martes, 18 de septiembre de 2007

Un soplo de aire cualquiera

Cuando entró en la sala ya estaba todo preparado. Sacó un par de guantes que había metido previamente en el bolsillo derecho de su bata y, mientras se los ponía, se dirigió a la última de las mesas, la única que estaba ocupada.

Por lo que le habían dicho antes de entrar, había sido encontrada hacía unas horas en la montaña, entre unos matorrales, y completamente desnuda. La miró y no pudo contener un escalofrío: una cara perfectamente oval enmarcaba un rostro angelical, de adolescente, con ojos grandes y oscuros y labios con forma de corazón. Sobrecogido, cerró sus párpados suavemente para apartar de él la mirada de unos ojos que ya no podían ver, y se dispuso a realizar el examen previo.

A primera vista, se podía observar una intensa lividez en la parte posterior del cuerpo pero ningún signo de violencia. Aún así, examinó su piel concienzudamente, así como todos los orificios, y posteriormente extrajo muestras de debajo de sus uñas. Mientras trabajaba, procuraba no mirarle a la cara, pero ya era inútil: tenía su rostro grabado en la memoria, y no podía parar de pensar en el brillo apagado de sus ojos, en esos labios que ya nunca articularían palabra, que ya nunca serían besados por un chico... Intentó alejar esos pensamientos de su mente y concentrarse en lo que estaba haciendo.

Una vez terminado el examen exterior, lavó el cuerpo y de repente se sorprendió a sí mismo preguntándose por qué su piel no se erizaba al contacto con el agua fría. Antes de realizar el corte en Y para examinar los órganos comprobó, inconscientemente, que realmente no respiraba. ¿Qué coño le pasaba?

Después de hacer la incisión, abrió la caja torácica y extrajo el paquete de órganos, que colocó en la mesa de al lado, y procedió a pesarlos. También vació los intestinos y abrió el estómago para examinar su contenido. Posteriormente, se dispuso a extraer el cerebro, y mientras le rapaba el pelo para abrirle el cráneo un cúmulo de pensamientos nublaba su mente. No podía parar de preguntarse que qué pasaba en el mundo, que permitía que alguien que apenas había descubierto lo que era vivir acabara de aquella manera.

Cuando hubo obtenido todas las muestras que necesitaba incluido el cerebro, que sería examinado más tarde, colocó los órganos de nuevo en su lugar y cosió las incisiones. Después, avisó a uno de los camilleros de guardia para que le ayudara a colocar el cadáver en la cámara. Antes de despedirse de ella para siempre, observó durante unos segundos su rostro; el rostro que quedaría para siempre grabado en su mente, y que le haría asemejar la vida a una pequeña llamita expuesta a una multitud de soplos provenientes de todas direcciones, endeble, propensa a apagarse en cualquier momento...

Acabó de limpiar la mesa, recogió sus notas y salió de la sala.

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