martes, 7 de abril de 2009

Turnos


Nuestras caras se aproximaron como impulsadas por un resorte, como si en cada una de ellas estuviera el polo opuesto de un imán, como si formaran parte de un acto reflejo. Y, mientras se acercaban, mis ojos se perdían en lo más profundo de tus ojos, sin mirar nada más allá: ni tus mejillas sonrosadas por el calor que hacía en aquella habitación de apenas cuatro metros cuadrados, ni en tu pelo que unos segundos antes habías revuelto, ni en tus labios carnosos y entreabiertos.

Nuestras caras se aproximaron hasta quedar a sólo unos centímetros de distancia, y sólo existían tu cara y la mía en nuestras mentes, en aquella habitación y en el mundo entero. Casi podía rozar la punta de mi nariz con la tuya; podía notar el aire que movían tus pestañas cuando parpadeabas; mi aliento se mezclaba con el tuyo como si en realidad fueran uno solo.

Ensimismada como estaba en captar cada uno de los detalles que tu proximidad me ofrecía, perdí la noción del tiempo.

Y, de repente, uno de los dos o quizás los dos a la vez, recorrimos los últimos milímetros que nos faltaban para entrelazar nuestros labios y un escalofrío recorrió mi cuerpo desde mi nuca hasta la punta de mis pies. Me sentía como si hubiese estado en pleno desierto y acabara de encontrarme con la primera fuente de agua en quilómetros, y mi sed era insaciable. Saboreé cada rincón de esa cara y de esa boca como si nunca antes hubiera tenido papilas gustativas. Hubo un momento en el que creí que nuestras pieles se habían fundido y que aquel rostro que besaba formaba parte del mío.

Así que mis labios decidieron explorar un poco más, y se deslizaron por tu cuello mientras mis dedos apartaban cada uno los obstáculos que alejaban mi boca de tu cuerpo. Continué bajando, deteniéndome en cada rincón y en cada curva, sintiendo tu respiración agitada y los escalofríos que recorrían tu piel cuando mis labios la rozaban.

Cuando llegué a la parte más sensible de tu ser, tu cuerpo, agradecido, estalló en una explosión de genuino placer.

Y, entonces, feliz por saberte profundamente satisfecho, me recosté sobre las sábanas a tu lado y relajé cada uno de los músculos de mi cuerpo, mirándote a los ojos con lujuria, consciente de que había llegado mi turno.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Empatía (III)


Pasaron los días, las semanas… Y poco a poco se me fue olvidando lo ocurrido. No es que no hubiera intentando encontrármela de nuevo; de hecho, había analizado minuciosamente lo que había hecho aquel día al llegar al metro (qué hora exacta era, en qué vagón y por qué puerta me había subido…) para repetirlo y, con un poco de suerte, verla de nuevo. Probé ese sistema durante un par de días pero al ver que no daba resultado probé otros, como coger el siguiente metro que pasara (por si ella se había dormido) o el anterior (por si había madrugado), o dejar pasar un par, o adelantarme bastante a mi hora habitual.

Dicho así suena un poco paranoico, pero debes comprenderlo: hacía muchos años que me ocurría aquello y era la primera vez en toda mi vida que creía haber encontrado a alguien como yo. Me hubiera encantado hablar con ella y preguntarle si le pasaba desde hacía mucho, que cómo lo había descubierto, que qué sentía… Y, de la misma manera, abrirme con ella y contarle mis experiencias también; porque la verdad era que nunca se lo había confesado a nadie. Por miedo al rechazo, o a que pensaran que estaba majareta, o por vergüenza, o por miedo a que se sintieran incómodos en mi presencia (quizás pensaran que, de ser verdad, podría pasarme con ellos). Aunque ahora que lo pienso, creo que lo único por lo que realmente no lo había hecho era por miedo a que fuera quien fuera quien lo supiera, lo contara y yo me convirtiese en el hazmerreír de todo el mundo. Mirad, dirían, la loca que lee la mente, jajaja.

El caso es que llegó un día en el que al levantarme por la mañana no pensé en la estrategia que seguiría aquel día. Y ese día fue precisamente el día en que la volví a ver.

Iba leyendo en el metro, tan concentrada que no me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor. Si un libro me gusta realmente, me concentro tanto que pierdo la noción del tiempo, y muchas veces he llegado tarde al trabajo porque se me ha pasado la parada. Pues bien, como decía, estaba leyendo y en un momento dado levanté la cabeza para mirar qué parada era la siguiente y así ver cuánto me quedaba. Precisamente, la parada era la misma en la que se había bajado ella, y entonces me acordé y miré a mi izquierda, esperando encontrármela allí con su pelo naranja, su ropa extravagante y su música. ¡Y allí estaba! ¡Y me estaba mirando! Todo pasó en unos segundos: en los que, mientras recobraba la compostura (es decir, cambiaba la cara de boba que debía de haber puesto al verla), noté que el metro paraba y ella me aguantaba la mirada hasta justo antes de bajar. No me dio tiempo a pensar qué había pasado ni qué demonios estaba haciendo cuando me vi abriéndome paso a trompicones para salir por la puerta antes de que se cerrara.

Y salí. No sabía en qué dirección había ido, así que me puse de puntillas para mirar por encima de la multitud mientras recibía los codazos y empujones de todos los que pasaban por mi lado. Al final me pareció vislumbrar un destello naranja de su pelo y hacia allí me dirigí. Fue en ese momento, cuando me peleaba intentando acortar distancias, cuando recobré la razón y me pregunté qué estaba haciendo. Vale, sí, estaba persiguiendo a la chica empática pero, en el hipotético caso de que lograra alcanzarla… ¿qué? No sé, le soltaría algo en plan: Hey, ¿me has leído el pensamiento? Entonces fue cuando me sentí totalmente ridícula, persiguiendo adolescentes como una lesbiana-pedófila-obsesionada. Pensé también en qué excusa pondría al llegar al trabajo (el retraso del metro o el despertador estropeado ya lo había usado varias veces) y en que si a aquellas alturas decidía volver atrás, es decir, a contracorriente, aquello podría acabar en un sangriento asesinato por parte de todos aquellos que me empujaban desesperados por salir a la superficie. Pero por segunda vez en unos minutos, algo inesperado hizo que no tuviera tiempo de pensar en nada más.

