jueves, 27 de noviembre de 2008

Desaparecida


Me confesaste que un día de aquellos ibas a largarte de aquí. Lo dijiste de sopetón, mientras fregoteabas los espejos concienzudamente para quitar todas las huellas que llevaban ahí sólo Dios sabía cuanto, y creí haber entendido mal pues hacía menos de una hora que me había levantado y el café aún no había ejercido su efecto. Recuerdo que yo barría el suelo, y poco a poco me fui acercando más a ti con mi escoba para asegurarme de que había oído correctamente.

Y, al parecer, así había sido. Me comentaste que hacía mucho tiempo que pensabas en ello y que estabas decidida a hacerlo cuanto antes mejor. Que no aguantabas a tu familia, que tu trabajo era una mierda y que no había nada por lo que quedarse. Yo me sentí ofendida pues, aunque sólo se trataba de una tienda de ropa, estaba bastante satisfecha con el trabajo que compartíamos y me sentía orgullosa de mí misma cada vez que cerraba una venta importante. Además, el nada por lo que quedarse me incluía a mí y, además de ofendida, me sentí menospreciada.

Tú, como tantas otras veces, leíste mis pensamientos y me dijiste que por mí harías lo que fuera, pero que estabas desesperada. Es más, me invitabas a largarme contigo, aunque me conocieras demasiado bien como para saber que yo era demasiado cobarde como para hacer una cosa como aquella.

No volvimos a hablar del tema aquel día, pues ambas sentíamos la mirada de la encargada clavada en nuestras espaldas y proseguimos con nuestras tareas.

Pero al día siguiente no te presentaste al trabajo.

Cuando yo llegué, pues tenía el turno de tarde, nadie me comentó nada, por lo que supuse que habrías llamado para excusarte y que todas las demás ya estaban enteradas. Yo no pregunté, decidida a llamarte en cuanto llegara a casa para saciar mi curiosidad y saber qué les habías contado para escaquearte. Pero cuando lo hice, tu móvil estaba apagado o fuera de cobertura, y me acosté con la inquietud de que quizás habías cumplido tu deseo.

A la mañana siguiente tampoco apareciste y tampoco a la otra, y cuando, intranquila, me decidí a preguntarle por ti a la encargada, ésta me miró extrañada, como si no supiera de quien estaba hablando, y me dejó allí plantada con mi preocupación al irse a atender a una clienta. Lo intenté varias veces más con tu móvil, pero nunca estabas disponible. Cuando por fin lo conseguí, una voz masculina me aseguró que aquel número no correspondía a ninguna Cristina y que debía de haberme equivocado.

Encontré la dirección de tu casa tras buscar en decenas de agendas y libretas, y cuando fui y piqué al timbre apareció una anciana que me explicó que llevaba viviendo allí sola desde que había enviudado hacía nueve años. Tu nombre no aparecía en el listín de teléfonos, y las personas que compartían tus apellidos me contestaron que no tenían ningún familiar que se llamara como tú y cuadrara con la descripción que les di por teléfono.

No entendía qué había pasado, pues de un día para otro todo rastro de tu existencia se había evaporado como por arte de magia.

Sólo cuando, semanas después del último día en que nos vimos, una compañera de trabajo me comentó que al menos ya no iba por ahí hablando sola empecé a comprender…

lunes, 17 de noviembre de 2008

Venganza



Me recetaron Trankimazin, asegurándome que el insomnio y los episodios de ansiedad que venía sintiendo desde hacía unas semanas mejorarían visiblemente. Pero yo sabía cuales eran las causas de mi ansiedad y de mi insomnio y que no iba a ganar nada atiborrándome a pastillas. De hecho, sabía exactamente qué era lo que me podía provocarme una mejora instantánea.

Como consecuencia, al llegar a casa aquella tarde saqué la caja de pastillas del bolso y extraje algunas que machaqué a continuación con la ayuda de un mortero. Después, metí el polvillo resultante en la botella de cerveza que había a medias en la nevera, moviéndola bien para que no quedara poso. Luego sólo quedaba esperar a que llegara a casa con la puntualidad que le caracterizaba.

Tan siquiera me miró al entrar. Dijo un hola al aire y se metió en la ducha. Mientras, aproveché para revisar la mezcla, y la agité un poco por si las moscas. Pronto acabó y apareció por la cocina, donde yo preparaba algo de cenar. Comentó que no cenaría nada, como de costumbre, y que tenía trabajo que hacer. Cogió la botella de cerveza de la nevera, casi lo único que ingería durante todo el día por aquel entonces, y se encerró en su habitación.

Estaba informada. No era mi intención matar a mi compañera de piso mediante una sobredosis de benzodiacepinas, porque sabía que la cantidad necesaria para ello era muy alta. No, tan sólo pretendía adormecerla, sedarla… y el resto vendría después.

Esperé un tiempo prudencial y, cuando creí que la droga ya habría hecho su efecto, abrí la puerta de su habitación. Tal como esperaba, se había quedado totalmente dormida sobre una montaña de papeles que descansaban en su escritorio, al lado de lo que quedaba de la botella de cerveza. Con suavidad, porque no conocía a ciencia cierta la profundidad de la sedación, la incorporé en la silla y coloqué su cabeza de manera que se apoyara en el respaldo. Después, desabroché sus pantalones y los deslicé, no sin dificultades, por sus piernas. Hice lo mismo con sus bragas, y abrí sus piernas hasta tener una buena visión de su sexo depilado.

