domingo, 29 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (III)

Alicia empezaba a preguntarse qué era lo que iba a encontrar a continuación, cuando el sendero terminó de repente y la vegetación disminuyó hasta hacerse casi inexistente. Delante suyo, se abría un prado alfombrado por un césped verde y luminoso que rodeaba una pequeña casita de madera. Alicia se olvidó del viejo, que parecía estar absorto en el paisaje, y caminó en dirección a la casa. Cuando estaba a unos metros de la puerta, vio aparecer por la parte de atrás una enorme vaca lechera que rumiaba ajena a la curiosidad de Alicia. Ésta subió los escalones que precedían al porche e intentó atisbar por las ventanas, pero estaban cubiertas por gruesas y oscuras cortinas. Finalmente, giró el pomo de la puerta, y ésta se abrió con suavidad.

Entonces fue cuando Alicia comprendió cuales eran los más ocultos deseos de su corazón.

Alicia entró y cerró la puerta tras de sí, y el ruido de ésta al cerrarse provocó un llanto. Cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra de la habitación, Alicia pudo ver que el llanto procedía de una vieja cuna, la única pieza de mobiliario que ocupaba la estancia. Alicia se acercó y pudo ver un bebé de apenas unos meses que lloraba desconsolado, apretando sus pequeños puñitos en el aire. Sin pensarlo dos veces, y siguiendo otro de los ya habituales impulsos que le acometían en aquel extraño lugar, Alicia cogió al bebé y lo empezó a acunar. Y en ese momento, Alicia supo que era su bebé. Era una certeza tan absoluta como que necesitaba oxígeno para vivir; simplemente, lo sabía. No sabía, eso sí, cómo podía haber tenido aquel niño, pero esos detalles no le preocupaban en ese momento; de lo único que estaba segura era de que era hijo suyo, y de que éste había sido fruto del más profundo amor que podía existir entre dos personas.

Una vez el bebé se hubo calmado y con él en brazos, Alicia exploró el resto de la casa, y pudo ver que las sorpresas no habían acabado. Porque mientras miraba las demás habitaciones y los muebles y objetos que había en ellas, supo que aquella era su casa. Como para cerciorarse, dejó a su hijo sobre unos cojines y rebuscó en un armario hasta encontrar una vieja caja de zapatos, que ya sabía que estaba allí y lo que contenía. Así que se sentó al lado del bebé, que se había dormido, y se puso a mirar las fotos de su familia.

Habían pasado tan solo unos minutos cuando Alicia escuchó la puerta principal abrirse, y una voz masculina gritar ¿Hay alguien en casa? Así que dejó la caja abierta en el suelo y acudió en busca del padre de su hijo con éste acurrucado en sus brazos.

Pero entonces, una luz cegadora entró por las ventanas de toda la casa atravesando las tupidas cortinas, y Alicia tuvo que cerrar los ojos para protegerlos del resplandor...

miércoles, 25 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (II)

Alicia siguió a aquel hombre durante lo que le parecieron horas. Aquel jardín parecía no tener fin y, a medida que se internaban en él, la vegetación se hacía cada vez más espesa, hasta que llegó un momento en el que no se podía ver más allá de los árboles que bordeaban el camino.

De repente, en un lugar que a Alicia le parecía idéntico a todos por los que había pasado anteriormente, el viejo se detuvo y le dijo a Alicia que esperase allí, para después desaparecer entre la maleza. Alicia no sabía qué pensar, y empezaba a arrepentirse de haber entrado en aquel lugar cuando oyó unos pasos a su espalda. Se giró a tiempo para ver como una mujer salía de entre los setos, y Alicia se sonrojó tan sólo al mirarla: era la mujer más bella que había visto en su vida. De pelo oscuro, piel clara, ojos grandes y profundos, labios rojos y sensuales... Observándola, Alicia pensó, como le había pasado con aquel hombre, que su rostro le recordaba a alguien, pero no acertó a averiguar a quien. Alicia la contempló sin saber qué hacer, mientras la misteriosa mujer la miraba a su vez. Entonces, Alicia sintió otro de aquellos impulsos incontrolados, y se acercó a la mujer, de la que apenas le separaban unos metros, y la besó.