De repente estaba a mi lado. Sí, como lo lees: la tenía tan sólo a unos centímetros a mi derecha y, como yo, se había parado en mitad del andén. Y me miraba. No supe qué decirle, qué hacer, así que me quedé allí plantada, demasiado sorprendida como para que se me ocurriera algo coherente. De todas formas, no hizo falta, ya que ella habló primero. Hablaba bajito y me costaba entenderla con el ruido de la gente y del nuevo metro que llegaba, así que me aproximé un poco más a ella.

Después de que se desarrollaran los acontecimientos que te estoy explicando, mi mente era un torbellino que no podía dejar de pensar en los minutos (o segundos, tal vez) que pasé en compañía de la chica. En sus palabras y en su significado, y en la relación que todo aquello tenía conmigo. No sabía si el ruido generado en el andén había ahogado sus palabras y mi cerebro había imaginado lo que había dicho, pero el caso es que yo juraría haberla oído decir: Tú tienes la culpa, para inmediatamente después saltar a las vías de metro y desaparecer tras el convoy que nada podía hacer ya para evitar la tragedia.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Empatía (II)


Como cada mañana, cogí el metro para ir a trabajar. El edificio donde está mi oficina se encuentra en el centro de la ciudad, y llegar allí en coche es un caos que siempre prefiero evitar. Así que, como ya he dicho, estaba en el metro y, aunque acostumbraba a pasar los tediosos minutos de viaje leyendo, aquel día no leía nada. La verdad, no recuerdo porqué. El caso es que me entretenía observando a los demás pasajeros... Me gusta observar a las personas e intentar adivinar, por su edad y su aspecto, la clase de vida que deben llevar. Puede parecer una tontería, pero me resulta curioso el hecho de que la gran mayoría de las personas seamos unos egocéntricos, cuando casi todos tenemos las mismas aficiones, pensamientos, problemas... En fin, que estaba yo sumergida en estas y otras elucubraciones cuando mi vista se posó en una adolescente que escuchaba música unos metros a la izquierda de donde yo me encontraba. Tenía el pelo teñido de naranja zanahoria y las orejas llenas de pendientes. Vestía de forma extraña, con multitud de piezas de ropa superpuestas, todas con estampados distintos. Me causó simpatía por eso mismo, por tener estilo propio (algo difícil de encontrar hoy en día) y por su pequeña carita llena de pecas. Pero pronto cambié de opinión.

Debió notar que la miraba, porque pronto dirigió su vista hacia mí. Seguramente pensó, por mi estilo formal y mi cara seria, que la había estado observando con reprobación. Yo intenté esbozar un asomo de sonrisa para disipar toda clase de dudas, pero algo se me adelantó. Era como si la conexión de empatía se hubiera generado, pero no podía ser: yo no sentía nada de nada. Pero, mientras miraba aquellos ojos anormalmente brillantes, noté una especie de mareo y la cabeza como obnubilada... ¡Era ella la que sentía, era ella la empática! Duró tan sólo unos instantes, y entonces el metro paró y ella, todavía sin apartar la vista de mí y con cara de pocos amigos, se bajó.

Pasé el resto del viaje pensando en ello... ¡Ya sabía cómo se sentían las personas cuando era yo quien las miraba! No podía evitar sentirme tremendamente vulnerable y avergonzada... ¿Qué era lo que había visto? Tal vez había notado mi agrado hacia ella o tal vez la sorpresa, aunque su cara no hubiera demostrado ningún signo de simpatía... ¡Tal vez había visto que yo también podía hacerlo! Me sentía enfadada con ella por haber violado mi intimidad, pero a la vez profundamente intrigada, pues por fin había encontrado a alguien con quien compartir aquella experiencia que no me había atrevido a confesar a nadie. Cuando el metro llegó a mi destino y me bajé, mi único pensamiento era el de volver a encontrar a aquella chica.

martes, 24 de febrero de 2009

Empatía (I)


Siempre he tenido la capacidad de ponerme en la situación de los demás, sentir lo que ellos sienten y poder así encontrar, de alguna manera, la lógica de sus reacciones. Sí, ya sé, no es algo nada fuera de lo normal, es la empatía, una cosa que nos enseñan nuestros padres desde pequeñitos cuando nos dicen eso de: No hagas nada que no te gustaría que te hicieran a ti, aunque por aquel entonces no sepamos llamarlo por su nombre. Pero el caso es que mi empatía es algo especial.

Desde mucho antes de lo que puedo recordar, he sido capaz de aislarme de mi propio cuerpo y penetrar en el ajeno, donde una amalgama de sensaciones y sentimientos extraños me invaden de repente. Pese a que explicado así suene más como una trasmigración, no es nada tan místico. Seguramente será que tengo alguna habilidad especial en interpretar las expresiones o los gestos de las personas... aunque cuando me pasa, esa explicación es la última que pasa por mi cabeza.

