jueves, 4 de octubre de 2007

Obra maestra

Ésta iba a ser su gran obra maestra, su catapulta hacia la fama. Lo presentía.

Rondaba los cuarenta, aunque su pelo largo y su forma de vestir, así como esa sonrisa que tan bien le funcionaba con las mujeres le hacían parecer diez años más joven. Daba clases de Dibujo en la universidad y sus aulas eran famosas por estar llenas de jóvenes que suspiraban cada vez que él se les acercaba para comentar un trazo o un detalle de alguno de sus esbozos. Precisamente una de aquellas jóvenes era la que le ayudaría a conseguir su propósito.

Se había fijado en ella en el mismo instante en que entró a clase, y no había podido apartar la mirada de su rostro durante las tres horas que ésta duraba. Daba la impresión de ser bastante solitaria y acostumbraba a pasar desapercibida pero, a su parecer, ella era la perfección anatómica personificada. Y no sólo era perfecta en ese sentido.

A su lado, sintió como la juventud volvía de nuevo a sus entrañas. Aunque engreído y vanidoso, no se le escapaba el hecho de que ya había dejado atrás los mejores años de su vida, y cada mañana escudriñaba su reflejo en el espejo, en busca de nuevas señales que mostraran una vejez que se negaba en aceptar. Ella le recordaba una dulce época que había dejado atrás hacía mucho tiempo, pues por cada poro de su piel dejaba escapar el entusiasmo, la impulsividad y la fogosidad propias de la juventud.

Por un momento, se le pasó por la cabeza el abandonar su plan inicial y dejarlo todo por esa hermosa mujer que le había hecho vivir con una intensidad que no creyó recuperar nunca. Pero pronto recapacitó, y tuvo la inminente certeza de que aquella historia no iba a tener un final feliz, ya que eran muchas cosas las que les separaban, y una mujer como aquella necesitaba campo abierto para correr y él representaba la valla que cortaba su camino.

Unos días después, cuando la luna aún no había asomado su lomo entre los edificios de la ciudad, él observó impasible como ella se echaba las manos a la garganta tosiendo; como se levantaba bruscamente, apartando la silla de la mesa en la que estaban cenando mientras su tez de volvía lívida, y como le miraba estupefacta, sin ni siquiera alcanzar a imaginar qué era lo que realmente estaba pasando, y conservando esa dulce ignorancia hasta desplomarse al suelo y quedarse inmóvil para siempre.

Ya estaba hecho.

Poco después, su cuerpo yacía inerte sobre el sofá. Con movimientos ágiles, la desnudó y colocó en la posición que tantas veces había visto en su imaginación, y preparó todo lo necesario para comenzar a pintar.

Pintó durante horas, incansable, con los altavoces vibrando con las notas de Mozart y su Réquiem. Pintó durante toda la noche, sin parar un solo instante, embelesado por la belleza de la pintura más extraordinaria que jamás se había creado antes.

Amanecía cuando, extasiado y con el telón de la Novena Sinfonía de Beethoven, dio por terminada su obra.

Unas semanas después, se encontró el cadáver de una joven que, pese a su estado de descomposición, tenía un significante parecido a la de aquel retrato que unos días atrás había revolucionado el mundo del arte...

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