sábado, 17 de marzo de 2012

Resaca dulce



Sentada en su sillón favorito, con la mirada perdida entre los hilos de la cortina que cubría la ventana y con una humeante taza de café entre sus manos, sonreía.

Tenía todo el cuerpo dolorido y la cabeza le daba vueltas. El pelo, impregnado con un intenso olor a humo, yacía sobre su cabeza apretujado en un pequeño moño. Su cara, maltrecha, aún contenía restos de maquillaje que no lograba cubrir las intensas sombras oscuras que habían aparecido bajo sus ojos. Las uñas que, de vez en cuando, repiqueteaban sobre la taza habían perdido gran parte de su esmalte rojo. Pero, de todas formas, ella sonreía.

Había sido un día largo. No había dormido desde la mañana anterior, cuando se había despertado a las seis y media para ir a trabajar. Pero la noche había sido más larga aún.

No recordaba prácticamente nada de lo que había pasado. Se vio aí misma, cenando con una amiga a la salida del trabajo. Las dos botellas de vino que se bebieron en la cena empezaron a nublar ligeramente los acontecimientos posteriores. Bar, música, risas, alcohol. Nuevo bar, baile, hombres, más alcohol. Luces. Ruido.

Un casi imperceptible crujido que provenía de su habitación la hizo salir de su ensimismamiento. Se levantó y caminó con sus pies descalzos sobre el frío suelo de granito en un intento de calmar el dolor que sentía por culpa de los tacones. En el alféizar de la puerta, se paró y contempló la figura que yacía dormida bajo un mar de mantas, en su cama.

Nunca una resaca había sido tan dulce.

lunes, 30 de mayo de 2011

Rojo



No era un rojo demasiado brillante, ni demasiado oscuro. Era el rojo perfecto: suave, sin ser mate pero tampoco muy brillante; ése que queda bien a todo el mundo y el que todo el mundo se imagina cuando piensa en un pintalabios rojo.

Ella se lo aplicó cuidadosamente, empezando por el centro y perfilando hacia fuera, luego rellenando el resto con hábiles trazos. Primero el labio superior, luego el inferior. Observó sus labios un segundo, y de nuevo los retocó aquí y allá mientras abría la boca para llegar a las comisuras y la cerraba para ver el resultado.

Yo, mientras tanto, la observaba embelesada. Había terminado de arreglarme hacía unos minutos y no había podido resistirme a la visión de aquel rojo que hacía sus labios de terciopelo.

Ella se dio cuenta de mi atención mientras observaba, por enésima vez, su propio reflejo en el espejo, y girándose hacia mí me preguntó: ¿quieres un poco?

Miré sus labios rojos un instante y, sin saber qué decir, asentí con la cabeza.

Ella se acercó hacía mí y, mientras yo hacía ademán de coger el pintalabios de su mano, acercó sus labios rojos a los míos y me besó.

Alguna que otra vez me había imaginado besando a otra chica. Imaginaba que sería más o menos igual que con un chico porque, al fin y al cabo, tan sólo era un beso. Pero en el mismo instante en que sus labios se entrelazaron con los míos me di cuenta de cuan equivocada estaba.

Sus labios eran suaves, delicados y tiernos y, aunque se me pasó por la mente que debía estar arruinando el maravilloso pintalabios rojo, no me importó lo más mínimo. Le devolví el beso con toda la dulzura que fui capaz, pero a la vez ansiando que no terminara nunca.

Así que, cuando introdujo su lengua en mi boca, la recibí con anhelo y la fundí con la mía en un beso que ya no era beso, sino una explosión de sensaciones conocidas y nuevas, pero infinitamente mejores a todas las que había sentido hasta aquel momento.

Durante aquellos segundos sólo existíamos nosotras y nuestro beso, y el resto de la habitación y del mundo entero habían perdido todo el sentido que pudieran tener. Con los ojos cerrados, sentí como si mi cuerpo flotara por el aire y, de repente, necesité abrirlos para asegurarme de que mis pies seguían pegados al suelo.

