado por alto, pero nada. Es más: ninguna de aquellas paradas me sonaba lo más mínimo. Desorientada, miré a mi alrededor buscando algún signo de sorpresa por parte de la gente que me rodeaba, pero todos estaban tranquilos, inmersos en sus propios pensamientos.

No sabía qué hacer, así que me bajé en la siguiente parada y leí las indicaciones para ver si me aclaraban algo. Efectivamente, aquella era la línea que cojo siempre, pero el asunto de los nombres de las paradas seguía siendo un enigma para mí. Pensé en preguntarle a alguien que pasara por allí o a algún empleado de información pero, ¿qué iba a decirle? “Perdone, ¿han cambiado los nombres de todas las paradas durante la noche?”.

Todavía confusa, salí a la calle. Siempre me había considerado una gran conocedora de la ciudad; en la época de mis veintitantos había recorrido prácticamente todas las calles durante mis salidas nocturnas, ya fuera sobria o haciendo eses. Pero, una vez que asomé la nariz por entre la aglomeración que se acumulaba a las puertas del metro para hacer un reconocimiento del paisaje, no reconocí nada de lo que veía; a decir verdad, aquello ni siquiera parecía mi ciudad, y hasta me pareció escuchar hablar en otro idioma a la gente que pasaba por mi lado.

Me estaba empezando a entrar un terrible dolor de cabeza y, en aquel momento, tan sólo deseaba volver a casa, así que pensé que lo mejor era volver al metro y preguntar, al puro estilo guiri. Así que volví a las escaleras, de las que me había alejado unos metros, para ver como un hombre bajito y vestido de uniforme cerraba la verja. Totalmente paralizada por la sorpresa, me asombré todavía más al percibir de inmediato la oscuridad y tranquilidad que había en la estación, como si todo el bullicio que apenas hacía unos segundos había dejado atrás se hubiera disuelto en el aire. ¿Qué estaba pasando allí?

Desesperada ya y completamente decidida a volver a casa, lo único que se me ocurrió fue buscar un taxi que me sacara de aquel lugar. Fue al empezar a caminar por aquellas calles cuando no pude evitar notar como mucha gente me miraba al pasar. Lo más extraño era la forma de observarme, con una mirada vacía e inexpresiva. A medida que avanzaba, más y más gente me miraba, hasta que me dio la impresión de que ni una sola de las personas con las que me cruzaba desadvertía mi presencia. Recuerdo que llegué a pensar que tal vez tenía algo extraño en la cara, o que, con las prisas matutinas, no me había maquillado demasiado bien. Pero mis impresiones cambiaron cuando la gente me empezó a hablar. Me decían cosas como que estaba perdida, que el cartero me perseguía o que nadie me echaría de menos. Y lo más curioso es que todas aquellas personas conocían mi nombre. Hombres, mujeres, niños, ancianos; todos se acercaban a mí y, mirándome fijamente a los ojos, me hicieron sentir lo más asustada que he estado en mi vida.

No sé cuando empecé a correr. El caso es que, de pronto, me vi corriendo entre una multitud de personas que se paraban a observarme pasar. Era como una pesadilla. No sé cuanto tiempo había pasado cuando me encontré rodeada de árboles, así que paré y me apoyé en uno de ellos para recuperar el aliento. Mientras lo hacía, me di cuenta de que el paisaje había cambiado: reconocía aquel parque y estaba muy cerca de mi casa. La gente paseaba tranquila sin prestarme la más mínima atención, y estaba empezando a anochecer. Sin pensarlo dos veces, aceleré el paso hasta llegar a mi piso y, una vez allí, me metí en la cama y me dormí, sin tan siquiera quitarme la ropa.

Esta mañana me he levantado mucho mejor. Aún estaba algo confusa por lo que me pasó ayer, así que he llamado al trabajo diciendo que me encontraba algo indispuesta. No he hecho nada especial: he descansado, leído, visto la tele...

A media mañana, me he asomado a la ventana y he visto al cartero llegar. Me he inquietado un poco, pues me ha saludado con furia, como solía hace algún tiempo, y he tenido la certeza de que por fin iba a subir a matarme. Pero cuando he ido a asegurar la puerta con llave, la presentadora del telediario me ha tranquilizado diciéndome que no me preocupara, porque todavía estaba ideando el plan adecuado, y que aún me daba tiempo de comprar la pistola.

Además, por la tarde ha venido Luís. Llevaba casi una semana fuera por un viaje de trabajo, y lo echaba mucho de menos. Ahora está en el lavabo. Espero que no le dé por abrir el armario, y se dé cuenta de que no me he tomado las pastillas que me recetó el psiquiatra...

domingo, 21 de octubre de 2007

Una tarde

El suelo está lleno de hojas secas, marrones y todavía mojadas por la reciente lluvia. El cielo está totalmente cubierto por una capa densa de nubes algodonosas y grises que apenas dejan pasar la luz del sol. El ambiente es húmedo, y de vez en cuando se levanta un viento frío que traspasa mi chaqueta de lana y me hace estremecer.

Paseo por las afueras de la ciudad; de una ciudad que parece abandonada a su suerte después del temporal. Apenas se ve a nadie en la calle: en un día como éste, probablemente estén todos acurrucados en el sofá, debajo de una manta y congregados, cual rebaño de ovejas, delante de la televisión. Afortunadamente, parece que nací con un mínimo de personalidad y criterio propios (o no los perdí durante la masificación adolescente) y mis prioridades son otras. Como pasear, acompañada tan solo por mis pensamientos y mi soledad.

Muy a menudo me ocurre que mi estado de ánimo se adapta al paisaje que me rodea, o al clima. Hoy me siento como entumecida, insensible. Pero, a lo lejos, un vagabundo me recuerda que, de aquí a un rato, cuando me apetezca, tengo un lugar caliente y cómodo a dónde volver... Y eso me entristece, como si yo tuviera la culpa de tener un lugar donde vivir, y él no. Miro a mi derecha, y veo un perro que cruza la calle cabizbajo y, durante unos segundos, cruzamos nuestras miradas. Y en sus ojos leo el abandono y el desamparo y siento punzadas en el corazón, como si yo tuviera la culpa de sentirme querida y protegida, y él no.

Ligeramente contrariada por la sucesión de sensaciones, me siento en un banco y observo el panorama. El árbol que se alza justo enfrente de mí capta mi atención: en él, sólo queda una hoja, y me hace gracia su esfuerzo por conservarla, por vencer la fuerza del viento que pretende robársela. Imagino como la hoja ya tiene asumido su final, pues se la ve debilitada y abatida... Pero, aún así, estoy segura de que admira profundamente el esfuerzo de ese árbol y desea con toda intensidad que le es posible su éxito ya que, como él, no quiere estar sola.

Como nadie en este mundo.

Respiro hondo, me levanto, y emprendo el regreso a casa.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Ser o no ser (otro punto de vista)

Eres el rayo de luz que entra por uno de los agujeros de la persiana, iluminando mi frente y parte de mi ojo izquierdo. Eres el aire frío que entra por la ventana y hace volar la cortina, y que recorre mi piel todavía entumecida por el sueño, erizándola con dulzura. Eres uno de los miles de hilos que forman parte de la sábana que recubre mi cuerpo desnudo.

Eres la melatonina que se empeña en cerrar mis párpados somnolientos, pero también la libido que aumenta mis pulsaciones y estimula todos mis sentidos. Te gusta encarnarte en mis dedos cuando rozan mi piel excitada, así como en mis labios, que anhelan vehementes el suave contacto con los tuyos.

Eres invisible, abstracto, etéreo. Aún así, sientes que, muchas veces, eso no es suficiente...

