viernes, 29 de agosto de 2008

Recuerdos amargos


Seis meses después de verla por última vez, le pareció vislumbrar su silueta a lo lejos, en la calle, y no pudo refrenar el impulso de correr tras ella. Después lo pensó mejor y se paró en seco sin darse cuenta de que lo hacía en medio de la carretera, donde a un coche le faltó poco para llevárselo por delante. El chirrido de los neumáticos y el claxon del conductor enfurecido bastaron para que ella, movida por la curiosidad, girara la vista hacia atrás para ver qué había ocurrido.

Y entonces sus miradas se cruzaron.

Podía haber hecho como que no lo había visto; volver la vista al frente y seguir con su camino, pero aquella mirada había durado demasiado tiempo y ya no había escapatoria. Poco a poco, se fue acercando a él mientras él hacía lo propio desde donde se encontraba, sin prestar atención a los gritos del conductor que ya se iba ni a los transeúntes que le miraban con curiosidad.

Se pararon el uno frente al otro, todavía aguantándose las miradas. Pensando en la última vez que lo habían hecho y notando las diferencias que el paso del tiempo había inducido en ellas.

Él la miraba con un atisbo de inseguridad que a ella no le pasó desapercibido. Había pasado bastante tiempo, pero no estaba seguro de si ella había olvidado. Ella aprovechó aquel titubeo para simular una indiferencia cortés, luchando con todos sus fuerzas para que él no pudiera notar el leve temblor que sacudía sus manos.

Se saludaron y se preguntaron por sus respectivas vidas. No había mucho que pudieran decirse el uno al otro, y ambos lo sabían. Inmóviles en medio de la acera, aquella situación se parecía más a un pulso entre sus ojos que a un encuentro fortuito entre dos amantes que aún no se habían olvidado el uno del otro.

Al final ella fue la primera en bajar la mirada, articulando la primera excusa que se le ocurrió para poder escapar del halo de atracción que rodeaba a su interlocutor. Él esbozó una sonrisa que parecía de resignación, y la dejó marchar no sin antes desearle lo mejor en la vida.

Ella se alejó a paso rápido, sin lograr apartar de su mente sus últimas palabras y el brillo de sus ojos al pronunciarlas.

Él la observó marchar absorto en la sucesión de imágenes que se proyectaban en su memoria, donde sus cuerpos yacían entrelazados entre un mar de sábanas.

martes, 19 de agosto de 2008

Identidad


El mundo que siempre he conocido se ha evaporado, como las gotas de agua que caen al suelo tras haber regado las macetas. Ha desaparecido por completo y algo, la forma como ladran los perros por las calles o las risas de los niños en el parque, no lo sé, me dice que nunca más volverá.

En estos instantes miro a mi alrededor y me siento perdida y desorientada, sin la más mínima idea de qué hacer o adonde ir. Escudriño el cielo en busca de una respuesta, una señal, pero los astros parecen haberse olvidado de mi existencia. Tan sólo el sol parece darse cuenta de que sigo aquí, haciendo que mi enorme desconcierto se asemeje más a una insolación causada por el exceso de calor.

Es por eso que un par de personas se detienen a mi lado y me preguntan si me encuentro bien, y yo los contemplo sin acabar de ver, con la mirada perdida en un mar de incredulidad y confusión. Ellos me devuelven una mirada llena de lástima, y puedo leer en sus ojos la compasión, preguntándose cómo he podido llegar a este estado tan lamentable…

Pero yo sé que no es cierto lo que piensan, que no estoy loca, que lo único que necesito para encontrarme mejor es una cara conocida, un lugar familiar… que no logro descubrir por muchas vueltas que doy y aunque mire por todas partes.

Ya no sé a donde ir y las imágenes se fusionan en mis retinas en una amalgama de luz y color que me hace marearme y caer al suelo. La gente sigue pasando a mi lado y no me presta atención, como si yo tan sólo fuera un montón de basura tirada en medio de la calle… Y yo me encojo y me hago un ovillo para que no me pisen, bien que en verdad quisiera gritarles que miren por donde andan, que estoy aquí, que todavía soy alguien…

Aunque ni yo misma sepa quien soy. Aunque tampoco sepa si lograré serlo por mucho tiempo.

domingo, 10 de agosto de 2008

Día de playa


Irse solo a la playa un bochornoso domingo de agosto puede cambiarle la vida a alguien. Un día así puede convertirse en una oportunidad para sumergirse en las profundidades de uno mismo y encontrar algún paraje inexplorado. Quizás, al salir a la superficie, te quieras un poco más (o te odies un poco menos, según como se mire); quizás cojas el coche y, en la próxima curva camino a tu casa, decidas no girar. Todo depende de diversas variables que Patricia ni siquiera se había planteado.

Patricia era una mujer joven, atractiva, con pareja y de vacaciones: a simple vista, el prototipo de persona perfecta que te venden en los anuncios de televisión. Pero siempre es interesante ahondar un poco más allá de lo que se ve desde el exterior.

En aquel día de playa, Patricia descubrió que tanto su juventud como su belleza tenían límite, que lo suyo con su novio podía no durar eternamente y que en dos semanas tendría que volver al trabajo. He aquí otra pequeña particularidad que Patricia aún no había descubierto: que si había tardado 29 años de su vida en obtener aquellas conclusiones, significaba que su inteligencia ciertamente no sobresalía de la media. Aunque, en la sociedad de hoy en día, ese pequeño detalle importaba tres pimientos.