Así que los abrí, y lo primero que vi fueron sus labios rojos, perfectos e intactos y con una mueca extraña que no supe descifrar, mientras sus ojos oscuros me miraban inquisitivamente y su mano me tendía el ya olvidado pintalabios rojo.

- ¿Quieres un poco?

martes, 7 de abril de 2009

Turnos


Nuestras caras se aproximaron como impulsadas por un resorte, como si en cada una de ellas estuviera el polo opuesto de un imán, como si formaran parte de un acto reflejo. Y, mientras se acercaban, mis ojos se perdían en lo más profundo de tus ojos, sin mirar nada más allá: ni tus mejillas sonrosadas por el calor que hacía en aquella habitación de apenas cuatro metros cuadrados, ni en tu pelo que unos segundos antes habías revuelto, ni en tus labios carnosos y entreabiertos.

Nuestras caras se aproximaron hasta quedar a sólo unos centímetros de distancia, y sólo existían tu cara y la mía en nuestras mentes, en aquella habitación y en el mundo entero. Casi podía rozar la punta de mi nariz con la tuya; podía notar el aire que movían tus pestañas cuando parpadeabas; mi aliento se mezclaba con el tuyo como si en realidad fueran uno solo.

Ensimismada como estaba en captar cada uno de los detalles que tu proximidad me ofrecía, perdí la noción del tiempo.

Y, de repente, uno de los dos o quizás los dos a la vez, recorrimos los últimos milímetros que nos faltaban para entrelazar nuestros labios y un escalofrío recorrió mi cuerpo desde mi nuca hasta la punta de mis pies. Me sentía como si hubiese estado en pleno desierto y acabara de encontrarme con la primera fuente de agua en quilómetros, y mi sed era insaciable. Saboreé cada rincón de esa cara y de esa boca como si nunca antes hubiera tenido papilas gustativas. Hubo un momento en el que creí que nuestras pieles se habían fundido y que aquel rostro que besaba formaba parte del mío.

Así que mis labios decidieron explorar un poco más, y se deslizaron por tu cuello mientras mis dedos apartaban cada uno los obstáculos que alejaban mi boca de tu cuerpo. Continué bajando, deteniéndome en cada rincón y en cada curva, sintiendo tu respiración agitada y los escalofríos que recorrían tu piel cuando mis labios la rozaban.

Cuando llegué a la parte más sensible de tu ser, tu cuerpo, agradecido, estalló en una explosión de genuino placer.

Y, entonces, feliz por saberte profundamente satisfecho, me recosté sobre las sábanas a tu lado y relajé cada uno de los músculos de mi cuerpo, mirándote a los ojos con lujuria, consciente de que había llegado mi turno.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Empatía (III)


Pasaron los días, las semanas… Y poco a poco se me fue olvidando lo ocurrido. No es que no hubiera intentando encontrármela de nuevo; de hecho, había analizado minuciosamente lo que había hecho aquel día al llegar al metro (qué hora exacta era, en qué vagón y por qué puerta me había subido…) para repetirlo y, con un poco de suerte, verla de nuevo. Probé ese sistema durante un par de días pero al ver que no daba resultado probé otros, como coger el siguiente metro que pasara (por si ella se había dormido) o el anterior (por si había madrugado), o dejar pasar un par, o adelantarme bastante a mi hora habitual.

