viernes, 26 de octubre de 2007

Jueves extraño

Ayer la verdad es que fue un día de lo más raro...

Me levanté a la hora de siempre y cogí el metro tan dormida como siempre. Hasta ahí, todo bien. Hacía mucho calor allí dentro, así que intenté distraerme observando a los demás pasajeros, mirando las lucecitas que indican las paradas... Y entonces me fijé: mi parada no estaba. Las leí una por una, por si acaso la había pasado por alto, pero nada. Es más: ninguna de aquellas paradas me sonaba lo más mínimo. Desorientada, miré a mi alrededor buscando algún signo de sorpresa por parte de la gente que me rodeaba, pero todos estaban tranquilos, inmersos en sus propios pensamientos.

No sabía qué hacer, así que me bajé en la siguiente parada y leí las indicaciones para ver si me aclaraban algo. Efectivamente, aquella era la línea que cojo siempre, pero el asunto de los nombres de las paradas seguía siendo un enigma para mí. Pensé en preguntarle a alguien que pasara por allí o a algún empleado de información pero, ¿qué iba a decirle? “Perdone, ¿han cambiado los nombres de todas las paradas durante la noche?”.

Todavía confusa, salí a la calle. Siempre me había considerado una gran conocedora de la ciudad; en la época de mis veintitantos había recorrido prácticamente todas las calles durante mis salidas nocturnas, ya fuera sobria o haciendo eses. Pero, una vez que asomé la nariz por entre la aglomeración que se acumulaba a las puertas del metro para hacer un reconocimiento del paisaje, no reconocí nada de lo que veía; a decir verdad, aquello ni siquiera parecía mi ciudad, y hasta me pareció escuchar hablar en otro idioma a la gente que pasaba por mi lado.

Me estaba empezando a entrar un terrible dolor de cabeza y, en aquel momento, tan sólo deseaba volver a casa, así que pensé que lo mejor era volver al metro y preguntar, al puro estilo guiri. Así que volví a las escaleras, de las que me había alejado unos metros, para ver como un hombre bajito y vestido de uniforme cerraba la verja. Totalmente paralizada por la sorpresa, me asombré todavía más al percibir de inmediato la oscuridad y tranquilidad que había en la estación, como si todo el bullicio que apenas hacía unos segundos había dejado atrás se hubiera disuelto en el aire. ¿Qué estaba pasando allí?

Desesperada ya y completamente decidida a volver a casa, lo único que se me ocurrió fue buscar un taxi que me sacara de aquel lugar. Fue al empezar a caminar por aquellas calles cuando no pude evitar notar como mucha gente me miraba al pasar. Lo más extraño era la forma de observarme, con una mirada vacía e inexpresiva. A medida que avanzaba, más y más gente me miraba, hasta que me dio la impresión de que ni una sola de las personas con las que me cruzaba desadvertía mi presencia. Recuerdo que llegué a pensar que tal vez tenía algo extraño en la cara, o que, con las prisas matutinas, no me había maquillado demasiado bien. Pero mis impresiones cambiaron cuando la gente me empezó a hablar. Me decían cosas como que estaba perdida, que el cartero me perseguía o que nadie me echaría de menos. