martes, 18 de diciembre de 2007

Plan divino (II)

La Navidad se aproximaba lentamente, y los ayuntamientos ya habían instalado las entrañables lucecillas de todos los años por las principales calles de la ciudad. Ya estábamos en diciembre, y los niños ya habían empezado a planear qué iban a pedir en su carta a los Reyes Magos. Ya quedaba poco para los atracones típicos de esas fechas, y las amas de casa ya pensaban en qué elaborados manjares prepararían para sus huéspedes. Los pensamientos de Gerineldo, en cambio, distaban mucho de esas cuestiones tan mundanas.

Después de comunicarle el proyecto que tenía reservado para él, Dios dejó de visitar a Gerineldo. Al principio, éste se entristeció bastante al recordar los buenos momentos que había pasado con su mentor, pero pronto las numerosas ideas que acudían a su mente para la elaboración de su plan protagonizaron todos su pensamientos.

Dios no había dejado instrucciones claras del procedimiento a seguir, sino que tan sólo había dado unas nociones de los objetivos a conseguir; Gerineldo supo entonces que las charlas no habían sido ningún capricho, sino que habían servido para instruirle y sensibilizarle con el problema. Por aquel entonces ya había empezado a trazar, día y noche, múltiples esbozos, cada cual más absurdo e inasequible, con el propósito de alcanzar esos objetivos. Hasta que una noche, Dios le devolvió al buen camino proporcionándole un sueño revelador: en la cena de Navidad, se partía un diente al intentar morder el turrón. Al despertar, Gerineldo pensó inconscientemente en el turrón que habría de costarle una visita al dentista, y recordó que en una semana empezaría el envío de las cestas. Y entonces se le ocurrió la idea.

Gerineldo trabajaba desde hacía más de 15 años en una importante empresa de transporte de mercancías que se encargaba de distribuir los productos recién elaborados de otras empresas hacia diferentes zonas de la península. Desde su puesto como encargado en la sede, controlaba los envíos y se encargaba de que los artículos adecuados fueran enviados al lugar correcto. Este año, una empresa dedicada a preparación de cestas de Navidad había contratado sus servicios.

Con la excusa de que debía cerciorarse de que todas las cestas estaban en perfectas condiciones, Gerineldo delegó sus faenas más importantes a sus subalternos y pasó la semana que quedaba para su envío examinándolas una a una. Y mientras lo hacía, se dedicó a introducir pequeñas cantidades de insecticida en el turrón con la ayuda de una jeringuilla. En un principio, pensó hacerlo en el cava: el último brindis del año, algo mucho más poético. Pero las dificultades eran mayores y, de esa forma, se eliminaba de la lista a los niños, y eso no era tolerable.

Una vez enviadas las cestas, Gerineldo respiró satisfecho. Aquella Navidad, la primera de las muchas purgas que debían hacerse tendría lugar. Aún así, era necesario continuar haciendo planes rápidamente: la erradicación de la especie humana no era algo que se podía conseguir en un par de días.

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