La besó fuertemente en los labios, y sintió como éstos le devolvían el beso. La besó y la cogió por la cintura, apretando su cuerpo contra el de ella. La besó y, cuando sus lenguas se rozaron, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, que le erizó el vello del cuerpo, que le endureció los pezones, que le humedeció el sexo. Y fue entonces cuando, confundida, se dio cuenta de que nunca antes se había sentido atraída por ninguna mujer, y se preguntó qué debía hacer a continuación. Como respondiendo a aquella pregunta, notó un extraño bulto y, al bajar la vista, vio que la misteriosa mujer sacaba de sus pantalones un descomunal pene. Aquello costaba de creer, y Alicia miró estupefacta a la mujer-hombre que le sonreía dulcemente. Entonces, Alicia pensó que la situación ya era lo bastante extraña como para preocuparse por tonterías, y se dejó llevar...

Cuerpo contra cuerpo, en una mezcla de sudores y otros fluidos, Alicia sentía el aliento de la mujer-hombre en su cuello mientras ésta le embestía con fuerza. Alicia clavó sus uñas en la espalda de la bella hermafrodita pero ésta no pareció notarlo; Alicia orgasmó no una, sino dos veces, y cuando acabaron, Alicia estaba en un estado de extenuación tal que quedó profundamente dormida.

Al despertar unas horas después, el sol brillaba en lo alto del cielo, y Alicia pensó que aquel extraño lugar era atemporal. Nuevamente se encontraba sola, así que se levantó y vio su ropa perfectamente doblada y limpia en el suelo, así que la cogió y comenzó a vestirse. Cuando estaba acabando, notó que el viejo estaba unos metros más adelante, mirándola sonriente. Sin decir una palabra, ambos continuaron su viaje por el sinuoso sendero.

domingo, 22 de julio de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (I)

Alicia se despertó tumbada boca arriba en el asfalto mugriento de una calle desierta. Se incorporó e intentó ubicarse, pero nada de lo que veían sus ojos le sonaba. Era una calle estrecha y sucia, totalmente vacía salvo por algunos coches con pinta de haber sido abandonados hacía mucho tiempo. La carretera estaba cubierta por toda clase de deshechos: desde su posición, Alicia podía ver bolsas, envases, ropa vieja e innumerables objetos que no podía identificar, además de algunos restos de lo que parecían cadáveres de un par de palomas, destrozados seguramente por el paso de algún coche cuando éstos aún se dignaban de pasar por aquel lugar. La calle estaba flanqueada por dos hileras de edificios grises que se caían a pedazos pero, a unos 50 o 60 metros, Alicia pudo ver una especie de verja que desentonaba con el resto del paisaje. Se levantó, y se dirigió hacia allí.

Cuando llegó a la verja, Alicia vio que, a diferencia de todo el mobiliario urbano de aquella calle, ésta era nueva y estaba limpia, como recién pintada, y que cerraba la entrada a lo que parecía un exótico jardín. Era bastante alta, y en la parte superior, unos tridentes amenazadores apuntaban al cielo. Alicia probó suerte y empujó la puerta, y ésta se abrió suave y silenciosamente, así que ella entró y la cerró tras de sí. Cuando había dado apenas unos pasos por el caminillo de tierra que avanzaba serpenteante, una figura masculina apareció a su izquierda, casi de la nada. Era un hombre alto y robusto, de edad indeterminada y cuya cara le resultaba vagamente familiar, y que se plantó delante de ella impidiéndole el paso. Alicia miró sus ojos inexpresivos y el hombre habló con una voz que no denotaba sentimiento alguno, y le dijo: Chúpame la polla. Alicia bajó la vista, y vio como el hombre se desabrochaba los pantalones y sacaba el mencionado miembro, ya en erección. Era grande, oscuro y venoso, y Alicia dudó un instante antes de arrodillarse y comenzar a chupar. Sentía curiosidad por lo que se escondía en aquel extraño jardín.