Porque, los dos juntos, somos la tormenta estremecedora que hace temblar el cielo y la tierra, y que ilumina con sus rayos la inmensidad del horizonte. Somos la lava incandescente que fluye con una furia sobrecogedora arrasando todo a su paso. Somos el fulgor rojo del cielo que presagia la llegada del Fin del Mundo, una supernova devastadora que ilumina la Tierra con su luz mucho más allá de lo imaginable.

Juntos, somos dos almas sumergidas en la locura del éxtasis; dos cuerpos fusionados, danzando en un vaivén al compás de la música producida por nuestros alientos. Somos dos sombras en la noche que juegan a descubrir los insospechados límites a los que puede llegar el placer humano.

Porque, los dos juntos, quizás no seamos invisibles, abstractos o etéreos... Pero la verdad es que no nos importa.

viernes, 12 de octubre de 2007

Paranoia nocturna

La embriaguez nublaba mis sentidos.

Me sentía ligera y libre, como una pluma que asciende en el aire impulsada por el viento. Como una nube que se dispersa en la noche, iluminada por estrellas que murieron miles de años atrás.

El latido de mi corazón era pausado; mi respiración, tranquila. En aquellos hermosos instantes, todo en la vida me parecía maravilloso. Porque la embriaguez nos puede hacer sentir los más felices del mundo... o, a veces, los más desdichados.

No había nada que pudiera estropear ese momento; mi existencia se concentraba en todo lo que había en aquella habitación que daba vueltas a mi alrededor. Mientras el alcohol corriese por mis venas, nada ni nadie podía hacerme daño.

... Porque la embriaguez era como una barrera infranqueable que, al menos por unas horas, te mantenía alejado de mi pensamiento.

jueves, 4 de octubre de 2007

Obra maestra

Ésta iba a ser su gran obra maestra, su catapulta hacia la fama. Lo presentía.

Rondaba los cuarenta, aunque su pelo largo y su forma de vestir, así como esa sonrisa que tan bien le funcionaba con las mujeres le hacían parecer diez años más joven. Daba clases de Dibujo en la universidad y sus aulas eran famosas por estar llenas de jóvenes que suspiraban cada vez que él se les acercaba para comentar un trazo o un detalle de alguno de sus esbozos. Precisamente una de aquellas jóvenes era la que le ayudaría a conseguir su propósito.

Se había fijado en ella en el mismo instante en que entró a clase, y no había podido apartar la mirada de su rostro durante las tres horas que ésta duraba. Daba la impresión de ser bastante solitaria y acostumbraba a pasar desapercibida pero, a su parecer, ella era la perfección anatómica personificada. Y no sólo era perfecta en ese sentido.

A su lado, sintió como la juventud volvía de nuevo a sus entrañas. Aunque engreído y vanidoso, no se le escapaba el hecho de que ya había dejado atrás los mejores años de su vida, y cada mañana escudriñaba su reflejo en el espejo, en busca de nuevas señales que mostraran una vejez que se negaba en aceptar. Ella le recordaba una dulce época que había dejado atrás hacía mucho tiempo, pues por cada poro de su piel dejaba escapar el entusiasmo, la impulsividad y la fogosidad propias de la juventud.

Por un momento, se le pasó por la cabeza el abandonar su plan inicial y dejarlo todo por esa hermosa mujer que le había hecho vivir con una intensidad que no creyó recuperar nunca. Pero pronto recapacitó, y tuvo la inminente certeza de que aquella historia no iba a tener un final feliz, ya que eran muchas cosas las que les separaban, y una mujer como aquella necesitaba campo abierto para correr y él representaba la valla que cortaba su camino.

Unos días después, cuando la luna aún no había asomado su lomo entre los edificios de la ciudad, él observó impasible como ella se echaba las manos a la garganta tosiendo; como se levantaba bruscamente, apartando la silla de la mesa en la que estaban cenando mientras su tez de volvía lívida, y como le miraba estupefacta, sin ni siquiera alcanzar a imaginar qué era lo que realmente estaba pasando, y conservando esa dulce ignorancia hasta desplomarse al suelo y quedarse inmóvil para siempre.

Ya estaba hecho.

Poco después, su cuerpo yacía inerte sobre el sofá. Con movimientos ágiles, la desnudó y colocó en la posición que tantas veces había visto en su imaginación, y preparó todo lo necesario para comenzar a pintar.

Pintó durante horas, incansable, con los altavoces vibrando con las notas de Mozart y su Réquiem. Pintó durante toda la noche, sin parar un solo instante, embelesado por la belleza de la pintura más extraordinaria que jamás se había creado antes.

Amanecía cuando, extasiado y con el telón de la Novena Sinfonía de Beethoven, dio por terminada su obra.

Unas semanas después, se encontró el cadáver de una joven que, pese a su estado de descomposición, tenía un significante parecido a la de aquel retrato que unos días atrás había revolucionado el mundo del arte...

lunes, 1 de octubre de 2007

Tristesse

Aunque no siempre pensase en ello, no podía evitar llorar constantemente. Parecía como si la lluvia que suele acompañar a los meses de otoño hubiera abandonado a las nubes para esconderse en sus lagrimales, desde donde se desprendía en una constante cascada de gotas saladas y cálidas que irritaban sus ojos, permanentemente hinchados y enrojecidos.

En los últimos días, cualquier cosa le hacía llorar. Había dejado de ver las noticias, puesto que cualquier mención de accidentes, asesinatos o conflictos bélicos le hacían estremecerse de tal manera que cualquiera diría que había sufrido aquellas desgracias en sus propias carnes. Muchas veces tenía que contenerse para no ponerse a llorar allí, ante la atónita mirada de sus compañeros de piso que nada sabían de su sufrimiento interno. Pero no sólo era eso; cada vez que veía a una pareja de enamorados paseando cogidos de la mano, a una madre besando a su hijo o a un grupo de amigas hablando y riendo, no podía evitar que toda la desesperación que sentía atravesara su mente y su cuerpo como un rayo en una noche de tormenta, dejándole una sensación de desamparo, soledad y tristeza tan intensas que no podía controlar.

Había dejado también de escuchar música, porque cada canción que llegaba a sus oídos, por alegre que fuera, le conducía al mismo pesimista estado de ánimo. Tal vez le recordaran a épocas más felices, en las que no tenía que ocultar la pena que le consumía por dentro... Puesto que algunas personas cercanas ya le habían preguntado que qué le pasaba, recibiendo como respuesta una sencilla negativa, a la vez que una ligera desviación de la mirada para que su interlocutor no leyera en ellos la verdad, oculta en el fondo de su mente.

Y aunque muchas veces había pensado en acabar con su sufrimiento rápidamente, una pequeña vocecilla en su cabeza le impedía hacerlo; habiendo vivido la más feliz de las existencias, ¿qué había hecho para merecer aquel hielo que amenazaba con congelarla por dentro?

Porque todavía no alcanzaba a comprender como se podía perder todo en un solo momento o, peor aún, como se podía haber perdido todo progresivamente y, en el preciso instante en que se da uno cuenta de ello, ya sea demasiado tarde.

Pero nada podía hacer ya, salvo continuar adelante y tratar de dejar atrás aquel descomunal bache que se interponía en su camino. No porque fuera demasiado fuerte, sino porque, en lo más profundo de esos añicos que constituían su desvencijado corazón, aún conservaba la esperanza de volver a ser feliz.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Y así va el mundo...

El otoño se adentraba lenta pero inexorablemente entre los grises y sucios edificios de la ciudad. No se podía notar en el clima, todavía cálido y bochornoso, ni tampoco en la naturaleza que, desorientada por el progresivo aumento de las temperaturas, se atrasaba en amarillear las hojas de los árboles. Sí se podía notar en la actitud de los anónimos ocupantes de aquella ciudad: de nuevo llegaba el estrés, la despedida de las vacaciones (por parte de aquellos bienaventurados que habían podido tenerlas) y el volver a empezar que tantas bajas por depresión causa en los tiempos que corren.

María se despertó una de aquellas mañanas, acalorada y sudorosa, y luchó durante unos segundos con el intenso deseo de volver a dormirse. Finalmente, se duchó, vistió y, después de desayunar, salió a la calle, donde fue bienvenida por una bocanada de aire caliente cargado de dióxido de carbono. Apenas hacía unos minutos que había amanecido... El amanecer: el peor momento del día; sobrecogedora belleza que ocultaba el principio de una nueva jornada, exactamente igual al anterior.

No es que María fuera desafortunada precisamente, si dentro de los límites de la fortuna se puede incluir el haber abandonado el domicilio paterno cerca de los 30 y tener un trabajo que apenas le daba para pagar la exorbitante cifra que le pedían por alquilar un ático de 40 m2. Pero María no podía quejarse: sabía que muchos otros estaban en una situación bastante peor. Así era la vida en uno de los países más ricos del mundo.

Pero así estaban las cosas; María tendría que seguir luchando por madrugar cada mañana e ir a un trabajo (que, al menos, se relacionaba ligeramente con aquello que había estudiado) durante otros 30 años, si las cosas no empeoraban, para poder mantener una vida mínimamente digna.

Y, mientras tanto, alrededor de 800 personas de entre las 6.500 millones que habitan el planeta tienen más de 1000 millones de dólares en sus cuentas bancarias.

Y, mientras tanto, alrededor de 1000 millones de personas viven en la extrema pobreza; es decir, con menos de 1 dólar al día.

Pero el otoño seguirá avanzando igual, en algunos lugares antes y en otros después, como recordándonos que, por mucho que nos esforcemos en destrozar todo aquello que está a nuestro paso, hay cosas que perduran.

... Todavía.

martes, 18 de septiembre de 2007

Un soplo de aire cualquiera

Cuando entró en la sala ya estaba todo preparado. Sacó un par de guantes que había metido previamente en el bolsillo derecho de su bata y, mientras se los ponía, se dirigió a la última de las mesas, la única que estaba ocupada.

Por lo que le habían dicho antes de entrar, había sido encontrada hacía unas horas en la montaña, entre unos matorrales, y completamente desnuda. La miró y no pudo contener un escalofrío: una cara perfectamente oval enmarcaba un rostro angelical, de adolescente, con ojos grandes y oscuros y labios con forma de corazón. Sobrecogido, cerró sus párpados suavemente para apartar de él la mirada de unos ojos que ya no podían ver, y se dispuso a realizar el examen previo.

A primera vista, se podía observar una intensa lividez en la parte posterior del cuerpo pero ningún signo de violencia. Aún así, examinó su piel concienzudamente, así como todos los orificios, y posteriormente extrajo muestras de debajo de sus uñas. Mientras trabajaba, procuraba no mirarle a la cara, pero ya era inútil: tenía su rostro grabado en la memoria, y no podía parar de pensar en el brillo apagado de sus ojos, en esos labios que ya nunca articularían palabra, que ya nunca serían besados por un chico... Intentó alejar esos pensamientos de su mente y concentrarse en lo que estaba haciendo.

Una vez terminado el examen exterior, lavó el cuerpo y de repente se sorprendió a sí mismo preguntándose por qué su piel no se erizaba al contacto con el agua fría. Antes de realizar el corte en Y para examinar los órganos comprobó, inconscientemente, que realmente no respiraba. ¿Qué coño le pasaba?

Después de hacer la incisión, abrió la caja torácica y extrajo el paquete de órganos, que colocó en la mesa de al lado, y procedió a pesarlos. También vació los intestinos y abrió el estómago para examinar su contenido. Posteriormente, se dispuso a extraer el cerebro, y mientras le rapaba el pelo para abrirle el cráneo un cúmulo de pensamientos nublaba su mente. No podía parar de preguntarse que qué pasaba en el mundo, que permitía que alguien que apenas había descubierto lo que era vivir acabara de aquella manera.

Cuando hubo obtenido todas las muestras que necesitaba incluido el cerebro, que sería examinado más tarde, colocó los órganos de nuevo en su lugar y cosió las incisiones. Después, avisó a uno de los camilleros de guardia para que le ayudara a colocar el cadáver en la cámara. Antes de despedirse de ella para siempre, observó durante unos segundos su rostro; el rostro que quedaría para siempre grabado en su mente, y que le haría asemejar la vida a una pequeña llamita expuesta a una multitud de soplos provenientes de todas direcciones, endeble, propensa a apagarse en cualquier momento...

Acabó de limpiar la mesa, recogió sus notas y salió de la sala.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Enamorada

Tarde gris. En esta habitación en penumbra, solos tú y yo. A pesar de la oscuridad, puedo ver el brillo de tus ojos oscuros escrutando los míos. No nos hacen falta palabras; con una mirada basta.

Ahora, bésame. Bésame lentamente, como tú sólo sabes hacerlo. Con cariño, con dulzura... Y mientras me besas, quiero que tus manos acaricien mis mejillas, mi pelo, mi nuca. Quiero sentir el sabor de tus labios, el olor de tu piel y tu aliento cargado de deseo.

Espera, para un momento. Ahora quiero que me beses apasionadamente, como tú sólo sabes hacerlo. Bésame los labios, los ojos, el cuello; quiero que tus labios rocen cada centímetro cuadrado de mi piel, con ansia, como si el mundo se estuviera acabando ante tus ojos y yo fuera la última fuente de vida y de eternidad.

No, espera, no me basta con eso. Ahora quiero que presiones tus dientes contra mi piel desnuda: quiero que me muerdas. Muérdeme como siempre has querido hacerlo. Porque sé que has cruzado la fina línea que separa el amor del odio y, a veces, el odio por sí sólo no es suficiente. Muerde con fuerza, aún puedo soportar el dolor. Muerde como si en mi cuerpo se hallaran las causas de todas tus desgracias. Muerde hasta que notes la viscosidad salada de mi sangre mojar tus labios, tu cara, las sábanas que nos envuelven.

Y una vez que estés satisfecho, abrázame, amor mío. Quiero sentir tus fuertes brazos rodeando mi cuerpo; quiero sentirme protegida los segundos inmediatamente anteriores a perder el conocimiento.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Renacer

Despertar un día sintiéndote nuevo, dispuesto a comerte el mundo. Despertar una mañana, una tarde; de un largo sueño, de una siesta o de una cabezadita de una hora; despertar después de un sueño revelador, o después de una larga tanda de pesadillas sobrecogedoras. Abrir los ojos y, en ese confuso momento entre la vigilia y el sueño, sentir como los sentidos te embriagan con toda clase de sensaciones, extrañas al principio, pero que van cobrando sentido en tu cabeza. Sentir, entonces, que ese día has despertado con el pie derecho.

Quizás compartir un momento especial con una persona amada; ver que te sonríe y tú le devuelves la sonrisa, y desear que ese momento no acabe nunca, y sentir la burbuja de felicidad que os aísla del mundo. Porque, en ese momento, aunque consciente de las injusticias, los malos tratos, la hipocresía o el consumismo, ves como la vida aún puede tener cosas maravillosas, y ese pensamiento te ayuda a seguir adelante, y decir adiós a los errores de tu pasado.