El caso era que Patricia, en aquellos momentos, estaba más cerca de cerrar los ojos y conducir todo el camino de vuelta en línea recta que de cualquier otra cosa. Pero Patricia no estaba dispuesta a dejarse llevar por las contrariedades, así que inició una tremenda lucha contra su fuero interno para tratar de autoconvencerse de todo lo contrario de lo que había aprendido en sus 29 veranos de vida.

… Y perdió.

Patricia no esperó hasta llegar a una curva, sino que estrelló coche contra un muro de hormigón antes de llegar a la autopista.

lunes, 4 de agosto de 2008

Vacaciones perfectas


Toca las pequeñas gotas de sudor que cubren tu frente y siente como el aire asfixiante parece obstruir cada uno de tus poros. Percibe la luz del sol entrar por tus pupilas mióticas para luego cerrar los ojos y ver soles ocupando cada rincón de tu cabeza. Siéntate en algún lugar sin ninguna sombra que te ampare y resiste hasta que la deshidratación, la migraña o la insolación puedan contigo.

Es el verano, maravillosa estación de la que todos hablan y adoran. Esa que cada año se intensifica un poco más, y que algún día nos hará desaparecer de la faz de la Tierra.

Pero espera, sigue leyendo; no todo acaba aquí. Asómate a la ventana, mira a tu alrededor, escucha atentamente. ¿Qué ves? ¿Qué oyes? La masa borreguera ya no está: ha dejado la ciudad para simular en algún otro lugar que su vida es menos patética de lo que parece. En unos días, todos los Antonios y las Juanis del barrio volverán, quizás más descansados o tal vez deseando huir de aquellos miembros de la familia a los que han tenido que soportar durante los escasos días de su efímera escapada. Tal vez planeando asesinarlos a todos con un cuchillo de cocina y así poder relajarse verdaderamente los pocos días de vacaciones que les quedan. Antes de sumirse en la depresión post-vacacional que todo el mundo acostumbra a representar, más o menos convincentemente, por estas fechas.

Y tú, ¿a qué esperas? ¿Qué haces todavía ahí? Tienes toda la ciudad para ti solo durante unas preciosas horas… ¿Vas a quedarte ahí sentado? Corre, aún estás a tiempo. Entra en el primer bar que veas abierto y gástate el dinero del préstamo para irte de vacaciones en una buena borrachera. A partir de ahí, y si aún te mantienes en pie, ármate con tu bate de béisbol favorito y golpea coches, escaparates o a cualquier pirado que se ponga en tu camino. Incendia contenedores, autobuses o gasolineras. No dejes ni una sola farola intacta en tres quilómetros a la redonda.

Y cuando hayas jodido todo lo que haya a tu alrededor, compra una pistola y pégate un tiro en la boca. Habrás conseguido huir de la espantosa vida que te espera de manera rápida e indolora, y hasta puede que consigas (al menos, por unos instantes) que los Antonios y las Juanis de este mundo piensen en algo más que en sus tristes e injustas vidas. Con un poco de suerte, hasta logres salir en la tele. ¿Qué plan mejor puedes tener para estas vacaciones?

domingo, 3 de agosto de 2008

Viaje


El paisaje se sucedía a través de las ventanillas de aquel tren como fotogramas de una vieja película en blanco y negro. Por su izquierda, los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte, inundando de luz lo que parecía una interminable extensión de campo; por su derecha, la suciedad de la ventana dejaba entrever la panorámica de lo que parecía una interminable extensión de agua. Ella no observaba ni lo uno ni lo otro, pues temía ponerse a llorar al ver como cada vez más quilómetros la separaban de donde él estaba. Así que, en lugar de eso, cogió su gruesa libreta de anillas y se puso a dibujar.

Ni el vagón prácticamente lleno ni el traqueteo incesante del tren le hacían perder la concentración; quizás sí le hacían usar la goma más veces de lo acostumbrado, pero eso no era un problema. Después de más de un año escribiendo para evadirse, había descubierto recientemente la sensación purificadora que le producía dibujar. Y lo hacía con paciencia, esbozando cada trazo como si cada uno de ellos fuera una palabra de una de sus historias.

Siempre que dibujaba, volcaba en su libreta sus cinco sentidos y alejaba de su mente todo pensamiento que no tuviera que ver con su obra. Era por eso que el dibujar había desbancado el escribir y se había convertido en su mayor quehacer en aquella época libre de obligaciones, ya que le ayudaba tanto a pasar el rato como a despejarse y no darle vueltas a la cabeza. Porque a veces las palabras tan sólo eran vómitos de recuerdos amargos que escocían en su garganta, mientras que los trazos eran proyecciones de su propio cuerpo y mente, en las que el grafito de su lápiz se convertía en un reflejo de sus ilusiones, deseos y esperanzas.

Pero mientras su atención estaba concentrada en la libreta que se apoyaba en su regazo, no reparó en los dos ojos que, a unas filas de distancia, no perdían detalle de cada uno de sus movimientos. La observaban dibujar, hacer sombras con su dedo índice y poner muecas cuando lo que veía no era del todo de su agrado. Aquellos ojos la observaban con un brillo especial, y su dueño era incapaz de mover un solo músculo por miedo a que ella reparara en su presencia. Planificando la mejor manera de acercarse a la persona a la que tanto daño había hecho.

Porque, mientras ella había cogido ese tren para intentar olvidar, él lo había hecho para evitar caer en el olvido.