Como ya he mencionado, no es algo que me pase habitualmente... Aunque quizás sería mejor decir que no es algo que yo pueda controlar. Normalmente, cuando miro a alguien a la cara te puedo decir si está triste, alegre, enfadado, aburrido... Es decir, algo que podrían llegar a saber todas las personas si se interesaran en algo más que por ellos mismos. Pero en contadas ocasiones, sabría nombrarte con absoluta certeza cada una de las emociones que pueblan la mente de alguien... Si esas sensaciones pueden ser explicadas, o yo las puedo distinguir. Porque muchas de esas veces me siento tan embriagada por el cúmulo de percepciones que apenas puedo salir de mi confusión.

Tan sólo imagina que, de repente, sientes como una especie de conexión que te une a otra persona, como cuando hablas con alguien y notas que os une alguna clase de vínculo, y que, sin previo aviso, puedas ver el mundo desde sus ojos... metafóricamente hablando, claro. En ese momento, sus sentimientos se mezclan con los tuyos: quizás sea un buen día y te sientas feliz y, súbitamente, una inmensa pena invada tu alma... O al revés; o tal vez sientas rabia, envidia, lujuria durante unos segundos, y entonces la conexión se corte y vuelvas a ser tú otra vez. No es algo fácil de explicar.

Supongo que al principio no entendía muy bien qué era aquello, pero al final me acabé acostumbrando y dejé de tener miedo a que me pasara. Fue entonces cuando pude analizarlo y averiguar si era producto de mi imaginación o no... Cosa que todavía no tengo demasiado clara. Porque sería muy fácil saberlo si se diera con amigos, familiares, conocidos... Y, además, sería muy útil, puesto que todos me considerarían una persona sensible y perceptiva, que sabe apreciar sus sentimientos y compartirlos con ellos. Pero como dice mi madre, no se puede tener todo en esta vida, y mi don, además de incómodo (no lo puedo saber con certeza, pero siempre creo que las personas notan que yo sé lo que sienten) e inoportuno (siempre ocurre cuando menos me lo espero y en las situaciones menos indicadas), es selectivo: todas las veces que se ha dado, ha sido con completos desconocidos.

Tal vez pienses que hace mucho tiempo que vengo necesitando una buena sesión de psicoterapia, pero no me importa. Si lo prefieres, no sigas leyendo; pero ahora te contaré algo que me pasó hace algún tiempo...

martes, 17 de febrero de 2009

Androfobia


De repente, mientras observaba la ciudad pasar a través del cristal del autobús, se dio cuenta de que temía a los hombres. Pero no de la misma forma como había temido a aquel hombre que se había acercado el otro día por la calle y que tenía una pinta un tanto extraña. Temía a los hombres, a todos y cada uno de ellos, sólo por el hecho de ser del sexo masculino.

Perpleja por aquel repentino descubrimiento, intentó indagar en su mente para intentar esclarecer esa súbita conclusión que acababa de aparecérsele como por arte de magia. Ella era heterosexual. Había estado, sin pecar de presunción, con bastantes hombres. ¿A qué venía todo aquello? Era cierto que llevaba varios meses sin estar con nadie. También era cierto que cada vez le apetecían menos los rollos de una sola noche. Pero eso, en todo caso, indicaría que se hallaba en una nueva etapa de su vida en la que prefería la estabilidad de una relación duradera, ¿no?

Aunque, ahora que lo pensaba, últimamente se había mostrado un poco rara en su actitud con los hombres. Como toda mujer, le gustaba que los hombres se fijasen en ella, y el que alguno se le insinuara, aunque no fuera su tipo, siempre le sentaba bien a su autoestima. Pero, desde hacía un tiempo a pesar de que no habría podido precisar cuánto, todo eso había cambiado. Cada vez que un hombre empezaba a ligar con ella se sentía incómoda y más de una vez se había sorprendido dando un respingo cuando alguno de sus compañeros de trabajo le ponía una mano en el brazo o en la espalda.

Todavía sin acabar de creerse sus propios pensamientos, se cabreó consigo misma. Se sentía estúpida y decidió que tenía que acabar con aquellas tonterías inmediatamente. Y, como si los dioses hubieran escuchado su decisión, en la parada que acababa de hacer el autobús se había subido un hombre convenientemente atractivo. Lo observó mientras él se acercaba, guardando su billete en la cartera, y determinó que realmente era su tipo. Era alto, moreno, de facciones marcadas y vestía un impecable traje azul oscuro. Siempre le habían puesto los hombres con traje. Cuando él levantó la vista buscando algún lugar donde sentarse, su mirada se cruzo con la de ella, que la apartó rápidamente, sonrojándose. Unos segundos después, él ocupaba el asiento de su derecha a pesar de que el autobús iba casi vacío.

Ella se arriesgó: tenía que solucionar aquello cuanto antes. Así que, dispuesta a entablar conversación, le preguntó la hora y, divagando un poco sobre las recientes y pronunciadas variaciones atmosféricas, consiguió intercambiar con él frases algo más profundas hasta que el diálogo concluyó en decidir si iban a su casa o a la de él. Finalmente acabaron en la de él porque estaba más cerca y porque, si las cosas se torcían, siempre podía salir corriendo. Aunque, por el momento, todo iba a pedir de boca, y pronto sus preocupaciones anteriores se habían esfumado de su cabeza.

Ciertamente, pronto pudo descubrir que aquel desconocido – pues no se le había ocurrido ni preguntarle el nombre – besaba bastante bien. A decir verdad, mientras lo besaba se sintió en el cielo y se preguntó por qué coño había estado tanto tiempo sin echar un polvo. Pero, de repente, la mano que luchaba por desabrochar su blusa ya no le pareció tan excitante. En aquel instante le parecía que su blusa estaba muy bien donde estaba, y sus besos ya no le resultaron tan maravillosos. Él insistía, quizás pensando que su resistencia se debía tan solo a alguna clase de juego, pero ella no bromeaba. Su fogosidad inicial había dado paso a una fuerte angustia que le impedía pensar con claridad. Desesperada por quitarse de encima a aquel tío que seguía acosándola, tanteó a su alrededor hasta asir lo que parecía una lámpara, con la que le golpeó fuertemente una y otra vez hasta que quedó inmóvil sobre su cuerpo.