Las pequeñas cosas que me hacen renacer... Cantar cuando nadie me escucha, un café caliente con mucha azúcar en un día frío de invierno, cuando alguien me acaricia el pelo, contemplar una puesta de sol... Puede que te esté mintiendo y que nada de esto sea verdad; al fin y al cabo, que alguien te conozca siempre te hace vulnerable... Aunque si, tal vez, leyeras lo escrito por mí en este blog, podrías llegar a conocerme mejor de lo que muchas personas han llegado a hacerlo jamás...

Sí, puede que quiera que me conozcas... Entonces, tal vez, podrías hacerme renacer.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Una historia

Su intención era crear un mundo idílico, utópico.

Un mundo lleno de personas sin objetivos a largo plazo, y con la única motivación de vivir el día a día, de disfrutar de todos esos pequeños momentos que, en el fondo, son las cosas que nos hacen más felices.

Un mundo donde no existiera la maldad. Robo, asesinato, violación o guerra son algunas de las palabras que desaparecerían del vocabulario de aquellos singulares habitantes. La vida fluiría tranquila al igual que un río fluye sinuoso montaña abajo en la búsqueda de un mar u océano con el cual unirse eternamente... o hasta que suban las temperaturas, y esas gotas de agua que nacieron en lo alto de la montaña formen parte de la atmósfera que, caprichosa, las traslade a su antojo a un nuevo lugar donde vivir. En la misma atmósfera donde iría a parar aquello que forma las almas de cada persona fallecida.

No habría contaminación, ni pobreza; las gentes vivirían a lo largo y ancho del planeta sin importar raza, cultura o lengua. Juntos, convivirían armoniosamente con animales y plantas de todas las especies inimaginables, ya que las diferentes cadenas tróficas seguirían su curso sin obstáculos ni impedimentos, y la extinción sería algo de lo que nadie habría oído hablar jamás.

¿Qué, aburrido? Tal vez. Por eso, un día cualquiera, una mutación de un gen aleatorio de los miles que configuran el material genético humano lo cambiará todo. Ese fragmento de ADN dará lugar al nacimiento de un niño, que se convertirá en un hombre que será diferente a todos los demás. Ese hombre tendrá unas ideas propias y una manera de vivir innovadora, y se horrorizará con la actitud de la gente que le rodea. Viajará en la búsqueda de alguien con sus mismas inquietudes, y se sentirá impotente ante sus descubrimientos. Y entonces se revelará, tratará de cambiar ese mundo perfecto en el que nació y convertirlo en... ¿algo mejor?



Durante unos segundos, dejó que esta idea fluyera por sus venas y, sólo entonces, empezó a escribir.

martes, 28 de agosto de 2007

Batalla final

El día empezó como cualquier otro. Se levantó con la salida del sol, picoteó un poco como forma de desayuno mientras veía un programa aleatorio en la televisión, y cuando la calle empezaba a despertar, cambió el televisor por una vieja radio y se entretuvo limpiando por aquí y por allá. Fue bien entrada la mañana cuando notó que aquel día iba a ser diferente: el cielo se oscureció ligeramente y ella, intuitiva como era, notó como la Muerte se cernía sobre sí misma.

No podría haber explicado esta sensación. Simplemente, notó que ya era la hora, que la artrosis y las profundas jaquecas que había sufrido desde hacía varios meses habían ganado la batalla por fin. Pero no sólo era eso, sino que notaba la presencia física de la Muerte. No en aquella habitación, no detrás suyo esperando a que se girara para sorprenderla. La notaba sobrevolando, con sus majestuosas alas de murciélago, la azotea del edificio donde ella vivía, esperando el momento oportuno para acogerla en su seno.

Ella, mujer pacífica y conformista, admitió su derrota y se abstuvo de luchar. No había nada que odiara más que aquellas personas que se resistían a aquello que acompañaba al nacimiento y a la vida: la vejez y la muerte. Así que apagó la radio, dejó el trapo con el que estaba abrillantando un mueble a un lado y se tumbó en el suelo mirando fijamente el techo, de la misma forma que los boxeadores tiran la toalla, o en las guerras se hondea una bandera blanca.

Pero a la Muerte aquello no le sentó bien. Acostumbrada como estaba a que las personas se resistiesen y le implorasen clemencia, a sentirse poderosa, aquello era como si le dejaran ganar de antemano, sin ni siquiera atreverse a jugar. Así que decidió esperar.

Ella, tumbada sobre el suelo de su salón, notó como la Muerte aguardaba impaciente cualquier atisbo de vida, como el moverse para encontrar una posición más cómoda, o hacer el amago de levantarse para comer algo, o ir al lavabo. Pero no, oh no. Después de setenta y tantos años de ceder, por debilidad, inseguridad, o simplemente por buscar el bien de los demás en lugar del suyo propio, esta vez no iba a hacerlo; no lucharía con el afán de vivir, sino con el de morir con la dignidad que creía que merecía, e iba a ganar esta última batalla. Así que decidió esperar.

Esperando, lo único que podía escuchar era el sonido lejano del tráfico y el tic tac de un reloj. Por suerte, su vejiga aún funcionaba a la perfección, pero hacía ya algunas horas que su estómago rugía hambriento. Para aliviar esta sensación y hacer pasar el tiempo más rápido, empezó a cantar. Muy bajito, pronunciando cada estrofa delicadamente, se dio cuenta de que se acordaba de todas las canciones que una vez pensó que había olvidado. Y entonces le vinieron a la memoria algunos sentimientos asociados a aquellas canciones, sentimientos que creía haber olvidado también. Y paró de cantar, porque el dolor que sentía era peor que el que le producía el hambre.

Finalmente, el cansancio pudo con su voluntad de seguir despierta y se durmió. Soñó con praderas llenas de césped fresco, mecido suavemente por el viento... Estaba tumbada sobre ese césped, mirando fijamente el cielo azul. Lo único que podía escuchar eran los cantos de los pájaros.

Cuando la Muerte bajó a por ella por fin, le arrebató su último suspiro y partió, dejando atrás el cuerpo sin vida de una anciana con una pacífica y eterna sonrisa en su rostro.

jueves, 23 de agosto de 2007

Ser o no ser

Soy la mañana, soy la noche. Soy el día despejado y la tarde gris y nublada. Soy el viento de levante que hace volar las hojas caídas que se adelantan al Otoño; soy una de las miles de gotas que empapan tu piel mientras corres bajo esa tormenta de verano.

Soy el aroma intenso del café que te despierta por las mañanas, y también las volutas de humo que dejas escapar por entre tus labios en cada calada de cigarrillo. A veces formo parte de las ondas sonoras que constituyen tu música favorita, o del haz de luz que ilumina tu lectura antes de irte a dormir cada noche. Me ves languidecer en las plantas que ocupan tu balcón y que nunca te acuerdas de regar, y te encanta sentirme calentando tu piel mientras los rayos de los que formo parte iluminan tu mundo.

¿Puedes verme ahora? Estoy entre los fotones que captan tus ojos, pero también podrás sentirme sobre tu piel, ya que soy uno de los átomos de oxígeno, nitrógeno o dióxido de carbono que llenan la habitación en la que te encuentras. Témeme, pues formo parte del agujero de la capa de ozono, de los rayos ultravioleta y de los clorofluorocarbonos causantes del efecto invernadero. Ámame también: soy una feromona, un impulso nervioso que materializa el placer de tu orgasmo.

