viernes, 29 de junio de 2007

Rutina (I)

Aquella tarde, como tantas otras, lo primero que hizo al llegar a casa fue dejar la mochila sobre el sofá y ocupar la silla de la ventana. Ese día, un atasco debido a unas obras le habían retrasado un poco, y temía haber llegado demasiado tarde. Pero no. No habían pasado 5 minutos cuando se abrió la puerta y apareció ella.

Como siempre, dejó el bolso en el sofá y se quitó los zapatos, que dejó tirados de cualquier manera por el suelo del comedor. Después, mientras se deshacía el recogido del pelo, desapareció de la vista, y volvió aparecer segundos después en su habitación, ya con el pelo suelto sobre sus hombros. Ahora empezaba la parte interesante.

Puesto que ya era verano, la cantidad de ropa de la cual despojarse había disminuido considerablemente, lo cual le quitaba emoción al asunto, pero qué más daba; no se podía tener todo en esta vida. Mientras se preparaba para el espectáculo y sin despegar la vista de la ventana, se desabrochó los pantalones y bajó la cremallera de los mismos, para posteriormente introducir una mano para calmar a la fiera, que ya se iba despertando.

Y empezó el ritual: primero la camisa, desabrochando botón por botón, cinco en total, lo cual dejó ver un sujetador de encaje – el de hoy era rosa – y un vientre liso color canela. A continuación, ladeó graciosamente el cuello para desabrocharse un colgante, que dejó sobre una cajonera.

“Vamos, vamos..” – se decía él. Nunca había sido una persona paciente y la espera se le hacía apremiante. No movía un solo músculo, a excepción, claro está, de un rítmico movimiento de su brazo derecho.

Después de quitarse también los pendientes, bajó la cremallera de su falda y cantoneó sus estrechas caderas para hacerla rodar hasta el suelo, donde la dejó hecha un ovillo. Momentos después se desabrochó el sujetador y lo deslizó por sus brazos, dejándolo caer encima de la falda. Tan sólo se quedó con un pequeño tanga rosa, a juego con el sujetador, que dejaba ver unas nalgas rosadas y bien contorneadas.

El movimiento de su brazo aumentaba por momentos, pero aún no había llegado a su punto álgido.

En su habitación, ella se sentó en la cama, recostándose ligeramente en el cabezal y la pared donde éste se apoyaba. Entonces, con la mano izquierda empezó a acariciarse el pecho con suavidad, casi con timidez, y muy lentamente: primero, con la palma de su mano; después, con la yema de los dedos, desde el exterior hasta el interior, bordeando el pezón con una delicadeza que parecía hasta inocente. Su mano derecha, al mismo tiempo, comenzó a recorrer su abdomen hasta rozar la seda del tanga, por donde se introdujo. Una vez allí, sus dedos empezaron a realizar movimientos circulares descendentes, que se aceleraban al mismo tiempo que su respiración, hasta notar una zona ligeramente húmeda. Fue entonces cuando introdujo dos dedos dentro de sí; con dos era suficiente.

En su piso, en el bloque de enfrente, al mirón le pareció oír los gemidos de placer de su vecina, ahogados por los suyos propios.

lunes, 25 de junio de 2007

Evasión

Y entonces abrió lo ojos y la vio... Lentamente, deslizándose por su muñeca y hundiéndose en las líneas de su mano, para resbalarse por entre sus dedos entrecerrados y caer en las baldosas limpias...

No siempre seguía el mismo camino, sino que se dividía del original formando pequeños riachuelos carmesí que fluían en todas direcciones, siempre hacia un mismo final.

Lentamente... Lentamente, sus ojos se cerraban del cansancio, pero ella los volvía a abrir: no quería perderse un detalle de aquella escena fascinante que siempre la absorbía por completo, haciendo que los minutos semejaran segundos hasta que, en la plenitud de su éxtasis, alguien picara a la puerta del lavabo para que se diera prisa. Y, entonces, se levantaría torpemente y se cubriría la muñeca, el brazo, la mano, con toneladas de papel higiénico, y haría sonar la cisterna mientras decía “Voy, mamá”. Y abriría el grifo para limpiarse la sangre seca, y se enrollaría la muñeca con más papel higiénico en un débil intento por detener la hemorragia. Y saldría del lavabo con una cara inocente para que su madre no la riñera por tardar tanto, y se iría a su habitación a estudiar, a leer o a escuchar música...