Empezó lentamente, como siempre lo había hecho, cogiéndola con las dos manos y notando como palpitaba bajo sus dedos. Después, aceleró el ritmo, y notó como la respiración de su dueño se intensificaba. De repente, sintió un súbito impulso que le hizo morder. Mordió con todas sus fuerzas, atravesando la carne con sus dientes, saboreando la sangre caliente que mojaba sus labios y chorreaba por su barbilla. Alicia se apartó cuando el hombre se empezó a desplomar lentamente, con los ojos fuera de sus órbitas y sin hacer un solo ruido, hasta quedar en posición fetal, estremeciéndose y con las manos en su entrepierna destrozada.

En ese momento, Alicia sintió unos pasos y vio acercarse a un anciano arrugado y decrépito, que avanzaba a una velocidad sorprendentemente ágil para su aspecto. Se paró delante suyo y le habló con una voz juvenil y pura, casi musical. Ven conmigo.

Alicia siguió tras los pasos del viejo, mientras éste caminaba por el sendero serpenteante y se adentraba en la espesura de aquel exuberante jardín, ubicado en medio de la nada.

miércoles, 18 de julio de 2007

Cinco sentidos

El sonido de las olas al chocar contra la arena de una playa desierta, de las hojas de los árboles al mecerse suavemente a merced del viento, del canto de los pájaros que dan la bienvenida al nuevo día, de la vibración de las cuerdas de un violín al ser tocado por unas manos expertas...

La sensación que producen las caricias de unos amantes entregados al deseo o de un niño al ser abrazado por su madre, el cosquilleo en el estómago de un adolescente enamorado, el escalofrío producido por el contacto del viento contra la piel desnuda...

El olor de un bizcocho recién hecho, de las flores de jazmín que pueblan las macetas de los patios andaluces, de hierba recién cortada, de la mezcla entre sudor y sexo en una pequeña habitación de motel de carretera...

El sabor amargo de un café caliente en una noche fría de invierno, dulce de un caramelo en la boca de un niño pequeño, salado, que queda en los labios después de sumergirse en el agua de la playa, o ácido pero a la vez refrescante del limón después del tequila en una noche de borrachera con los amigos...

La maravillosa visión de millones de estrellas en una noche sin luna, de los dibujos que forman las nubes algodonadas sobre el tapiz azul del cielo, de mariposas sobrevolando un prado inundado de flores multicolor, de la sonrisa sincera del ser amado...

Quería formar parte de todo eso...

... Y por eso se quitó la vida.

domingo, 15 de julio de 2007

Esa canción

Esta noche me siento como solía sentirme mucho tiempo atrás. Esta noche, mi mente y mi cuerpo han decidido ignorar el lazo que los une, e intercambiarlo por un nudo en el que se mezclan rencor y saña. Ella le culpa a él: una canción, ondas sonoras emitidas de forma periódica por un altavoz cualquiera, que han entrado a su oído interno, provocando la alteración de algunas células sensoriales que, a su vez, han activado ciertos neurotransmisores que han hecho que, en ella, acudieran pensamientos que ya creía haber olvidado, y se desatara el torbellino. Él la culpa a ella: ha pasado mucho tiempo, tendría que haberlo superado, él no es culpable de que ella conservara aquellos pensamientos y, en concreto, que los asociara con aquella canción...

En el fondo, ellos saben que eso tan sólo son nimiedades. Lo importante es que ella ha recordado. Y eso ya no se puede parar. Porque ahora él se siente controlado por todas las sensaciones que ella experimenta, y siente miedo: sabe que ella quiere hacerle daño. Sabe que ella recuerda que la cuchilla está guardada al fondo de la cajita de madera, y teme que ella le obligue a repasar las marcas que aún conserva en el interior de su muñeca izquierda. Sabe que ella no necesita el estímulo de la nicotina, pero que es capaz de obligarle a encender un cigarrillo, y hacérselo apagar sobre su piel desnuda.