Soy invisible, abstracta, etérea. Formo parte de todo pero, en realidad, no soy nada.

domingo, 19 de agosto de 2007

El último regalo

En mi 18 cumpleaños, mi madre esperó hasta que todo el mundo se hubiera ido de mi fiesta, llenó mi vaso medio vacío y dijo: “Ven y siéntate conmigo un rato. Ahora que eres suficientemente mayor, hay algo que tengo que contarte. No tienes ni idea de lo diferente que habría sido tu vida si hubieras sabido la verdad”. Entonces se detuvo y respiro hondo, como si no supiera por dónde continuar. Yo la miré pensando que sería una broma, que me estaría tomando el pelo como una parte final de mi fiesta, pero cuando observé su cara rápidamente cambié de idea: estaba pálida, y una capa de sudor cubría su frente. En ese momento fue cuando empecé a preocuparme.

Le pregunté, casi susurrando, qué pasaba, y ella dudo un par de veces antes de empezar a hablar. “¿Te acuerdas de cuando eras niño, los días en los que ibas con tu padre y tu hermano a pescar?”. Le dije que sí. ¿Cómo podía olvidarlo? Eran días soleados y felices, en los que mi hermano y yo solíamos cargar con los bártulos de pesca de mi padre hasta una barca que alquilábamos cada mes en un lago no muy lejos de casa. A mi madre no le gustaban lo que ella llamaba nuestras Excursiones Masculinas, y siempre se quedaba en casa. “Entonces, ¿recuerdas el día en que...?” “Sí”, la detuve. No entendía por qué estaba haciéndome todas aquellas preguntas. Ella continuó. “El día en que tu hermano murió...” – noté unas punzadas en mi corazón – “... tú te enfermaste. Tu padre y yo estábamos muy preocupados por ti”. Le dije que ya lo sabía, que había caído al agua con mi hermano y que por esa razón me había puesto tan enfermo. “Cariño, tú no te caíste al agua. Tu ropa estaba mojada porque tu hermano te salpicó... mientras tu aguantabas su cabeza debajo del agua”. Pero, ¿qué coño estaba diciendo? Tenía 6 años, ¿cómo podía haber hecho eso? Ella siguió hablando, porque yo no podía articular palabra. “No lo recuerdas porque lo olvidaste inmediatamente después de que pasara. A diferencia de todos los niños, que sienten admiración por sus hermanos mayores, tú únicamente sentías celos. Tu padre y yo nunca supimos por qué. Él siempre se culpó por lo que había pasado, por haber llegado demasiado tarde...”.

No dije nada entonces, y no he dicho nada hasta ahora. Después de 10 años aquí encerrado, aún no recuerdo lo que pasó, pero lo único que sé es que las punzadas que sentí no eran de dolor...

martes, 14 de agosto de 2007

Amanecer húmedo

Siempre había sido una chica solitaria. Algunas personas opinaban que era demasiado introvertida, otras, que el problema radicaba en su timidez, pero la verdad era que, simplemente, no le interesaba la gente, y se consideraba a sí misma una especie de misántropa. Eso no significaba que no se interesase por la psicología y el comportamiento de las personas ya que, de hecho, tenía algunas teorías al respecto. Para ella, las personas no eran más que una versión ligeramente modificada de un modelo universal que se regía por dos intereses básicos, a saber: placer espiritual, obtenido a partir de pequeñas satisfacciones personales o, cada vez más, objetos materiales, y placer carnal, basado únicamente en el sexo.

Sus deducciones iban más allá: según ella, la felicidad era la búsqueda camuflada de estos placeres y la destrucción de todo aquello que se interpusiera en su camino. Toda persona era feliz si podía contar con, como mínimo, un tipo de placer espiritual y otro de carnal. Esto excluía, obviamente, la abstinencia sexual, una actitud antinatural creada para desterrar algunas religiones paganas que utilizaban el sexo como medio de oración, y que muchos practicaban con la esperanza de tener asegurado el cielo... o algo así. Porque ella tampoco creía en Dios, en ningún tipo de Dios. Según ella, lo único que había era todo aquello que podías ver: no existían dioses, espíritus o mundos alternativos. Todas esas tonterías habían sido inventadas por personas demasiado débiles, con una vida demasiado triste como para aceptar que a partir de su muerte, no había nada más.

Ella no creía en nada.

No era excesivamente atractiva, pero sabía sacarse partido a sí misma. Este hecho, y la confianza que depositaba en sí misma le permitían conseguir lo que se propusiera. Pero había dejado de usar su poder de seducción hacía tiempo; sobretodo, con los hombres. A su juicio, y basándose en su propia experiencia, todos los hombres eran superficiales, estúpidos y, aunque no lo parecieran en una primera impresión, misóginos. Así que sus necesidades carnales las satisfacía mediante la masturbación, que le proporcionaba un placer muy superior al que le podría proporcionar cualquier hombre, ya que contaba con la ventaja de saber a la perfección lo que le gustaba y quería en cada momento y situación.

Ella fue la escogida.

Quizás se fijó en ella por su apariencia. Quizás, por ser una solitaria, y tal vez la vio como una especie de alma gemela. O quizás porque quería romper su coraza, encontrar su punto débil. Así que, un día de lluvia, se ofreció a llevarla a casa en coche después del trabajo. Y después de muchas semanas de planes y elucubraciones, aquella tarde consiguió, por fin, violarla brutalmente. Y cual fue su sorpresa al comprobar que ella había disfrutado tanto o más que él... Quería más. Aquello era nuevo para él, y por un momento no supo qué hacer. Finalmente, pensó ¿Por qué no? y optó por hacer lo que ella le sugería.

Ya en su apartamento, follaron durante horas. Probaron mil posturas, mil roles. La pegó y la insultó, y ella representaba el papel de víctima a la perfección, y a la vez parecía correrse con cada insulto, con cada bofetada. Ya entrada la noche, ella le pidió extasiada que la amenazara con torturarla, con quitarle la vida, y él acabó utilizando un cuchillo para darle más realismo. Y ése fue su error.

El día amaneció despejado, y cuando los primeros rayos entraron por las ventanas, él yacía abrazado al cuerpo sin vida de ella y con la piel todavía húmeda como consecuencia de la noche de sexo, de las lágrimas que resbalaban por su cara y de la sangre que empapaba las sábanas.

sábado, 11 de agosto de 2007

Desde tu partida

Cuando me enteré de lo que te había pasado fue como si una mano atravesara mi pecho y empuñara mi corazón con sus fuertes dedos. Cuando me dijeron que tu estado era muy grave, pude ver como los tendones de aquel brazo se tensaban bajo la superficie de la piel para flexionar los dedos contra aquel órgano que me daba la vida. Cuando moriste casi delante de mis ojos, pude sentir aquella mano salir de mi pecho, arrancándome el corazón – y, consecuentemente, la vida – de cuajo.

Desde entonces me cuesta respirar. Muchas veces, cuando inhalo aire, parece como si mis pulmones intentaran llenarse desesperadamente de algo, lo que sea, en algún lugar donde tan sólo hay vacío. Parece que, con tu partida, te llevaste contigo el poco oxígeno que quedaba en el mundo, o la capacidad de los árboles de crearlo.

No recuerdo cuando fue la última vez que dormí dos horas seguidas. Cada vez que cierro los ojos, veo tu cara magullada y cubierta por una mascarilla de oxígeno, luchando por esa vida que te fue arrebatada cuando apenas habías llegado a asimilarla.

Pero nada es comparado con el dolor de saber que no podrás perdonarme nunca. De saber que, unos días antes de tu partida, yo te había fallado como nunca nadie lo había hecho; que, quizás, yo tenga algo de culpa en tu repentina marcha. Y de saber que todo eso no lo sabré nunca.

