viernes, 13 de julio de 2007

Laura y Eva

Laura y Eva se conocían desde siempre. Desde que tenían memoria, siempre habían sido inseparables. Habían ido juntas a la guardería, al colegio y al instituto. Habían ido a facultades diferentes, pero aún así nunca habían perdido el contacto. Habían estado juntas cuando les vino la primera regla, cuando tuvieron su primer novio y cuando perdieron la virginidad. Su vida había sido siempre como en las películas americanas donde las típicas amigas del alma hacen pactos de sangre y juran ser amigas para siempre, hasta el día en el que Eva descubrió que estaba enamorada de Laura.

Fue un día en el que Laura lloraba, por segunda vez en aquel mes, por un chico que le había roto el corazón. Con la cabeza apoyada en su hombro, y sintiendo el pecho de su amiga convulsionarse por los sollozos, Eva tuvo el momentáneo impulso de besar a Laura, pensamiento que rápidamente cobró sentido en su cabeza: era su mejor amiga, necesitaba consuelo y cariño, seguro que se lo agradecía, seguro que, en su fuero interno, lo deseaba. Por eso le besó el pelo, la frente, las lágrimas que resbalaban por su cara, los labios... Y entonces fue cuando Laura, sorprendida, se apartó de su amiga despectivamente, y en un instante olvidó toda su tristeza y le invadió el desconcierto, y Eva, más sorprendida aún por la reacción de Laura, no supo qué decir, y vio cómo ésta se iba de su lado, y sintió que la perdía...

Así que decidió demostrarle que la quería, que ella jamás la trataría como todos los chicos la acababan tratando, que ella la valoraba y sabía lo especial que era... ¿Y qué mejor demostración que protegerla de aquellas personas que le hacían daño?

Sin pensárselo dos veces, cogió el coche y fue hasta la casa del último ex de Laura, por el cual lloraba aquella tarde. Como Laura no tenía coche, Eva la había llevado unos días atrás allí, así que no tuvo dificultad en encontrar el sitio. Mientras pensaba, sentada en su coche, cual sería el siguiente paso, encendió un cigarro. No podía llamar a la puerta como si nada y, como el piso estaba en la planta baja, pensó en colarse por la ventana pero, ¿qué haría luego? Justo cuando esto último cruzaba su mente, por una de las ventanas abiertas apareció una cortina que ondeaba al viento, como invitándola a pasar a la acción. Entonces se le ocurrió. Salió del coche y cogió del maletero una pequeña lata de gasolina que guardaba para emergencias y, después de asegurarse de que no había nadie en la calle, mojó la cortina ligeramente, en vertical. En ese momento, escuchó la voz de un chico desde dentro de la casa, y el odio que sintió la armó de valor. Metió la cortina para adentro, y lanzó lo que quedaba de su cigarro. En un instante, una llamarada se extendió por la cortina, y Eva se apartó pensativa, decidiendo si aquello sería suficiente. Creyó que sí; se sentía eufórica.

Aquella noche, Eva, que siempre había padecido de insomnio, durmió como un bebé. A la mañana siguiente, sábado, se compró el periódico local y se dispuso a dar un paseo por el parque donde Laura solía correr los fines de semana.

Diez minutos después, una ancianita que paseaba con su perro vio estupefacta como, a unos metros de distancia, una joven se lanzaba a la carretera cuando pasaba un autobús. En el suelo, el viento arrastraba un periódico con la noticia de un incendio en un edificio cercano, donde había muerto una pareja de jóvenes.

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