Tiró la lámpara al suelo y le empujó para que rodara al otro lado de la cama. Lo observó, ahí quieto, con los ojos muy abiertos y con la cabeza y la camisa cubiertas de sangre. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que gastarse una pasta en un puto psicólogo para que le curara la androfobia?

domingo, 15 de febrero de 2009

Noche fría


Anoche hacía demasiado frío como para dormir sola, así que me metí bajo las sábanas de tu cama y me acurruqué contra la calidez de tu cuerpo dormido. Permanecimos así durante unos minutos, hasta que tú te moviste y te sobresaltaste al notar una presencia a tu lado. Pero te bastaron unos segundos para oler mi perfume y saber que era yo, y entonces tus músculos se destensaron y buscaste mi calor tal como yo buscaba el tuyo.

Tus manos recorrieron a tientas cada uno de mis más escondidos recovecos, como si buscasen, qué se yo, el arca perdida de mis más oscuros secretos. Tus dedos rozaron el límite que separa mi alma y mi cuerpo, y lo hicieron con tanta fuerza que pensé que lo romperían y yo me quedaría permanentemente sumergida en aquel limbo de placer. Tus labios saciaron su sed en el cáliz de mi cuerpo, mientras mi mente suplicaba para que aquellos instantes no se acabaran nunca o que, mejor aún, quedaran perdidos en un bucle temporal que nos los hiciera revivir una vez tras otra…

Pero qué lástima que todo aquello no fuera real y sólo existiera en mis pensamientos.

Y qué lástima que esta noche haga demasiado frío como para dormir sola.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Incendio


A. trató de serenarse. Tenía que hacer algo rápido, antes de que fuera demasiado tarde. Su mente funcionaba a toda velocidad, contemplando las diferentes posibilidades que ya había considerado tan sólo unos minutos antes y descartándolas todas tal y como había terminado haciendo antes también. La única solución que se le ocurría, aunque se dijera a sí misma que tenía que haber otra, era incendiar la facultad.

A. había tenido un examen aquella misma mañana que no le había ido demasiado bien. A decir verdad, estaba convencida de que iba a suspender, pero aquél era un lujo que no podía permitirse pues, si suspendía una sola asignatura más, sería privada de su beca. Beca que A. había conseguido con sudor, esfuerzo y más de un tedioso (aunque efectivo) trabajito oral de persuasión que le habían destrozado las rodillas. Suerte que, poco después, descubrió el maravilloso invento de las rodilleras y las cosas fueron mucho más fáciles.

El caso era que A. no podía permitir que su examen fuera corregido o, peor aún, que fuera sacado de la universidad y entonces perdiera su pista para siempre. Debía de ser destruido y cuanto antes mejor. A. decidió que lo haría aquella misma tarde y estudió su plan de manera cuidadosa. Nadie tendría porqué salir herido. Compró gasolina y la introdujo en un par de botellas de agua mineral que guardó en su bolso, y se aseguró de llevar una caja de cerillas en el bolsillo. Mientras esperaba, a punto estuvo de encenderse un cigarro para calmar los nervios. Pero no podía cagarla; no ahora, cuando había reunido el valor suficiente como para hacerlo. No cuando su futuro dependía de ello.

Finalmente, a la hora escogida entró a su facultad. Intentó aparentar serenidad a pesar de que le daba la sensación de llevar la palabra PIRÓMANA escrita en la frente, mientras se dirigía al aula 14. Como bien había calculado, en aquella aula se acababa de hacer un examen y aún quedaban algunos estudiantes rezagados que comentaban los resultados. Aguardó con impaciencia a que se fueran mientras simulaba que hablaba por el móvil y después entró en la sala, no sin antes cerciorarse de que nadie la había visto. Había escogido aquella aula en particular por el examen, ya que sino ésta habría estado cerrada con llave, y por su situación, ya que estaba en el ala norte del edificio, justo al lado del departamento donde se guardaba su examen. Rápidamente, sacó una de las botellas de agua de su bolso y esparció su contenido por las sillas y las mesas. Después, asomó de nuevo la cabeza al exterior y, al no ver a nadie, encendió una de las cerillas, la lanzó y salió sin mirar atrás.

El edificio era antiguo y no contaba con alarmas de detección de incendios, pero pronto el olor a humo fue detectado y, al ver la magnitud del fuego, se dispuso a evacuar la facultad. Mientras todo esto sucedía, A. ya se encontraba en el ala sur, donde vertió la segunda botella y prendió la gasolina con otra de las cerillas antes de salir corriendo y confundirse entre la marea de gente que abandonaba el edificio. En el exterior, la gente se apiñaba para ver que era lo que estaba sucediendo pero A. no se paró, sino que entró en un bar y se pidió una cerveza para celebrar el éxito de su plan.

Pero no habían pasado quince minutos cuando dos agentes de policía se pararon al lado de su mesa y le pidieron si podía acompañarles a comisaría. Al parecer, el dueño del bar había detectado el intenso olor a gasolina que desprendía A. y el hecho de que no parara de mirar el edificio en llamas a través de la ventana con una sonrisa en la boca. Suerte que A. era una chica previsora, y siempre guardaba en su bolso las rodilleras y unos refrescantes chicles de menta, por si las moscas.

lunes, 2 de febrero de 2009

La Virgen María (II)


La vida allí no estaba siendo tan idílica como María había imaginado. A parte de las tareas que le eran asignadas, tenía que estudiar y asistir a todos los servicios, y eso le dejaba poco tiempo libre para descansar. Además, en las raras ocasiones en las que se cruzaba con su enamorado éste parecía no darse cuenta de su existencia. Y pronto, el limitarse solamente a observarlo dejó de ser suficiente y María se sintió decepcionada por los pocos resultados que estaba dando su plan.

Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño en vano, se le ocurrió que podía dar una vuelta por el convento para calmar sus nervios. Y es que cada vez que intentaba relajarse, en su cabeza aparecía la imagen de su rostro y sentía que la angustia de no poder tenerlo iba a estallar en su interior. Pero mientras caminaba por los pasillos desiertos sumida en su pesadumbre, recordó que las novicias tenían prohibido abandonar su habitación durante la noche. Y, como si aquel pensamiento hubiera sido una especie de alerta, de repente escuchó un ruido como de pasos que se acercaban y, asustada, abrió la primera puerta que encontró y entró en la sala en penumbra.

Cuando su corazón dejó de dar saltos en su pecho y sus ojos se acostumbraron a la luz, María descubrió con terror que había entrado en una habitación y que alguien dormía en una cama a su izquierda. Y, por si fuera poco, ¡parecía la habitación de uno de los curas! ¿Qué podría pasarle si alguien la descubría allí? María buscó a tientas el tirador de la puerta, sin apartar la vista de la figura dormida por miedo a que ésta despertara si ella hacía el más pequeño movimiento. Encontró el tirador, abrió la puerta unos milímetros… y la puerta chirrió. María sintió como el estómago se le salía por la boca mientras el hombre se incorporaba y su cara quedaba tenuemente iluminada por la poca luz que entraba por la ventana: ¡era él!

María agachó la cabeza y aguardó, temblando por el miedo y por la emoción a la vez – ¡estaba en su habitación! –, la reprimenda que bien se merecía. Pero pasaron unos segundos y él no decía nada, así que María levantó la vista y no pudo evitar llevarse una sorpresa al descubrir que él la miraba como si fuera un fantasma. Unos segundos más hicieron falta para que María viera la situación desde los ojos del devoto cura que se encontraba delante de ella: una muchacha joven y hermosa, vestida con un largo camisón e iluminada por la luz de la luna y que aparecía en mitad de la noche… ¡él debía estar pensando que era una Virgen!

Todavía confusa por la sucesión de acontecimientos que habían tenido lugar en tan poco tiempo, María supo que aquella era su única oportunidad y, guiada por un impulso repentino, decidió interpretar su papel. Con los dedos temblorosos, se despojó de su camisón y habló con toda la autoridad que fue capaz de acumular: ¿te parece hermoso el cuerpo que dio a luz al hijo de Dios? El cura la miró, asombrado de oír palabras saliendo de su boca, y ella habló de nuevo: ¡bésalo! Más tembloroso aún que ella, el joven cura se acercó lentamente y se arrodilló a sus pies, los cuales besó uno por uno. María sintió como un hormigueo recorría su cuerpo mientras se agachaba y apoyaba la cabeza de él sobre su pecho. Después, despojó al cura de su camisón y se fijó en la pronunciada erección de su pene. Él bajó la vista horrorizado por la reacción de su cuerpo, pero ella encontró en ello las fuerzas necesarias para continuar. A pesar de no haber estado nunca con ningún hombre, sabía lo que debía hacer. Suavemente, empujó a su enamorado para que quedara tumbado en el suelo y subió a horcajadas sobre él, mientras con su mano derecha guiaba su miembro erecto hacia el interior de su sexo.

Aunque entró con relativa facilidad, a María le resultó algo incómodo pero, al mirar a su amante, comprobó por la expresión de su rostro que él experimentaba justo la sensación opuesta. Guiada por la intuición, comenzó a moverse rítmicamente y notó como su pene se endurecía todavía más mientras se deslizaba dentro de ella. María no sentía placer, pero su placer se hallaba en el rostro de aquel hombre que lo estaba experimentando por primera vez en su vida. Pronto se sintió como si estuviera montando a caballo y su respiración se hizo más forzada debido al movimiento que cada vez incrementaba más y más, subiendo y bajando, mientras empezaba a notar un cosquilleo en la zona donde se unía a él, sintiendo que de repente le era imposible parar… hasta que él emitió un suave jadeo y ella notó como algo se liberaba en su interior.

María abandonó el convento aquella misma noche. Una de las novicias encontró una nota en su cama, en la que explicaba que había decidido emprender un nuevo camino. Al otro lado del convento, uno de los curas más viejos encontraba otra nota, en la que, con unas pocas frases incoherentes, el arrepentido cura se disculpaba por su suicidio.

miércoles, 28 de enero de 2009

El cura (I)


María no podía creer en su mala suerte.

Vivía en un pequeño pueblo perdido en la llanura de la estepa castellana, con la única compañía de su familia, los cuatro viejos que aún resistían al invierno y algunas gallinas. Las pocas casas de piedra que había se caían a pedazos y la carretera más cercana era un camino de tierra que se convertía en un auténtico barrizal cuando caían cuatro gotas. María tenía dieciséis años y una vieja televisión que, cuando funcionaba, le decía que fuera de allí estaba todo lo que cualquier adolescente como ella habría deseado en la vida en lugar de tener que soportar aquella tortura.

Se pasaba las horas perdidas por los alrededores, caminando por parajes que conocía de memoria mientras pensaba una y otra vez en el momento en que por fin podría largarse de aquel lugar. María no era tonta: sabía que no tenía dinero ni otro sitio adonde ir pero, a veces, la desesperación amenazaba con ser más fuerte que cualquier asomo de sensatez que cruzara por su cabeza.

Pero, en una luminosa mañana de finales de enero, María olvidó de repente que alguna vez hubiera tenido intención de marcharse.