Cuando te fuiste, dejaste mi cuerpo aquí, todavía funcionando, pero mi alma, o lo que sea que habita dentro de estas carcasas terrenales en continua decadencia, te la llevaste contigo aquel caluroso día de verano. Mi cuerpo vive aunque, como bien me dijiste una vez, no se vive por el hecho de andar, sentir o pensar; o como dijo aquel hombre que tienes apuntado en tu lista de citas: El que muriera no prueba que hubiese vivido. Así que, después de conocerte durante tanto tiempo, a veces no puedo evitar pensar: ¿es ésta tu venganza?

miércoles, 8 de agosto de 2007

Nostalgia

Anoche, mientras miraba la calle a través de los cristales mojados por la lluvia, me acordé de ti.

Me acordé de aquella tarde, no hace mucho tiempo, en la que nos pilló la lluvia y, riendo y cogidos de la mano, salimos corriendo y nos metimos en un portal a esperar a que parara... Y de cómo besaste las gotas de agua que resbalaban por mi cara, y mis labios mojados, y como en tan sólo unos segundos todas aquellas risas se transformaron en una pasión que ninguno de los dos podíamos (o queríamos) controlar, y que dejábamos rezumar por cada poro de nuestra piel; piel que ansiaba fundirse eternamente en el placer...

Me acordé de tus ojos color miel y de cómo me mirabas, provocándome escalofríos por toda la espina dorsal, por donde tus manos se movían a la vez firme y suavemente siempre que me abrazabas... Y yo te devolvía la mirada, y me sumergía en la inmensidad de aquellos ojos que transmitían todo un universo de sensaciones, y creía volverme loca, y pensaba que nunca podría dejar de mirar aquellos ojos y que, si existía el paraíso, yo ya había encontrado el mío...

Me acordé de aquellas noches en las que, tumbados en un parque cualquiera y bajo un manto de estrellas, hablábamos de las personas, del universo, de la muerte, o simplemente de lo que habíamos hecho aquella tarde... Y al final, nos quedábamos callados, escrutando el cielo en busca de estrellas fugaces, y acurrucados el uno contra el otro, con el único movimiento de nuestros pechos al respirar, y de nuestras manos al acariciarse...

Anoche, mientras las lágrimas brotaban de mis ojos entrecerrados, me acordé de ti... Y decidí volver a olvidarte.

sábado, 4 de agosto de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (Epílogo)

Alicia abrió los ojos y notó que algo la ahogaba. Después de lo que a Alicia le parecieron interminables segundos, una mujer con una bata blanca se acercó y le quitó la vía, y tras examinarle las pupilas con una pequeña linterna y decirle que descansara, se fue. Alicia miró a su alrededor: a su derecha, a dos camas de distancia, una mujer grotescamente obesa descansaba rodeada a múltiples aparatos, de los que Alicia pudo distinguir un respirador que producía un sonido sordo; a su izquierda, una ventana que mostraba el cielo azul de una mañana de verano, protegida por unos barrotes. También a la izquierda, Alicia se fijó en una fotografía que descansaba en una mesita de noche, en la que aparecía ella misma junto con sus padres, en un viaje que habían hecho cuando ella todavía era casi una niña. Miró a su padre, alto y robusto, y a su madre, con su pelo oscuro y sus bonitos labios maquillados siempre con carmín rojo...

Alicia notó su cuerpo entumecido por la falta de movimiento. De su brazo izquierdo sobresalía un tubo de plástico. Estaba algo confundida, y no recordaba qué era aquel lugar y como había ido a parar allí. Un griterío en la habitación contigua le devolvió a la realidad. Volvió a girar la cabeza a su derecha y reconoció a La Grande, o la Esquizofrénica Cebada, como la llamaban algunos, no demasiado amablemente, a sus espaldas. En ese instante, un grupo de enfermeros entró a la habitación trasladando en volandas a una mujer delgaducha que se retorcía y contorsionaba profiriendo alaridos. La dejaron en una cama enfrente de donde se encontraba Alicia y la ataron con correas que suspendían de la cama, y unos segundos después de inyectarle el contenido de una jeringuilla los gritos cesaron y los movimientos se apagaron rápidamente. Entonces, los enfermeros abandonaron la habitación.

Sí, Alicia sabía muy bien donde se encontraba.

Alicia intentó recordar lo que le había traído a aquel lugar, y no le costó mucho encontrar la respuesta. Quiso levantarse, pero no pudo; afortunadamente, no estaba atada como su compañera, pero tenía los músculos débiles y apenas pudo incorporarse ligeramente.

Vencida, Alicia se volvió a recostar y decidió dormir. Dormir y soñar.

Soñar con un lugar en el que fuera libre, sin barrotes que tapiaran las ventanas. En un lugar donde se sintiese querida por alguien, donde tuviera una vida llena de momentos alegres y felices. Donde su padre no la violara y su madre estuviera allí para protegerla y cuidarla. Donde no tuviera que decirle al niño que llevaba en sus entrañas que su padre y abuelo eran la misma persona.

Alicia decidió volver a su particular Jardín de las Maravillas.

domingo, 29 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (III)

Alicia empezaba a preguntarse qué era lo que iba a encontrar a continuación, cuando el sendero terminó de repente y la vegetación disminuyó hasta hacerse casi inexistente. Delante suyo, se abría un prado alfombrado por un césped verde y luminoso que rodeaba una pequeña casita de madera. Alicia se olvidó del viejo, que parecía estar absorto en el paisaje, y caminó en dirección a la casa. Cuando estaba a unos metros de la puerta, vio aparecer por la parte de atrás una enorme vaca lechera que rumiaba ajena a la curiosidad de Alicia. Ésta subió los escalones que precedían al porche e intentó atisbar por las ventanas, pero estaban cubiertas por gruesas y oscuras cortinas. Finalmente, giró el pomo de la puerta, y ésta se abrió con suavidad.

Entonces fue cuando Alicia comprendió cuales eran los más ocultos deseos de su corazón.

Alicia entró y cerró la puerta tras de sí, y el ruido de ésta al cerrarse provocó un llanto. Cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra de la habitación, Alicia pudo ver que el llanto procedía de una vieja cuna, la única pieza de mobiliario que ocupaba la estancia. Alicia se acercó y pudo ver un bebé de apenas unos meses que lloraba desconsolado, apretando sus pequeños puñitos en el aire. Sin pensarlo dos veces, y siguiendo otro de los ya habituales impulsos que le acometían en aquel extraño lugar, Alicia cogió al bebé y lo empezó a acunar. Y en ese momento, Alicia supo que era su bebé. Era una certeza tan absoluta como que necesitaba oxígeno para vivir; simplemente, lo sabía. No sabía, eso sí, cómo podía haber tenido aquel niño, pero esos detalles no le preocupaban en ese momento; de lo único que estaba segura era de que era hijo suyo, y de que éste había sido fruto del más profundo amor que podía existir entre dos personas.

Una vez el bebé se hubo calmado y con él en brazos, Alicia exploró el resto de la casa, y pudo ver que las sorpresas no habían acabado. Porque mientras miraba las demás habitaciones y los muebles y objetos que había en ellas, supo que aquella era su casa. Como para cerciorarse, dejó a su hijo sobre unos cojines y rebuscó en un armario hasta encontrar una vieja caja de zapatos, que ya sabía que estaba allí y lo que contenía. Así que se sentó al lado del bebé, que se había dormido, y se puso a mirar las fotos de su familia.

Habían pasado tan solo unos minutos cuando Alicia escuchó la puerta principal abrirse, y una voz masculina gritar ¿Hay alguien en casa? Así que dejó la caja abierta en el suelo y acudió en busca del padre de su hijo con éste acurrucado en sus brazos.

Pero entonces, una luz cegadora entró por las ventanas de toda la casa atravesando las tupidas cortinas, y Alicia tuvo que cerrar los ojos para protegerlos del resplandor...

miércoles, 25 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (II)

Alicia siguió a aquel hombre durante lo que le parecieron horas. Aquel jardín parecía no tener fin y, a medida que se internaban en él, la vegetación se hacía cada vez más espesa, hasta que llegó un momento en el que no se podía ver más allá de los árboles que bordeaban el camino.