Porque era todavía casi una niña, aparentemente feliz, que sacaba buenas notas, tenía una buena familia, unos buenos amigos... y que se hería físicamente para lidiar con su dolor interno.

jueves, 21 de junio de 2007

Cita a ciegas

Llegué 15 minutos antes de la hora acordada. No es que estuviera muy nervioso, pero quería estar con tiempo para inspeccionar el terreno. Era una cafetería normal, muy al estilo americano, con grandes sillones y mesitas bajas. Leyendo los carteles de detrás de la barra comprobé lo que ya imaginaba: que ahí, de cerveza, nada. Como no sabía muy bien qué hacer, me senté en uno de los sillones desde donde se veía bien la entrada y, cuando una chica de piernas fabulosas me preguntó qué iba a tomar, pedí una Coca-Cola. Faltaban aún algo menos de 10 minutos para la hora, cuando apareció ella. O, al menos, esa debía de ser; como mínimo, llevaba zapatos y bolso rojos, como dijo que llevaría. Al verla entrar, me arrepentí, aún más si cabe, de haber ido. A parte del hecho de que apenas se parecía a la descripción que había hecho sobre ella misma, en ese momento me sentí como un gilipollas. A ver, ¿qué hacía yo metido en un lío como ése? Pero es lo que pasa cuando te juntas con cuatro amigos, todos con novia menos tú, y os bebéis unas cervezas, que no es difícil saber quién va a pringar. Total, que hice como que no la había visto e intenté buscar por entre las mesas cercanas algún otro tío con camiseta negra y gorra. Mierda, venía para acá. Sin saber muy bien si levantarme o no, opté por seguir haciéndome el sueco, y no fue hasta tenerla delante de mis narices que giré la cabeza para mirarla. Ella esbozó una media sonrisa, y como vio que no me levantaba (ni tenía intenciones de hacerlo) se sentó en un sillón enfrente de mí.

- No estaba muy segura de que fueses tú; te imaginaba algo diferente por tu descripción...

Tocado. Vale, quizás no tenía un cuerpo demasiado atlético, y mis ojos eran más marrones que verdosos, pero todo el mundo mentía, y sino que le preguntaran a ella. No debía medir más de 1’65; caderas anchas, pechos pequeños, ojos oscuros y demasiado juntos, y una boca diminuta que movía a una velocidad pasmante y que yo no podía dejar de mirar. Tenía que haberme metido en un chat de internet en lugar de por el móvil, y así al menos habría podido ver si estaba buena o no antes de quedar con ella. Aunque, pensándolo bien, quizás no hubiese mentido mucho, ya que ciertamente había dicho que no era muy alta, y que tenía el pelo largo y rizado... De todos modos, no es que me importara; aquello ya había acabado antes incluso de haber empezado.

Estuvimos hablando un par de horas. Bueno, en realidad ella hablaba y yo miraba embobado como sus labios hacían esas muecas tan graciosas. Seguramente fue por eso que pensó que la cosa marchaba bien, puesto que sugirió de ir a cenar a un restaurante cercano. Como no tenía nada mejor que hacer, y como compartía piso con uno de mis amigos y si me veía aparecer por ahí a estas horas me lo recordaría toda la vida, accedí.

Fue una cena tranquila. A aquellas horas, cualquiera diría que ya se le tendría que haber acabado la conversación, pero nada más lejos de la verdad. Ya conocía toda su infancia y parte de su adolescencia, y aunque hacía tiempo que habíamos acabado con los postres no sabía como decirle que me quería largar de allí. Cualquier otro tío le habría soltado alguna excusa, o habría fingido ir al lavabo para salir huyendo, pero yo era simplemente demasiado capullo y, además, tenía mi móvil: no quería que estuviese toda la semana llamándome y llorando por haberla dejado plantada. Al final, fue ella quien me preguntó si nos íbamos y yo, como el capullo que era, discutí con ella para pagar la cuenta (y, desgraciadamente, gané) y la seguí como un manso corderito.

Ella no vivía lejos de allí, así que la acompañé a su casa. Ya en la portería, y mientras buscaba las llaves, yo hacía ademanes de despedida. Hubo un momento en que intentamos hablar los dos a la vez, y después de reírnos con complicidad (falsa, en mi caso) le cedí la palabra.

- Nada, era por si querías subir a casa...

Agaché la cabeza, y pude ver en el destello de su reloj que eran las 12.05. Todavía era demasiado pronto para ir a casa, así que le dije que sí. Al fin y al cabo, no iba a pasar nada: ninguna chica iba tan lejos en un primera cita (si aquello se podía llamar así) y yo tampoco es que me fuera a lanzar.

En su casa, acepté la cerveza que me ofreció y seguimos hablando. Parecía que aún le quedaban cosas por decir. De todos modos, debió notar que yo no estaba muy por la labor, porque de repente paró de hablar y se hizo un silencio algo incómodo. Entonces, sin mediar palabra, se levantó, se colocó delante de mí y deslizó su vestido por los hombros, quedándose sólo en bragas.

- ¿Te apetece...?