Él tiene miedo, y por eso escribe. Porque sabe que si se detiene un solo instante, ella le hará recorrer el piso entero para destrozar todos los espejos con los puños: porque ella no quiere ver su dolor resbalando por mi cara en forma de lágrimas; porque ella quiere destrozarle a él y, aunque sabe que eso le dolerá también a ella, le da igual, ya que el dolor que él le pueda causar siempre será inferior al dolor que le causan los recuerdos...

Y por eso escribo, porque temo separar demasiado tiempo los dedos de estas teclas grisáceas ya por el paso de los años, y que ese tiempo sea suficiente para que mis manos rebusquen en la cajita de madera y encuentren la cuchilla que debí tirar mucho tiempo atrás, pero que todavía sigue ahí, envuelta en papel de fumar, con el recuerdo de mi sangre caliente sobre su filo. Porque temo quemarme a propósito con la ceniza de un cigarrillo; porque temo romper los espejos con los puños y clavarme pequeñas agujas de cristal que destrocen mis tendones.

... Y todo, por escuchar esa canción.

viernes, 13 de julio de 2007

Laura y Eva

Laura y Eva se conocían desde siempre. Desde que tenían memoria, siempre habían sido inseparables. Habían ido juntas a la guardería, al colegio y al instituto. Habían ido a facultades diferentes, pero aún así nunca habían perdido el contacto. Habían estado juntas cuando les vino la primera regla, cuando tuvieron su primer novio y cuando perdieron la virginidad. Su vida había sido siempre como en las películas americanas donde las típicas amigas del alma hacen pactos de sangre y juran ser amigas para siempre, hasta el día en el que Eva descubrió que estaba enamorada de Laura.

Fue un día en el que Laura lloraba, por segunda vez en aquel mes, por un chico que le había roto el corazón. Con la cabeza apoyada en su hombro, y sintiendo el pecho de su amiga convulsionarse por los sollozos, Eva tuvo el momentáneo impulso de besar a Laura, pensamiento que rápidamente cobró sentido en su cabeza: era su mejor amiga, necesitaba consuelo y cariño, seguro que se lo agradecía, seguro que, en su fuero interno, lo deseaba. Por eso le besó el pelo, la frente, las lágrimas que resbalaban por su cara, los labios... Y entonces fue cuando Laura, sorprendida, se apartó de su amiga despectivamente, y en un instante olvidó toda su tristeza y le invadió el desconcierto, y Eva, más sorprendida aún por la reacción de Laura, no supo qué decir, y vio cómo ésta se iba de su lado, y sintió que la perdía...

Así que decidió demostrarle que la quería, que ella jamás la trataría como todos los chicos la acababan tratando, que ella la valoraba y sabía lo especial que era... ¿Y qué mejor demostración que protegerla de aquellas personas que le hacían daño?

Sin pensárselo dos veces, cogió el coche y fue hasta la casa del último ex de Laura, por el cual lloraba aquella tarde. Como Laura no tenía coche, Eva la había llevado unos días atrás allí, así que no tuvo dificultad en encontrar el sitio. Mientras pensaba, sentada en su coche, cual sería el siguiente paso, encendió un cigarro. No podía llamar a la puerta como si nada y, como el piso estaba en la planta baja, pensó en colarse por la ventana pero, ¿qué haría luego? Justo cuando esto último cruzaba su mente, por una de las ventanas abiertas apareció una cortina que ondeaba al viento, como invitándola a pasar a la acción. Entonces se le ocurrió. Salió del coche y cogió del maletero una pequeña lata de gasolina que guardaba para emergencias y, después de asegurarse de que no había nadie en la calle, mojó la cortina ligeramente, en vertical. En ese momento, escuchó la voz de un chico desde dentro de la casa, y el odio que sintió la armó de valor. Metió la cortina para adentro, y lanzó lo que quedaba de su cigarro. En un instante, una llamarada se extendió por la cortina, y Eva se apartó pensativa, decidiendo si aquello sería suficiente. Creyó que sí; se sentía eufórica.

Aquella noche, Eva, que siempre había padecido de insomnio, durmió como un bebé. A la mañana siguiente, sábado, se compró el periódico local y se dispuso a dar un paseo por el parque donde Laura solía correr los fines de semana.