El padre Eufocilio, el nonagenario párroco del pueblo, llevaba varios días sin poder ofrecer misa debido a un empeoramiento de su artrosis. Así que, debido al gran sentimiento religioso de la pequeña comunidad – y a que los cuerpos de dos ancianos esperaban a ser enterrados –, se había solicitado el traslado temporal de otro cura que sustituyera al convaleciente.

Y así fue como María, que nunca se había interesado en Dios ni en la Iglesia, desarrolló una fe tan repentina que su madre se creyó en presencia de un auténtico milagro. Pero la verdad es que la razón estaba mucho más cerca, y se encontraba en el estallido hormonal que se había desatado en María al ver al nuevo párroco de la iglesia.

Si María hubiera tenido un príncipe azul, sin duda hubiera sido como aquel atractivo hombre de sonrisa amable y grandes ojos pardos. Acudía todos los días a misa para verse envuelta en aquella voz que resonaba en las viejas paredes de la iglesia y que le llenaba el estómago de mariposas. Cuando la misa acababa, observaba como él rezaba, o leía, o conversaba con alguien, siempre perdida en un mar de ensoñaciones de color de rosa.

Pero, como todo sueño, aquél también tenía su fin. Pronto corrió la noticia de que el padre Eufocilio se estaba recuperando y que el joven párroco tenía los días contados en el pueblo. María, atemorizada por no poder verlo más, preguntó a algunos vecinos y descubrió que el joven cura vivía en un antiguo convento no demasiado lejos de allí. Así que, con la valentía de los que no tienen nada que perder, comunicó a sus padres que había decidido hacerse novicia y trasladarse a vivir al convento de Nuestra Señora de los Concupiscentes Onanistas.

Un mes después, María era presentada a sus nuevas compañeras y acomodada en su nueva residencia. Y, a pesar de que los hábitos no resaltaran precisamente su feminidad o que la comodidad de su colchón fuera más bien nula, en aquel momento no se habría cambiado por nadie en el mundo.

miércoles, 14 de enero de 2009

Boom


Boom! - System Of A Down


La amenaza de bomba atómica despertó nuestras mentes aletargadas por la rutina diaria. Estábamos inmersos en uno de los inviernos más fríos de los últimos años, y las multitudes que por estas fechas solían aglomerarse en tiendas y centros comerciales para dar rienda suelta a su lujuria consumista habían desaparecido de las calles.

Los más ágiles y afortunados, es decir, los que habían encontrado un billete de avión cuyo piloto no estuviera en huelga, habían huido hasta la otra punta del mundo escapando de la amenaza de radiactividad. Los más ilusos se atrincheraban en sus casas tapiadas con una reserva de comida envasada y enlatada, confiando en que allí estarían seguros. Los más escépticos pensaban que aquello tan sólo era un rumor propagado por El Corte Inglés para poder aumentar los precios de los productos de primera necesidad sin que la gente pudiera evitarlo, pero abandonaban la ciudad, sólo por si acaso. De los dirigentes del país y aquellos que debían permanecer en él para proteger a sus habitantes nadie sabía su paradero.

Heliodoro y Ramona no estaban en ninguno de estos casos.

Heliodoro y Ramona eran una pareja extraña en varios sentidos. Vivían en una vieja fábrica abandonada de las afueras de la ciudad y sus ingresos eran algo irregulares, aunque nunca les faltaba de nada. Heliodoro seducía a adolescentes de clases más privilegiadas para luego robarles la virginidad y las tarjetas de crédito. Ramona seducía a viejos ricachones para luego robarles la dentadura y el plan de pensiones. Después introducía las dentaduras en pequeños botes de cristal esmerilado que jugaban con la luz y creaban una atmósfera de lo más acogedora en las distintas estancias de su hogar.

Pero, como decía, Heliodoro y Ramona escucharon la amenaza de bomba atómica por la radio, y la noticia levantó en ellos un cierto interés. Pero no por la muerte, la destrucción o el pánico generado, sino porque las amenazas de bomba les ahuyentaban a la clientela. Inquietos por las vicisitudes de su destino, se preguntaron qué es lo que debían hacer a continuación. Heliodoro opinaba que debían aprovechar aquella maravillosa oportunidad y permitirse el lujo de unas pequeñas vacaciones. Ramona, en cambio, lo vio como una señal divina que decía que, después de todos aquellos años de sudor y esfuerzo para ganarse el pan, aquel era el momento idóneo para formar una familia. Heliodoro, en un principio, pareció horrorizado con la escalofriante idea de tener un mocoso llorón en casa, pero el repentino instinto maternal de Ramona – así como su inmejorable destreza en las artes amatorias – pronto le hicieron cambiar de opinión.

Y así es como, unos meses después, Heliodoro y Ramona fueron padres de un precioso niño de tres ojos, siete dedos en cada mano y tres en cada pie y una pequeña y graciosa colita puntiaguda. Y como querían que su pequeño creciera en un ambiente multicultural, decidieron ponerle el bonito nombre de Hiroshima.

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Son otras guerras pero, al fin y al cabo, son todas iguales.

viernes, 9 de enero de 2009

Vacaciones navideñas (V)


Muchas veces pienso en aquella noche y me digo a mí misma que tendría que haber notado que algo raro estaba pasando. Que tendría que haber hecho más caso a las palabras de mi amiga, aunque en aquel momento no supiera lo que significaban. Que tendría que haber relacionado una cosa con la otra, y haberme largado a la primera oportunidad. Pero sé que mi sentido común estaba totalmente sepultado bajo un enjambre de hormonas que rezumaban por todos los poros de mi piel, y que nada podría haber hecho para evitar lo que ya era inevitable.