¡Por supuesto que no! Como ya dije, tenía las caderas enormes, los ojos muy juntos, el pecho muy pequeño y, ahora que lo podía observar con más detalle, uno era significativamente mayor que el otro. Su atrevimiento me dejó algo parado, y supongo que mi duda la hizo dudar a ella también, hasta que bajó la vista y se fijó en el bulto que sobresalía de mis pantalones. Tocado y hundido. ¿Por qué los instintos siempre nos traicionan? Mientras me desabrochaba los pantalones y yo le apretaba sus diminutos pezones, pensé que por qué no, que un polvo nunca venía mal y que siempre podía darle largas al día siguiente.

Cuando me desperté por la mañana tardé un rato en ubicarme. Después de recordar lo que había pasado, miré a mi alrededor y vi que no estaba. Me vestí y fui al comedor, donde la encontré leyendo. Llevaba una camiseta que se transparentaba ligeramente y unas bragas, y no puede evitar encontrarle cierto encanto allí, con el sol iluminándole el pelo y su cara de inmensa concentración. Después de todo, la noche había sido mejor de lo que me esperaba... Quien sabe, a lo mejor de esto salía algo bonito y todo. Cuando me vio, dejó el libro boca abajo en una mesa y habló antes de que yo pudiera decir nada, como era ya costumbre en nuestra corta relación.

- Sobre lo de anoche... Mira, estuvo bien y todo eso pero, la verdad, no creo que hubiera una verdadera conexión entre nosotros...

Y ahí estaba yo, bajando aquellas escaleras medio en ruinas y viendo como se destruían los cimientos de aquel castillo que mi mente había, con gran rapidez por su parte, empezado a construir.

martes, 19 de junio de 2007

Preludio

Túmbate, a ser posible en el suelo, y boca arriba. Sería ideal que tu piel tuviese el mayor contacto posible con el suelo: mínimas piezas de ropa, máximo apoyo de toda la superficie de tu cuerpo. Cierra los ojos, y siente. ¿Qué notas? Tal vez frío, puesto que la cerámica no es conductora del calor; puede que notes también una cierta uniformidad en el terreno, o tal vez alguna pequeña partícula que, presionada por el peso de tu cuerpo, te parezca de un tamaño mucho mayor.

Ahora, deja de sentir, y piensa: ¿todo esto es real? ¿Realmente estás ahí, tumbado en el suelo, percibiendo todas esas sensaciones, o en realidad estás en tu cama, durmiendo y soñando que las percibes? O quizás no me hayas hecho caso y estés sentado delante de tu ordenador, y mientras leías las sensaciones que he descrito, las hayas sentido. Pero eso no quiere decir que las hayas sentido de verdad.. ¿o sí? Si este fuera el caso, es decir, que no te hubieras separado de tu ordenador, significaría que alguna vez te has tumbado en el suelo, como te pedí que hicieras, o que simplemente has estado en contacto con alguna superficie que te produjera unas sensaciones parecidas a las descritas; entonces, tu cerebro ha rescatado esas sensaciones de algún almacén olvidado en el fondo de tu mente y, de alguna manera, has podido sentir los escalofríos que produce el contactar con una superficie fría, o la incomodidad de estar clavándote algo en la piel.

Cambiemos de ámbito, pensemos en la vida. Tienes una cierta edad, lo que equivale a una cierta experiencia y conocimiento de causa; estás trabajando y/o estudiando, tienes unos amigos, una familia, unas aficiones... unas cosas que conoces y que son normales en tu vida. Ahora bien, ¿cuándo fue la última vez que sentiste algo nuevo, diferente?

Con el tiempo, las personas nos acostumbramos a las cosas y dejamos de verlas tal y como son: cuando conoces a una persona nueva, consciente o inconscientemente la comparas con otra, o formas tus propias impresiones previas, o cuando ves un objeto nuevo, algún invento o simplemente algo procedente de otra cultura, necesitas saber para qué sirve para poder equipararlo así con algo que ya conozcas. Mi pregunta es, ¿por qué? ¿Qué necesidad hay de hacer todas estas asociaciones, por qué no podemos ver ese objeto, esa persona, tal y como es, como algo único e inigualable? ¿Por qué no pensar que, si nos tumbamos en el suelo y nos paramos a sentir, puede que éste esté caliente porque le haya dado el sol, o que sintamos algo que no esperábamos? Entonces es cuando nos sorprendemos, porque nuestras impresiones previas, adquiridas a partir de la experiencia de haber sentido muchos suelos diferentes, fallan. Porque cada suelo es único e inigualable, porque el mundo es imprevisible y quizás, en el mismo momento en que estás ahí tumbado, una pequeña hormiguita sube por uno de tus dedos y recorre tu antebrazo.

No des las cosas por sentadas; aprende a ver los pequeños matices que hacen que una cosa sea única, y de esa manera la valorarás mucho más. No pierdas la increíble capacidad de sorprenderte.