Diez minutos después, una ancianita que paseaba con su perro vio estupefacta como, a unos metros de distancia, una joven se lanzaba a la carretera cuando pasaba un autobús. En el suelo, el viento arrastraba un periódico con la noticia de un incendio en un edificio cercano, donde había muerto una pareja de jóvenes.

lunes, 9 de julio de 2007

Reflexiones

Sentada en lo alto de un puente, mirando como los coches pasaban por debajo de sus pies y sintiendo la brisa sobre su piel en aquel atardecer de principios de julio, con la mente en blanco, sin pensar en nada... O quizás, pensándolo todo...

Observando, durante décimas de segundo, los sujetos anónimos que ocupaban aquellos coches; sujetos anónimos poseedores de una personalidad, unos sentimientos... O, si lo prefieres, una amalgama de moléculas dispuestas de una manera ordenada para formar estructuras más complejas, produciendo incesantemente reacciones para constituir lo que solemos llamar alma... Personas que tenían una vida exactamente igual que ella, pero a la vez totalmente diferente; personas que conocían a otras, a las que querían u odiaban, o ninguna de las dos cosas, y que a la vez tenían sus propias vidas, y unos proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que seguramente no significarían nada para ella y consideraría de poca importancia, pero eran proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que hacían que esa persona fuera tal y como era...

Oyendo, a lo lejos, el canto de algunos pájaros, quizás procedentes de tierras más frías, que vivían ajenos a todo aquello, y que sólo se preocupaban de encontrar comida, procrear y tener un nido en condiciones para salvaguardar sus preciados huevos, y no ser devorados por algún pájaro de mayor tamaño... Ajenos a los problemas superfluos de aquellos que se denominaban a sí mismos seres racionales; ajenos a la contaminación del agua, la desertización o la destrucción de la capa de ozono... En fin, a la destrucción de todo aquello que había sido siempre su mundo...

Sentada en lo alto de aquel puente, contemplaba cómo el sol se fundía al contacto con la tierra, cómo las figuras se iban haciendo más borrosas a medida que la oscuridad lo absorbía todo a su alrededor, cómo aquello que había empezado como una suave brisa ahora erizaba el vello de su nuca...

Y entonces se preguntó: ¿debería saltar?

martes, 3 de julio de 2007

.. Y cambio (II)

Había llegado la hora de ir más allá, de dar el siguiente paso. Después de muchos meses observándola en su más profunda intimidad, había llegado la hora de compartirla con ella.

Esta conclusión la había sacado a partir de una de sus insinuaciones. Durante meses, sus miradas, o el hecho de que dejara la cortina descorrida cada vez que se masturbaba para que él la observara, le habían animado a seguir esperando y a no perder la esperanza de que el día en que podrían empezar una relación real llegaría pronto. Porque él no era como esos locos, que creen que la presentadora del telediario de la noche, o esa actriz pechugona que sale en la peli de moda están locamente enamoradas de ellos, y que mantienen una relación íntima y especial; él sabía que entre ellos no había nada, y que lo que habían compartido hasta entonces no significaba que la tuviera, que fuera suya. Y eso le molestaba. Sabía que él despertaba deseo en ella, pero aún no había llegado a sentir nada sólido por él. Por eso se enfurecía cada vez que pensaba que cualquier día, cualquier noche, podría conocer a algún marica que apestase a colonia que podría follársela y ella, como mujer que era, se enamoraría perdidamente de él, y ya estaría todo jodido. Por eso, el momento de pasar a la acción no podía ser más oportuno; ella, como siempre, había sabido escogerlo a la perfección.