Entonces cogí la placa de petri que había dejado en el escritorio mientras maniobraba y la abrí. Con rapidez, pues aquella especie en concreto era bastante sensible a la desecación y a la temperatura, unté bien un bastoncillo de los oídos que luego extendí sobre sus genitales. Repetí la operación varias veces, temerosa de despertarla pero concentrada en mi tarea. Finalmente, le puse la ropa tal y como la tenía y la coloqué también en la posición original, abandonando la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado.

Introduje la placa en una bolsita de plástico para devolverla al día siguiente al laboratorio, donde tendría que justificar una contaminación del cultivo para poder repetirlo sin levantar sospechas. Me lavé bien las manos y me acomodé en el sofá, recreándome en el éxito de mi plan y consciente de que aquella noche dormiría como un bebé. Con un poco de suerte, en menos de una semana mi amiga empezaría a notar los síntomas más característicos de la gonorrea.

Aquello le enseñaría a no acostarse con el tío que sabía perfectamente que le gustaba a otra.

martes, 11 de noviembre de 2008

Larga espera


Llegué al lugar donde nos habíamos visto por última vez y eché un vistazo para ver si ya había venido. Cuando me aseguré de que no estaba por allí todavía, me senté en un banco y me dispuse a esperar.

Alguien había dejado un periódico abandonado, que hojeé sin prestarle demasiada atención. Hablaba de Obama, de remedios para intentar paliar la crisis, de los concursantes de Gran Hermano. Miré algunas fotos durante un rato, y luego busqué un boli e hice el sudoku. Pronto descubrí que me había equivocado y, sin ganas de buscar cual había sido mi error, cerré el periódico y lo dejé donde lo había encontrado. Poco después fue arrastrado por el viento.

Observé el viento. Me fijé en como hacía oscilar las ramas de los árboles, a veces con suavidad y momentos después con excesiva violencia. Vi como ayudaba a arrancar algunas hojas y como se las llevaba, entremezcladas con polvo y bolsas de plástico. Una de ellas fue a parar a mis pies, y la cogí con parsimonia. Aunque no muy aficionada a la botánica, la identifiqué como la hoja de un castaño, y jugué un rato con ella hasta que mis dedos nerviosos la hicieron añicos.

De pronto recordé que llevaba un libro en el bolso. Lo saqué y lo abrí, súbitamente impaciente por continuar con la historia. Leí durante un rato, no sabría precisar cuanto, pero cuando levanté la vista para observar a una pareja que se alejaba y la volví a bajar, me di cuenta de que no recordaba nada de lo que había leído. Resignada, coloqué el punto de libro donde momentos antes había estado y volví a guardar la novela en mi bolso.

Esperé y esperé, pensando en mil cosas distintas, intentando no pensar en nada, imaginando historias en mi cabeza, tranquila, aburrida, impaciente, cansada. Esperé hasta que las farolas de mi alrededor se encendieron y el frío se entremetió con especial intensidad bajo los dobladillos de mi abrigo. Decidí, entonces, volver a casa.

Una vez más, la Felicidad había decidido no presentarse a nuestra cita.

martes, 4 de noviembre de 2008

Sustituto


Pensé en llamarte y decirte todo lo que nunca te había dicho pero que siempre había querido decirte: que los últimos meses habían sido maravillosos, que no quería que aquello acabara y menos de aquella manera, que te quería más de lo que había querido a nadie en toda mi vida. Levanté el auricular del teléfono, pero en lugar de marcar tu número marqué otro, y media hora más tarde él ya había llegado y follábamos apasionadamente en la misma cama en la que tú y yo lo habíamos hecho tantas otras veces.

La mayoría de las ocasiones, las cosas no son tan fáciles como en un principio parecen. Las relaciones interpersonales son complicadas, pero no porque el ser humano lo sea, sino porque todos y cada uno de nosotros nos empeñamos en enredar las cosas mucho más de lo que pueden llegar a enredarse por sí solas. Ése era un tema que tú y yo habíamos hablado mil y una veces pero del que jamás habíamos podido encontrar una solución. Tú no estabas dispuesto a renunciar a tu trabajo por mí, y yo no estaba dispuesta a renunciar, ¿a qué? ¿a mi independencia? No lo sé, aunque lo más probable fuera que mi comportamiento pudiera resumirse única y exclusivamente con la palabra miedo.

El caso es que te dejé marchar y decidí olvidarte no embriagándome con alcohol, pues sé a ciencia cierta que muchas veces el alcohol lo que hace es enterrarte aún más en tu miseria, sino con sexo… Aunque en los segundos previos al orgasmo cerrara los ojos e imaginara que eras tú el que me embestía; aunque al acabar deseaba fervientemente que fueras tú quien me abrazara.

Quizás fuera mejor eso, pensaba para mis adentros. Tal vez no estábamos hechos el uno para el otro: nuestras vidas eran demasiado diferentes como para acoplarlas la una a la otra y, tarde o temprano, esas diferencias acabarían por romper lo que con sudor y sangre nos habíamos esforzado por construir. Pero entonces, ¿por qué sentía aquella angustia dentro de mí que no me dejaba dormir? ¿Por qué el corazón me dolía tanto que habría deseado arrancármelo del pecho para dejar de sentirlo?

Pero en vez de ir a la cocina a afilar el cuchillo, opté por zarandear a mi compañero de cama adormilado y usarlo para aplacar la ansiedad que me carcomía por dentro. A sabiendas de que no le quería para nada más que para aquello, y a sabiendas de que él lo sabía. Usándolo suciamente, tal vez de la misma manera que él también me usaba a mí.