Dicho así suena un poco paranoico, pero debes comprenderlo: hacía muchos años que me ocurría aquello y era la primera vez en toda mi vida que creía haber encontrado a alguien como yo. Me hubiera encantado hablar con ella y preguntarle si le pasaba desde hacía mucho, que cómo lo había descubierto, que qué sentía… Y, de la misma manera, abrirme con ella y contarle mis experiencias también; porque la verdad era que nunca se lo había confesado a nadie. Por miedo al rechazo, o a que pensaran que estaba majareta, o por vergüenza, o por miedo a que se sintieran incómodos en mi presencia (quizás pensaran que, de ser verdad, podría pasarme con ellos). Aunque ahora que lo pienso, creo que lo único por lo que realmente no lo había hecho era por miedo a que fuera quien fuera quien lo supiera, lo contara y yo me convirtiese en el hazmerreír de todo el mundo. Mirad, dirían, la loca que lee la mente, jajaja.

El caso es que llegó un día en el que al levantarme por la mañana no pensé en la estrategia que seguiría aquel día. Y ese día fue precisamente el día en que la volví a ver.

Iba leyendo en el metro, tan concentrada que no me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor. Si un libro me gusta realmente, me concentro tanto que pierdo la noción del tiempo, y muchas veces he llegado tarde al trabajo porque se me ha pasado la parada. Pues bien, como decía, estaba leyendo y en un momento dado levanté la cabeza para mirar qué parada era la siguiente y así ver cuánto me quedaba. Precisamente, la parada era la misma en la que se había bajado ella, y entonces me acordé y miré a mi izquierda, esperando encontrármela allí con su pelo naranja, su ropa extravagante y su música. ¡Y allí estaba! ¡Y me estaba mirando! Todo pasó en unos segundos: en los que, mientras recobraba la compostura (es decir, cambiaba la cara de boba que debía de haber puesto al verla), noté que el metro paraba y ella me aguantaba la mirada hasta justo antes de bajar. No me dio tiempo a pensar qué había pasado ni qué demonios estaba haciendo cuando me vi abriéndome paso a trompicones para salir por la puerta antes de que se cerrara.

Y salí. No sabía en qué dirección había ido, así que me puse de puntillas para mirar por encima de la multitud mientras recibía los codazos y empujones de todos los que pasaban por mi lado. Al final me pareció vislumbrar un destello naranja de su pelo y hacia allí me dirigí. Fue en ese momento, cuando me peleaba intentando acortar distancias, cuando recobré la razón y me pregunté qué estaba haciendo. Vale, sí, estaba persiguiendo a la chica empática pero, en el hipotético caso de que lograra alcanzarla… ¿qué? No sé, le soltaría algo en plan: Hey, ¿me has leído el pensamiento? Entonces fue cuando me sentí totalmente ridícula, persiguiendo adolescentes como una lesbiana-pedófila-obsesionada. Pensé también en qué excusa pondría al llegar al trabajo (el retraso del metro o el despertador estropeado ya lo había usado varias veces) y en que si a aquellas alturas decidía volver atrás, es decir, a contracorriente, aquello podría acabar en un sangriento asesinato por parte de todos aquellos que me empujaban desesperados por salir a la superficie. Pero por segunda vez en unos minutos, algo inesperado hizo que no tuviera tiempo de pensar en nada más.

De repente estaba a mi lado. Sí, como lo lees: la tenía tan sólo a unos centímetros a mi derecha y, como yo, se había parado en mitad del andén. Y me miraba. No supe qué decirle, qué hacer, así que me quedé allí plantada, demasiado sorprendida como para que se me ocurriera algo coherente. De todas formas, no hizo falta, ya que ella habló primero. Hablaba bajito y me costaba entenderla con el ruido de la gente y del nuevo metro que llegaba, así que me aproximé un poco más a ella.

