lunes, 30 de mayo de 2011

Rojo



No era un rojo demasiado brillante, ni demasiado oscuro. Era el rojo perfecto: suave, sin ser mate pero tampoco muy brillante; ése que queda bien a todo el mundo y el que todo el mundo se imagina cuando piensa en un pintalabios rojo.

Ella se lo aplicó cuidadosamente, empezando por el centro y perfilando hacia fuera, luego rellenando el resto con hábiles trazos. Primero el labio superior, luego el inferior. Observó sus labios un segundo, y de nuevo los retocó aquí y allá mientras abría la boca para llegar a las comisuras y la cerraba para ver el resultado.

Yo, mientras tanto, la observaba embelesada. Había terminado de arreglarme hacía unos minutos y no había podido resistirme a la visión de aquel rojo que hacía sus labios de terciopelo.

Ella se dio cuenta de mi atención mientras observaba, por enésima vez, su propio reflejo en el espejo, y girándose hacia mí me preguntó: ¿quieres un poco?

Miré sus labios rojos un instante y, sin saber qué decir, asentí con la cabeza.

Ella se acercó hacía mí y, mientras yo hacía ademán de coger el pintalabios de su mano, acercó sus labios rojos a los míos y me besó.

Alguna que otra vez me había imaginado besando a otra chica. Imaginaba que sería más o menos igual que con un chico porque, al fin y al cabo, tan sólo era un beso. Pero en el mismo instante en que sus labios se entrelazaron con los míos me di cuenta de cuan equivocada estaba.

Sus labios eran suaves, delicados y tiernos y, aunque se me pasó por la mente que debía estar arruinando el maravilloso pintalabios rojo, no me importó lo más mínimo. Le devolví el beso con toda la dulzura que fui capaz, pero a la vez ansiando que no terminara nunca.

Así que, cuando introdujo su lengua en mi boca, la recibí con anhelo y la fundí con la mía en un beso que ya no era beso, sino una explosión de sensaciones conocidas y nuevas, pero infinitamente mejores a todas las que había sentido hasta aquel momento.

Durante aquellos segundos sólo existíamos nosotras y nuestro beso, y el resto de la habitación y del mundo entero habían perdido todo el sentido que pudieran tener. Con los ojos cerrados, sentí como si mi cuerpo flotara por el aire y, de repente, necesité abrirlos para asegurarme de que mis pies seguían pegados al suelo.

Así que los abrí, y lo primero que vi fueron sus labios rojos, perfectos e intactos y con una mueca extraña que no supe descifrar, mientras sus ojos oscuros me miraban inquisitivamente y su mano me tendía el ya olvidado pintalabios rojo.

- ¿Quieres un poco?