De repente, en un lugar que a Alicia le parecía idéntico a todos por los que había pasado anteriormente, el viejo se detuvo y le dijo a Alicia que esperase allí, para después desaparecer entre la maleza. Alicia no sabía qué pensar, y empezaba a arrepentirse de haber entrado en aquel lugar cuando oyó unos pasos a su espalda. Se giró a tiempo para ver como una mujer salía de entre los setos, y Alicia se sonrojó tan sólo al mirarla: era la mujer más bella que había visto en su vida. De pelo oscuro, piel clara, ojos grandes y profundos, labios rojos y sensuales... Observándola, Alicia pensó, como le había pasado con aquel hombre, que su rostro le recordaba a alguien, pero no acertó a averiguar a quien. Alicia la contempló sin saber qué hacer, mientras la misteriosa mujer la miraba a su vez. Entonces, Alicia sintió otro de aquellos impulsos incontrolados, y se acercó a la mujer, de la que apenas le separaban unos metros, y la besó.

La besó fuertemente en los labios, y sintió como éstos le devolvían el beso. La besó y la cogió por la cintura, apretando su cuerpo contra el de ella. La besó y, cuando sus lenguas se rozaron, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, que le erizó el vello del cuerpo, que le endureció los pezones, que le humedeció el sexo. Y fue entonces cuando, confundida, se dio cuenta de que nunca antes se había sentido atraída por ninguna mujer, y se preguntó qué debía hacer a continuación. Como respondiendo a aquella pregunta, notó un extraño bulto y, al bajar la vista, vio que la misteriosa mujer sacaba de sus pantalones un descomunal pene. Aquello costaba de creer, y Alicia miró estupefacta a la mujer-hombre que le sonreía dulcemente. Entonces, Alicia pensó que la situación ya era lo bastante extraña como para preocuparse por tonterías, y se dejó llevar...

Cuerpo contra cuerpo, en una mezcla de sudores y otros fluidos, Alicia sentía el aliento de la mujer-hombre en su cuello mientras ésta le embestía con fuerza. Alicia clavó sus uñas en la espalda de la bella hermafrodita pero ésta no pareció notarlo; Alicia orgasmó no una, sino dos veces, y cuando acabaron, Alicia estaba en un estado de extenuación tal que quedó profundamente dormida.

Al despertar unas horas después, el sol brillaba en lo alto del cielo, y Alicia pensó que aquel extraño lugar era atemporal. Nuevamente se encontraba sola, así que se levantó y vio su ropa perfectamente doblada y limpia en el suelo, así que la cogió y comenzó a vestirse. Cuando estaba acabando, notó que el viejo estaba unos metros más adelante, mirándola sonriente. Sin decir una palabra, ambos continuaron su viaje por el sinuoso sendero.

domingo, 22 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (I)

Alicia se despertó tumbada boca arriba en el asfalto mugriento de una calle desierta. Se incorporó e intentó ubicarse, pero nada de lo que veían sus ojos le sonaba. Era una calle estrecha y sucia, totalmente vacía salvo por algunos coches con pinta de haber sido abandonados hacía mucho tiempo. La carretera estaba cubierta por toda clase de deshechos: desde su posición, Alicia podía ver bolsas, envases, ropa vieja e innumerables objetos que no podía identificar, además de algunos restos de lo que parecían cadáveres de un par de palomas, destrozados seguramente por el paso de algún coche cuando éstos aún se dignaban de pasar por aquel lugar. La calle estaba flanqueada por dos hileras de edificios grises que se caían a pedazos pero, a unos 50 o 60 metros, Alicia pudo ver una especie de verja que desentonaba con el resto del paisaje. Se levantó, y se dirigió hacia allí.

Cuando llegó a la verja, Alicia vio que, a diferencia de todo el mobiliario urbano de aquella calle, ésta era nueva y estaba limpia, como recién pintada, y que cerraba la entrada a lo que parecía un exótico jardín. Era bastante alta, y en la parte superior, unos tridentes amenazadores apuntaban al cielo. Alicia probó suerte y empujó la puerta, y ésta se abrió suave y silenciosamente, así que ella entró y la cerró tras de sí. Cuando había dado apenas unos pasos por el caminillo de tierra que avanzaba serpenteante, una figura masculina apareció a su izquierda, casi de la nada. Era un hombre alto y robusto, de edad indeterminada y cuya cara le resultaba vagamente familiar, y que se plantó delante de ella impidiéndole el paso. Alicia miró sus ojos inexpresivos y el hombre habló con una voz que no denotaba sentimiento alguno, y le dijo: Chúpame la polla. Alicia bajó la vista, y vio como el hombre se desabrochaba los pantalones y sacaba el mencionado miembro, ya en erección. Era grande, oscuro y venoso, y Alicia dudó un instante antes de arrodillarse y comenzar a chupar. Sentía curiosidad por lo que se escondía en aquel extraño jardín.

Empezó lentamente, como siempre lo había hecho, cogiéndola con las dos manos y notando como palpitaba bajo sus dedos. Después, aceleró el ritmo, y notó como la respiración de su dueño se intensificaba. De repente, sintió un súbito impulso que le hizo morder. Mordió con todas sus fuerzas, atravesando la carne con sus dientes, saboreando la sangre caliente que mojaba sus labios y chorreaba por su barbilla. Alicia se apartó cuando el hombre se empezó a desplomar lentamente, con los ojos fuera de sus órbitas y sin hacer un solo ruido, hasta quedar en posición fetal, estremeciéndose y con las manos en su entrepierna destrozada.

En ese momento, Alicia sintió unos pasos y vio acercarse a un anciano arrugado y decrépito, que avanzaba a una velocidad sorprendentemente ágil para su aspecto. Se paró delante suyo y le habló con una voz juvenil y pura, casi musical. Ven conmigo.

Alicia siguió tras los pasos del viejo, mientras éste caminaba por el sendero serpenteante y se adentraba en la espesura de aquel exuberante jardín, ubicado en medio de la nada.

miércoles, 18 de julio de 2007

Cinco sentidos

El sonido de las olas al chocar contra la arena de una playa desierta, de las hojas de los árboles al mecerse suavemente a merced del viento, del canto de los pájaros que dan la bienvenida al nuevo día, de la vibración de las cuerdas de un violín al ser tocado por unas manos expertas...

La sensación que producen las caricias de unos amantes entregados al deseo o de un niño al ser abrazado por su madre, el cosquilleo en el estómago de un adolescente enamorado, el escalofrío producido por el contacto del viento contra la piel desnuda...

El olor de un bizcocho recién hecho, de las flores de jazmín que pueblan las macetas de los patios andaluces, de hierba recién cortada, de la mezcla entre sudor y sexo en una pequeña habitación de motel de carretera...

El sabor amargo de un café caliente en una noche fría de invierno, dulce de un caramelo en la boca de un niño pequeño, salado, que queda en los labios después de sumergirse en el agua de la playa, o ácido pero a la vez refrescante del limón después del tequila en una noche de borrachera con los amigos...

La maravillosa visión de millones de estrellas en una noche sin luna, de los dibujos que forman las nubes algodonadas sobre el tapiz azul del cielo, de mariposas sobrevolando un prado inundado de flores multicolor, de la sonrisa sincera del ser amado...

Quería formar parte de todo eso...