Después de que se desarrollaran los acontecimientos que te estoy explicando, mi mente era un torbellino que no podía dejar de pensar en los minutos (o segundos, tal vez) que pasé en compañía de la chica. En sus palabras y en su significado, y en la relación que todo aquello tenía conmigo. No sabía si el ruido generado en el andén había ahogado sus palabras y mi cerebro había imaginado lo que había dicho, pero el caso es que yo juraría haberla oído decir: Tú tienes la culpa, para inmediatamente después saltar a las vías de metro y desaparecer tras el convoy que nada podía hacer ya para evitar la tragedia.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Empatía (II)


Como cada mañana, cogí el metro para ir a trabajar. El edificio donde está mi oficina se encuentra en el centro de la ciudad, y llegar allí en coche es un caos que siempre prefiero evitar. Así que, como ya he dicho, estaba en el metro y, aunque acostumbraba a pasar los tediosos minutos de viaje leyendo, aquel día no leía nada. La verdad, no recuerdo porqué. El caso es que me entretenía observando a los demás pasajeros... Me gusta observar a las personas e intentar adivinar, por su edad y su aspecto, la clase de vida que deben llevar. Puede parecer una tontería, pero me resulta curioso el hecho de que la gran mayoría de las personas seamos unos egocéntricos, cuando casi todos tenemos las mismas aficiones, pensamientos, problemas... En fin, que estaba yo sumergida en estas y otras elucubraciones cuando mi vista se posó en una adolescente que escuchaba música unos metros a la izquierda de donde yo me encontraba. Tenía el pelo teñido de naranja zanahoria y las orejas llenas de pendientes. Vestía de forma extraña, con multitud de piezas de ropa superpuestas, todas con estampados distintos. Me causó simpatía por eso mismo, por tener estilo propio (algo difícil de encontrar hoy en día) y por su pequeña carita llena de pecas. Pero pronto cambié de opinión.

Debió notar que la miraba, porque pronto dirigió su vista hacia mí. Seguramente pensó, por mi estilo formal y mi cara seria, que la había estado observando con reprobación. Yo intenté esbozar un asomo de sonrisa para disipar toda clase de dudas, pero algo se me adelantó. Era como si la conexión de empatía se hubiera generado, pero no podía ser: yo no sentía nada de nada. Pero, mientras miraba aquellos ojos anormalmente brillantes, noté una especie de mareo y la cabeza como obnubilada... ¡Era ella la que sentía, era ella la empática! Duró tan sólo unos instantes, y entonces el metro paró y ella, todavía sin apartar la vista de mí y con cara de pocos amigos, se bajó.

Pasé el resto del viaje pensando en ello... ¡Ya sabía cómo se sentían las personas cuando era yo quien las miraba! No podía evitar sentirme tremendamente vulnerable y avergonzada... ¿Qué era lo que había visto? Tal vez había notado mi agrado hacia ella o tal vez la sorpresa, aunque su cara no hubiera demostrado ningún signo de simpatía... ¡Tal vez había visto que yo también podía hacerlo! Me sentía enfadada con ella por haber violado mi intimidad, pero a la vez profundamente intrigada, pues por fin había encontrado a alguien con quien compartir aquella experiencia que no me había atrevido a confesar a nadie. Cuando el metro llegó a mi destino y me bajé, mi único pensamiento era el de volver a encontrar a aquella chica.

martes, 24 de febrero de 2009

Empatía (I)


Siempre he tenido la capacidad de ponerme en la situación de los demás, sentir lo que ellos sienten y poder así encontrar, de alguna manera, la lógica de sus reacciones. Sí, ya sé, no es algo nada fuera de lo normal, es la empatía, una cosa que nos enseñan nuestros padres desde pequeñitos cuando nos dicen eso de: No hagas nada que no te gustaría que te hicieran a ti, aunque por aquel entonces no sepamos llamarlo por su nombre. Pero el caso es que mi empatía es algo especial.

Desde mucho antes de lo que puedo recordar, he sido capaz de aislarme de mi propio cuerpo y penetrar en el ajeno, donde una amalgama de sensaciones y sentimientos extraños me invaden de repente. Pese a que explicado así suene más como una trasmigración, no es nada tan místico. Seguramente será que tengo alguna habilidad especial en interpretar las expresiones o los gestos de las personas... aunque cuando me pasa, esa explicación es la última que pasa por mi cabeza.