Aunque, realmente, lo único que podría haberme prevenido de lo que iba a pasar fueron sus preguntas mientras íbamos de camino a su casa. No sé cómo llegamos hasta ahí, pero el caso es que acabamos hablando sobre el futuro y la familia, y él se interesó especialmente en si yo había pensado en, algún día, formar una. A pesar de que la pregunta me pareciera un tanto extraña para tratarse de una conversación pre-polvo-sin-compromiso, hice caso omiso a mis sospechas y pensé que (¡por fin!) había topado con un hombre maduro que buscaba una relación seria. Luego recordé que, según mi amiga, era un Padre, y pensé que quizás eso significaba sencillamente que quería formar una familia en el futuro.

De todas formas, no pude pensar en ello mucho más, pues al salir del coche nos abalanzamos el uno sobre el otro y todos mis pensamientos se perdieron en el océano de pasión que inundó cada rincón de mi cuerpo.

No voy a decir que nos pasáramos toda la noche follando como unos adolescentes calenturientos, ni que el único polvo que echamos fuera el mejor de mi vida. Pero, aún así, no estuvo nada mal y sirvió para calmar en gran medida el fuego que me quemaba por dentro. Pero aquí se acabó lo bueno ya que, poco después de acabar y cuando nuestras respiraciones volvieron a su ritmo normal, él comenzó a vestirse y, despreocupadamente, me lanzó una pregunta que me dejó perpleja: ¿cuándo fue la última vez que te bajó la regla? Lo dijo así, bruscamente, y en lo primero que pensé fue en mi ginecólogo preguntándome eso mismo mientras hurgaba entre mis piernas. Algo turbada, le contesté que hacía unas dos semanas y él asintió, esbozando una sonrisa que no serenó la inquietud que había empezado a apoderarse de mi cuerpo. Le observé mientras acababa de vestirse, y después se acercó a mí y me dijo que esperaba verme pronto. Me besó y se fue.

Yo me quedé unos minutos tal como estaba, todavía sin entender nada. ¿Por qué se iba de su propio piso? ¿Y por qué me dejaba allí? ¿Tenía acaso que quedarme y esperarle? Hecha un mar de dudas, me vestí también y curioseé un poco las demás habitaciones, mientras pensaba en si me iba a quedar a esperarle o no. Pero aquello no hizo más que aumentar mi intranquilidad ya que, a parte de la habitación en la que habíamos estado, aquel piso estaba apenas amueblado y no había ningún objeto personal por ninguna parte. Abrí los pocos armarios y cajones y comprobé con horror que estaban vacíos, así que decidí largarme de allí en cuanto antes.

Pero al posar la mano sobre el pomo de la puerta principal supe, antes incluso de girarlo, que ésta iba a estar cerrada con llave. Y no me equivocaba. La forcé sin éxito y luego lo intenté también con las ventanas, que estaban atrancadas. Pensé en romper el cristal, pero aunque hubiera encontrado algún objeto suficientemente contundente como para hacerlo, estaba en un decimoquinto piso. ¿Qué iba a hacer?


Han pasado ya tres años de todo aquello pero aún puedo sentir el miedo y la desesperación que me acompañaban en aquellos angustiosos momentos. Ahora sé que aquel piso es uno de los muchos picaderos a donde los Padres llevan a sus nuevas conquistas. Después del coito, éstas son trasladadas a una Unidad de Observación, donde pasan unos días bajo vigilancia para que no puedan herirse a sí mismas o a sus compañeras. Las que dan positivo en el test de embarazo son de nuevo trasladadas a un Centro de Crianza, su nuevo hogar para el resto de sus vidas. A las pocas que no quedan encintas se las deja marchar.

Yo no fui de estas últimas, sino que quedé embarazada y nueve meses después me convertí en una Madre. Aquí me han hecho ver que soy muy afortunada ya que, a pesar de no poder salir ni saber nada del mundo exterior, las otras Madres son toda la familia que necesito y junto a ellas soy uno de los motores que hacen crecer este bello país. Ahora no entiendo la angustia que sentí en mis primeros días aquí, pues vivo tranquilamente cuidando de mis dos niñas y esperando a que, una vez al año, un Padre venga a satisfacer mis ansias de sexo. Aunque, en los segundos inmediatamente anteriores al orgasmo, siempre me pregunte si ahí fuera no habrá algo más…

martes, 6 de enero de 2009

Vacaciones navideñas (IV)


Pasamos parte de la noche en una fiesta en casa de unos conocidos de mi amiga. Las primeras horas estuvieron dedicadas casi en exclusiva a comentar la Predicción de Año Nuevo, en las que cada uno explicaba su experiencia y la comparaba con las de los años anteriores. Al parecer, allí era de lo más normal del mundo el tirarte a un desconocido los primeros minutos del año, sin importar si tenías pareja o la persona que te hubiera tocado fuera un viejo decrépito. La cuestión era comenzar el año con la mejor emoción posible, el orgasmo, y esperar a que el resto del año continuara en esa línea.

Cuando me tocó mi turno, tuve que inventarme unos cuantos detalles para dar verosimilitud a mi historia, que mi amiga iba traduciendo para sus amigos. A pesar de la extraña situación, en aquel momento me sentí más aislada que nunca, y no precisamente por el idioma. Deseaba fervientemente haberme abalanzado sobre algún desconocido y empezar el año de esa forma tan poco común. Y no sólo por la historia de la predicción o por no tener que mentirle a toda aquella gente, sino porque a aquellas alturas de la noche, y después de todo aquel halo de sexualidad que me había rodeado desde que había llegado a aquel lugar, deseaba hacerlo. Estaba loca por hacerlo.