Todo había ocurrido aquella mañana. Ella siempre desayunaba en un bar cercano a la casa de ambos, un zumo de melocotón y un donut. A ella no le gustaba el café. Él, que se levantaba una media hora antes de lo habitual para poder verla cada mañana, se sentaba a unas mesas de distancia a tomarse un cortado y a observarla. Ella nunca le hacía el menor caso; era parte de su juego. Pero aquella mañana de viernes, la cosa había cambiado. Una musiquilla cantarina y estridente había anunciado una llamada de móvil que ella se había apresurado a contestar. Como siempre que escuchaba su voz, él había sentido un cosquilleo en el estómago. Al parecer se trataba de una amiga. Hablaron durante unos minutos de trivialidades, y al acabar la conversación parecía que su amiga le había propuesto quedar aquella noche. Ella había rechazado la oferta, argumentando que se quedaría en casa toda la noche puesto que estaba muy cansada. Esa fue la primera señal. Después de colgar, pagó la cuenta y, al pasar justo por delante de su mesa, dejó caer – estaba claro que lo hizo intencionadamente – una carpeta llena de papeles, que se desperdigaron por el suelo. Él, rápidamente, se agachó a su lado para ayudarla a recogerlos, y al darle las gracias, ella le dirigió una sonrisa cargada de segundas intenciones. No era muy difícil ligar todos los hilos: había llegado el momento, e iba a ser aquella noche.

A las 12 en punto, ella apagó la luz de su habitación, y ésa fue la señal. Mientras salía de su portería y cruzaba la calle para dirigirse a su casa, no podía dejar de imaginar lo que pasaría aquella noche, aunque la verdad era que había soñado tantas veces con aquel momento que iba a ser difícil dejar nada a la imaginación. No picó al timbre; al encontrar la puerta del portal entreabierta, lo interpretó como otra señal, y decidió darle una sorpresa. Subió a pie los dos pisos que le separaban del paraíso, puesto que estaba demasiado nervioso para esperar el ascensor. Al llegar a la puerta, decidió que tampoco se detendría aquí. Sacó su tarjeta de la biblioteca, intacta desde su juventud – de hecho, se sorprendió de llevarla todavía ahí – y la introdujo por la ranura entre la puerta y el marco. No había echado la llave, y la puerta se abrió con un clic: se estremeció al comprobar que ya le esperaba. Entró, y cerró la puerta lo más delicadamente posible. Después, se dirigió hacia el pasillo, decidido a mirar en todas las habitaciones, ya que no se orientaba tan bien como para saber cuál era la suya. Gracias al calor estival, ella había dejado las persianas levantadas para que entrara aire y la luz de las farolas le dejaba ver un poco.

Hacia la mitad de su recorrido, le pareció escuchar unos gemidos que procedían de la habitación del fondo, y se sorprendió de que ella hubiera empezado la fiesta sin él. Pero después escuchó, ya más claramente, un susurro y unas risas. No podía ser: había alguien con ella. Confundido, volvió sobre sus pasos. ¿Qué pretendía? Sus indicaciones estaban claramente dirigidas a aquella noche así que, ¿qué significaba todo aquello? Y entonces lo comprendió todo: ella quería que él lo supiera. Había conocido a un jodido capullo, y era así como quería que él se enterase, pensando tal vez que eso le haría irse de allí, y se quitaría el problema de contárselo cara a cara. Pues estaba muy equivocada.

Volvió al comedor y encontró la puerta que daba a la cocina, y abrió todos los cajones hasta encontrar lo que buscaba. Después, se internó de nuevo en el pasillo y lo recorrió hasta llegar a la última puerta, que estaba abierta. Gracias a la tenue luz que entraba por la ventana, vislumbró dos figuras, una masculina y una femenina. Se abalanzó sobre la masculina, derribando algunos objetos a su paso y acompañado de un grito agudo. Un forcejeo, seguido de algunos golpes, acabaron por dejar estirado a su oponente, momento que él aprovechó para clavar en él, no una sino varias veces, un cuchillo de considerables dimensiones. Después de quedarse satisfecho, y con el aliento acelerado, se paró, y dirigió su mirada hacía la figura femenina agazapada en una esquina de la habitación, sollozando. Entonces vislumbró su cara, y vio en ella a una mujer sudamericana y entrada en la treintena.

Por segunda vez aquella noche, creyó comprenderlo todo, y esta vez no se equivocaba: se había confundido de piso.