Como ya he mencionado, no es algo que me pase habitualmente... Aunque quizás sería mejor decir que no es algo que yo pueda controlar. Normalmente, cuando miro a alguien a la cara te puedo decir si está triste, alegre, enfadado, aburrido... Es decir, algo que podrían llegar a saber todas las personas si se interesaran en algo más que por ellos mismos. Pero en contadas ocasiones, sabría nombrarte con absoluta certeza cada una de las emociones que pueblan la mente de alguien... Si esas sensaciones pueden ser explicadas, o yo las puedo distinguir. Porque muchas de esas veces me siento tan embriagada por el cúmulo de percepciones que apenas puedo salir de mi confusión.

Tan sólo imagina que, de repente, sientes como una especie de conexión que te une a otra persona, como cuando hablas con alguien y notas que os une alguna clase de vínculo, y que, sin previo aviso, puedas ver el mundo desde sus ojos... metafóricamente hablando, claro. En ese momento, sus sentimientos se mezclan con los tuyos: quizás sea un buen día y te sientas feliz y, súbitamente, una inmensa pena invada tu alma... O al revés; o tal vez sientas rabia, envidia, lujuria durante unos segundos, y entonces la conexión se corte y vuelvas a ser tú otra vez. No es algo fácil de explicar.

Supongo que al principio no entendía muy bien qué era aquello, pero al final me acabé acostumbrando y dejé de tener miedo a que me pasara. Fue entonces cuando pude analizarlo y averiguar si era producto de mi imaginación o no... Cosa que todavía no tengo demasiado clara. Porque sería muy fácil saberlo si se diera con amigos, familiares, conocidos... Y, además, sería muy útil, puesto que todos me considerarían una persona sensible y perceptiva, que sabe apreciar sus sentimientos y compartirlos con ellos. Pero como dice mi madre, no se puede tener todo en esta vida, y mi don, además de incómodo (no lo puedo saber con certeza, pero siempre creo que las personas notan que yo sé lo que sienten) e inoportuno (siempre ocurre cuando menos me lo espero y en las situaciones menos indicadas), es selectivo: todas las veces que se ha dado, ha sido con completos desconocidos.

Tal vez pienses que hace mucho tiempo que vengo necesitando una buena sesión de psicoterapia, pero no me importa. Si lo prefieres, no sigas leyendo; pero ahora te contaré algo que me pasó hace algún tiempo...

martes, 17 de febrero de 2009

Androfobia


De repente, mientras observaba la ciudad pasar a través del cristal del autobús, se dio cuenta de que temía a los hombres. Pero no de la misma forma como había temido a aquel hombre que se había acercado el otro día por la calle y que tenía una pinta un tanto extraña. Temía a los hombres, a todos y cada uno de ellos, sólo por el hecho de ser del sexo masculino.

Perpleja por aquel repentino descubrimiento, intentó indagar en su mente para intentar esclarecer esa súbita conclusión que acababa de aparecérsele como por arte de magia. Ella era heterosexual. Había estado, sin pecar de presunción, con bastantes hombres. ¿A qué venía todo aquello? Era cierto que llevaba varios meses sin estar con nadie. También era cierto que cada vez le apetecían menos los rollos de una sola noche. Pero eso, en todo caso, indicaría que se hallaba en una nueva etapa de su vida en la que prefería la estabilidad de una relación duradera, ¿no?

Aunque, ahora que lo pensaba, últimamente se había mostrado un poco rara en su actitud con los hombres. Como toda mujer, le gustaba que los hombres se fijasen en ella, y el que alguno se le insinuara, aunque no fuera su tipo, siempre le sentaba bien a su autoestima. Pero, desde hacía un tiempo a pesar de que no habría podido precisar cuánto, todo eso había cambiado. Cada vez que un hombre empezaba a ligar con ella se sentía incómoda y más de una vez se había sorprendido dando un respingo cuando alguno de sus compañeros de trabajo le ponía una mano en el brazo o en la espalda.