Así que ése fue mi propósito para aquella noche de año nuevo: follarme a alguien. Mi nueva determinación me hizo mirar a los hombres de una forma diferente y aquello no pasó desapercibido para mi amiga. De hecho, parecía mostrarse encantada con la idea. Pero cuando le señalé a un hombre que me pareció particularmente atractivo, la expresión de su cara cambió de repente y me dijo que con él era imposible porque era un padre. Yo no entendí que quería decir con eso de que era un padre, porque además lo dijo como si fuera Padre y no padre, y eso me inquietó un poco. Estaba a punto de preguntarle sobre ello cuando noté que alguien me daba unos golpecitos en el hombro y ella puso cara de terror y se marchó, no sin antes susurrarme la palabra: ¡huye!

Me giré totalmente perpleja y allí estaba él, el Padre, sonriéndome con una dentadura perfectamente blanca y alineada. Cuando comprobó que no conocía el idioma pasó al inglés, y estuvimos conversando un rato sobre mi estancia en aquel lugar. Mientras más hablaba con él, más confundida me sentía con respecto a mi amiga, pues parecía un hombre muy divertido y simpático. Tan cómoda me sentía que cuando me sugirió que por qué no íbamos a su casa, me pareció una gran idea. Mis hormonas empezaron a dar tales saltos de alegría que, cuando busqué a mi amiga con la mirada y no la vi, decidí pasar de ella y llamarla más tarde.

Mientras salíamos, noté que todos los ojos femeninos se posaban en nosotros y me sentí agradablemente envidiada. Aquello no hizo más que exaltar mi ánimo ya suficientemente entusiasta, y me costó sudor y esfuerzo no bajarle la bragueta en aquel mismo instante y montar allí mi particular Predicción de Año Nuevo.

viernes, 2 de enero de 2009

Vacaciones navideñas (III)


Y, como decía, Noche Vieja llegó por fin. Mi amiga había decidido que diéramos la bienvenida al nuevo año desde uno de los principales parques de la ciudad, donde habían colocado una pantalla gigante para retransmitir la Cuenta Atrás, que es como se denominaba lo que nosotros simplificamos con eso de las campanadas. Su pareja dijo que no nos acompañaría, pues a él las muchedumbres le agobiaban, y que nos encontraríamos más tarde.

Así que allí estábamos las dos, enfundadas en nuestras mejores galas y encogidas bajo nuestros abrigos, esperando impacientes a que llegara la hora punta. Mientras hacíamos tiempo, hablamos de todo un poco y de nada en particular, y en un momento dado mi amiga me comentó que durante la Cuenta Atrás y los momentos inmediatamente posteriores aquello pasaba a ser un absoluto caos y que no me asustara y me dejara llevar por la euforia general. Yo asentí, imaginándome la típica escena que captan las cámaras de televisión en la Puerta del Sol cada año, pero nada me había preparado para lo que tendría que venir a continuación.

Todo fue normal al principio: desde la enorme pantalla, un atractivo hombre de esmoquin y una bella joven de curvas imposibles empezaron a comentar con alegría la llegada del nuevo año (o eso supuse yo, pues no entendía una sola palabra de lo que decían). Detrás de ellos, un enorme reloj iba contando los segundos que quedaban hasta las 12 en punto, y mi amiga me comentó que las celebraciones empezaban cuando faltaba un minuto exacto. El ruido que hasta hacía unos segundos había reinado en el parque se serenó hasta ser casi un murmullo, mientras la gente miraba expectante las manecillas que marcarían el final del año. Y, entonces, justo cuando marcaban las 23.59, comenzó la odisea.

Tardé un rato en comprender lo que estaba pasando a mi alrededor. De repente, todos se habían abalanzado los unos contra los otros y los empujones y gritos no me dejaban ver nada. Entonces me fijé en que mi amiga no estaba sola, sino que se estaba besando apasionadamente con un hombre que yo no conocía. Unos segundos después, éste le subía el vestido y la alzaba, y ella rodeaba su cintura con las piernas y empezaba a balancearse rítmicamente. Miré a mi alrededor y eso fue lo que vi por todas partes: parejas, tríos e incluso grupos de personas practicando el sexo de manera frenética y descontrolada. Mientras giraba sobre mí misma, estupefacta, y gemidos de todas las clases inundaban mis oídos, vi parejas estrambóticas, posturas semiacrobáticas y todo con un lujo de detalles que mis pupilas habrían preferido obviar. Busqué la pantalla para intentar adivinar por qué estaba pasando todo aquello y comprobé que los presentadores también daban rienda suelta a su lujuria, mientras el reloj seguía marcando el tiempo a sus espaldas.

Observé la escena unos segundos más, embobada, hasta que los presentadores acabaron y comenzaron a brindar mientras se recomponían la ropa y el peinado. La gente en el parque iba acabando también, pues comenzaban a separarse y a desearse feliz año nuevo (que sonaba como trinquin treis, o algo así) como si no hubiera pasado nada. Mi amiga también le deseo feliz año a su hombre, y luego me lo deseó a mi también, mientras me preguntaba que qué tal había sido mi primera experiencia. No recuerdo exactamente qué fue lo que le dije, pero ella lo tomó como que no había estado nada mal y me felicitó, comentando que su primer fin de año era algo que prefería olvidar.

Cuando la gente empezó a dispersarse, nosotras lo hicimos también, pues habíamos quedado con su pareja y unos amigos a unas manzanas de allí. Mientras nos alejábamos comentó que estaba deseando saber qué tal les había ido a ellos pues, según supe más tarde, la tradición decía que los primeros minutos del año pronosticaban la evolución de dicho año, y era algo que la gente se tomaba muy en serio. Según esa tradición, pues, a mí aquel año no me presagiaba nada bueno.

Y, más adelante, pude comprobar que no se equivocaba.