... Y por eso se quitó la vida.

domingo, 15 de julio de 2007

Esa canción

Esta noche me siento como solía sentirme mucho tiempo atrás. Esta noche, mi mente y mi cuerpo han decidido ignorar el lazo que los une, e intercambiarlo por un nudo en el que se mezclan rencor y saña. Ella le culpa a él: una canción, ondas sonoras emitidas de forma periódica por un altavoz cualquiera, que han entrado a su oído interno, provocando la alteración de algunas células sensoriales que, a su vez, han activado ciertos neurotransmisores que han hecho que, en ella, acudieran pensamientos que ya creía haber olvidado, y se desatara el torbellino. Él la culpa a ella: ha pasado mucho tiempo, tendría que haberlo superado, él no es culpable de que ella conservara aquellos pensamientos y, en concreto, que los asociara con aquella canción...

En el fondo, ellos saben que eso tan sólo son nimiedades. Lo importante es que ella ha recordado. Y eso ya no se puede parar. Porque ahora él se siente controlado por todas las sensaciones que ella experimenta, y siente miedo: sabe que ella quiere hacerle daño. Sabe que ella recuerda que la cuchilla está guardada al fondo de la cajita de madera, y teme que ella le obligue a repasar las marcas que aún conserva en el interior de su muñeca izquierda. Sabe que ella no necesita el estímulo de la nicotina, pero que es capaz de obligarle a encender un cigarrillo, y hacérselo apagar sobre su piel desnuda.

Él tiene miedo, y por eso escribe. Porque sabe que si se detiene un solo instante, ella le hará recorrer el piso entero para destrozar todos los espejos con los puños: porque ella no quiere ver su dolor resbalando por mi cara en forma de lágrimas; porque ella quiere destrozarle a él y, aunque sabe que eso le dolerá también a ella, le da igual, ya que el dolor que él le pueda causar siempre será inferior al dolor que le causan los recuerdos...

Y por eso escribo, porque temo separar demasiado tiempo los dedos de estas teclas grisáceas ya por el paso de los años, y que ese tiempo sea suficiente para que mis manos rebusquen en la cajita de madera y encuentren la cuchilla que debí tirar mucho tiempo atrás, pero que todavía sigue ahí, envuelta en papel de fumar, con el recuerdo de mi sangre caliente sobre su filo. Porque temo quemarme a propósito con la ceniza de un cigarrillo; porque temo romper los espejos con los puños y clavarme pequeñas agujas de cristal que destrocen mis tendones.

... Y todo, por escuchar esa canción.

viernes, 13 de julio de 2007

Laura y Eva

Laura y Eva se conocían desde siempre. Desde que tenían memoria, siempre habían sido inseparables. Habían ido juntas a la guardería, al colegio y al instituto. Habían ido a facultades diferentes, pero aún así nunca habían perdido el contacto. Habían estado juntas cuando les vino la primera regla, cuando tuvieron su primer novio y cuando perdieron la virginidad. Su vida había sido siempre como en las películas americanas donde las típicas amigas del alma hacen pactos de sangre y juran ser amigas para siempre, hasta el día en el que Eva descubrió que estaba enamorada de Laura.

Fue un día en el que Laura lloraba, por segunda vez en aquel mes, por un chico que le había roto el corazón. Con la cabeza apoyada en su hombro, y sintiendo el pecho de su amiga convulsionarse por los sollozos, Eva tuvo el momentáneo impulso de besar a Laura, pensamiento que rápidamente cobró sentido en su cabeza: era su mejor amiga, necesitaba consuelo y cariño, seguro que se lo agradecía, seguro que, en su fuero interno, lo deseaba. Por eso le besó el pelo, la frente, las lágrimas que resbalaban por su cara, los labios... Y entonces fue cuando Laura, sorprendida, se apartó de su amiga despectivamente, y en un instante olvidó toda su tristeza y le invadió el desconcierto, y Eva, más sorprendida aún por la reacción de Laura, no supo qué decir, y vio cómo ésta se iba de su lado, y sintió que la perdía...

Así que decidió demostrarle que la quería, que ella jamás la trataría como todos los chicos la acababan tratando, que ella la valoraba y sabía lo especial que era... ¿Y qué mejor demostración que protegerla de aquellas personas que le hacían daño?

Sin pensárselo dos veces, cogió el coche y fue hasta la casa del último ex de Laura, por el cual lloraba aquella tarde. Como Laura no tenía coche, Eva la había llevado unos días atrás allí, así que no tuvo dificultad en encontrar el sitio. Mientras pensaba, sentada en su coche, cual sería el siguiente paso, encendió un cigarro. No podía llamar a la puerta como si nada y, como el piso estaba en la planta baja, pensó en colarse por la ventana pero, ¿qué haría luego? Justo cuando esto último cruzaba su mente, por una de las ventanas abiertas apareció una cortina que ondeaba al viento, como invitándola a pasar a la acción. Entonces se le ocurrió. Salió del coche y cogió del maletero una pequeña lata de gasolina que guardaba para emergencias y, después de asegurarse de que no había nadie en la calle, mojó la cortina ligeramente, en vertical. En ese momento, escuchó la voz de un chico desde dentro de la casa, y el odio que sintió la armó de valor. Metió la cortina para adentro, y lanzó lo que quedaba de su cigarro. En un instante, una llamarada se extendió por la cortina, y Eva se apartó pensativa, decidiendo si aquello sería suficiente. Creyó que sí; se sentía eufórica.

Aquella noche, Eva, que siempre había padecido de insomnio, durmió como un bebé. A la mañana siguiente, sábado, se compró el periódico local y se dispuso a dar un paseo por el parque donde Laura solía correr los fines de semana.

Diez minutos después, una ancianita que paseaba con su perro vio estupefacta como, a unos metros de distancia, una joven se lanzaba a la carretera cuando pasaba un autobús. En el suelo, el viento arrastraba un periódico con la noticia de un incendio en un edificio cercano, donde había muerto una pareja de jóvenes.

lunes, 9 de julio de 2007

Reflexiones

Sentada en lo alto de un puente, mirando como los coches pasaban por debajo de sus pies y sintiendo la brisa sobre su piel en aquel atardecer de principios de julio, con la mente en blanco, sin pensar en nada... O quizás, pensándolo todo...

Observando, durante décimas de segundo, los sujetos anónimos que ocupaban aquellos coches; sujetos anónimos poseedores de una personalidad, unos sentimientos... O, si lo prefieres, una amalgama de moléculas dispuestas de una manera ordenada para formar estructuras más complejas, produciendo incesantemente reacciones para constituir lo que solemos llamar alma... Personas que tenían una vida exactamente igual que ella, pero a la vez totalmente diferente; personas que conocían a otras, a las que querían u odiaban, o ninguna de las dos cosas, y que a la vez tenían sus propias vidas, y unos proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que seguramente no significarían nada para ella y consideraría de poca importancia, pero eran proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que hacían que esa persona fuera tal y como era...

Oyendo, a lo lejos, el canto de algunos pájaros, quizás procedentes de tierras más frías, que vivían ajenos a todo aquello, y que sólo se preocupaban de encontrar comida, procrear y tener un nido en condiciones para salvaguardar sus preciados huevos, y no ser devorados por algún pájaro de mayor tamaño... Ajenos a los problemas superfluos de aquellos que se denominaban a sí mismos seres racionales; ajenos a la contaminación del agua, la desertización o la destrucción de la capa de ozono... En fin, a la destrucción de todo aquello que había sido siempre su mundo...

Sentada en lo alto de aquel puente, contemplaba cómo el sol se fundía al contacto con la tierra, cómo las figuras se iban haciendo más borrosas a medida que la oscuridad lo absorbía todo a su alrededor, cómo aquello que había empezado como una suave brisa ahora erizaba el vello de su nuca...

Y entonces se preguntó: ¿debería saltar?