Todavía sin acabar de creerse sus propios pensamientos, se cabreó consigo misma. Se sentía estúpida y decidió que tenía que acabar con aquellas tonterías inmediatamente. Y, como si los dioses hubieran escuchado su decisión, en la parada que acababa de hacer el autobús se había subido un hombre convenientemente atractivo. Lo observó mientras él se acercaba, guardando su billete en la cartera, y determinó que realmente era su tipo. Era alto, moreno, de facciones marcadas y vestía un impecable traje azul oscuro. Siempre le habían puesto los hombres con traje. Cuando él levantó la vista buscando algún lugar donde sentarse, su mirada se cruzo con la de ella, que la apartó rápidamente, sonrojándose. Unos segundos después, él ocupaba el asiento de su derecha a pesar de que el autobús iba casi vacío.

Ella se arriesgó: tenía que solucionar aquello cuanto antes. Así que, dispuesta a entablar conversación, le preguntó la hora y, divagando un poco sobre las recientes y pronunciadas variaciones atmosféricas, consiguió intercambiar con él frases algo más profundas hasta que el diálogo concluyó en decidir si iban a su casa o a la de él. Finalmente acabaron en la de él porque estaba más cerca y porque, si las cosas se torcían, siempre podía salir corriendo. Aunque, por el momento, todo iba a pedir de boca, y pronto sus preocupaciones anteriores se habían esfumado de su cabeza.

Ciertamente, pronto pudo descubrir que aquel desconocido – pues no se le había ocurrido ni preguntarle el nombre – besaba bastante bien. A decir verdad, mientras lo besaba se sintió en el cielo y se preguntó por qué coño había estado tanto tiempo sin echar un polvo. Pero, de repente, la mano que luchaba por desabrochar su blusa ya no le pareció tan excitante. En aquel instante le parecía que su blusa estaba muy bien donde estaba, y sus besos ya no le resultaron tan maravillosos. Él insistía, quizás pensando que su resistencia se debía tan solo a alguna clase de juego, pero ella no bromeaba. Su fogosidad inicial había dado paso a una fuerte angustia que le impedía pensar con claridad. Desesperada por quitarse de encima a aquel tío que seguía acosándola, tanteó a su alrededor hasta asir lo que parecía una lámpara, con la que le golpeó fuertemente una y otra vez hasta que quedó inmóvil sobre su cuerpo.

Tiró la lámpara al suelo y le empujó para que rodara al otro lado de la cama. Lo observó, ahí quieto, con los ojos muy abiertos y con la cabeza y la camisa cubiertas de sangre. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que gastarse una pasta en un puto psicólogo para que le curara la androfobia?

domingo, 15 de febrero de 2009

Noche fría


Anoche hacía demasiado frío como para dormir sola, así que me metí bajo las sábanas de tu cama y me acurruqué contra la calidez de tu cuerpo dormido. Permanecimos así durante unos minutos, hasta que tú te moviste y te sobresaltaste al notar una presencia a tu lado. Pero te bastaron unos segundos para oler mi perfume y saber que era yo, y entonces tus músculos se destensaron y buscaste mi calor tal como yo buscaba el tuyo.

Tus manos recorrieron a tientas cada uno de mis más escondidos recovecos, como si buscasen, qué se yo, el arca perdida de mis más oscuros secretos. Tus dedos rozaron el límite que separa mi alma y mi cuerpo, y lo hicieron con tanta fuerza que pensé que lo romperían y yo me quedaría permanentemente sumergida en aquel limbo de placer. Tus labios saciaron su sed en el cáliz de mi cuerpo, mientras mi mente suplicaba para que aquellos instantes no se acabaran nunca o que, mejor aún, quedaran perdidos en un bucle temporal que nos los hiciera revivir una vez tras otra…

Pero qué lástima que todo aquello no fuera real y sólo existiera en mis pensamientos.

Y qué lástima que esta noche haga demasiado frío como para dormir sola.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Incendio


A. trató de serenarse. Tenía que hacer algo rápido, antes de que fuera demasiado tarde. Su mente funcionaba a toda velocidad, contemplando las diferentes posibilidades que ya había considerado tan sólo unos minutos antes y descartándolas todas tal y como había terminado haciendo antes también. La única solución que se le ocurría, aunque se dijera a sí misma que tenía que haber otra, era incendiar la facultad.

A. había tenido un examen aquella misma mañana que no le había ido demasiado bien. A decir verdad, estaba convencida de que iba a suspender, pero aquél era un lujo que no podía permitirse pues, si suspendía una sola asignatura más, sería privada de su beca. Beca que A. había conseguido con sudor, esfuerzo y más de un tedioso (aunque efectivo) trabajito oral de persuasión que le habían destrozado las rodillas. Suerte que, poco después, descubrió el maravilloso invento de las rodilleras y las cosas fueron mucho más fáciles.

El caso era que A. no podía permitir que su examen fuera corregido o, peor aún, que fuera sacado de la universidad y entonces perdiera su pista para siempre. Debía de ser destruido y cuanto antes mejor. A. decidió que lo haría aquella misma tarde y estudió su plan de manera cuidadosa. Nadie tendría porqué salir herido. Compró gasolina y la introdujo en un par de botellas de agua mineral que guardó en su bolso, y se aseguró de llevar una caja de cerillas en el bolsillo. Mientras esperaba, a punto estuvo de encenderse un cigarro para calmar los nervios. Pero no podía cagarla; no ahora, cuando había reunido el valor suficiente como para hacerlo. No cuando su futuro dependía de ello.

Finalmente, a la hora escogida entró a su facultad. Intentó aparentar serenidad a pesar de que le daba la sensación de llevar la palabra PIRÓMANA escrita en la frente, mientras se dirigía al aula 14. Como bien había calculado, en aquella aula se acababa de hacer un examen y aún quedaban algunos estudiantes rezagados que comentaban los resultados. Aguardó con impaciencia a que se fueran mientras simulaba que hablaba por el móvil y después entró en la sala, no sin antes cerciorarse de que nadie la había visto. Había escogido aquella aula en particular por el examen, ya que sino ésta habría estado cerrada con llave, y por su situación, ya que estaba en el ala norte del edificio, justo al lado del departamento donde se guardaba su examen. Rápidamente, sacó una de las botellas de agua de su bolso y esparció su contenido por las sillas y las mesas. Después, asomó de nuevo la cabeza al exterior y, al no ver a nadie, encendió una de las cerillas, la lanzó y salió sin mirar atrás.

El edificio era antiguo y no contaba con alarmas de detección de incendios, pero pronto el olor a humo fue detectado y, al ver la magnitud del fuego, se dispuso a evacuar la facultad. Mientras todo esto sucedía, A. ya se encontraba en el ala sur, donde vertió la segunda botella y prendió la gasolina con otra de las cerillas antes de salir corriendo y confundirse entre la marea de gente que abandonaba el edificio. En el exterior, la gente se apiñaba para ver que era lo que estaba sucediendo pero A. no se paró, sino que entró en un bar y se pidió una cerveza para celebrar el éxito de su plan.

Pero no habían pasado quince minutos cuando dos agentes de policía se pararon al lado de su mesa y le pidieron si podía acompañarles a comisaría. Al parecer, el dueño del bar había detectado el intenso olor a gasolina que desprendía A. y el hecho de que no parara de mirar el edificio en llamas a través de la ventana con una sonrisa en la boca. Suerte que A. era una chica previsora, y siempre guardaba en su bolso las rodilleras y unos refrescantes chicles de menta, por si las moscas.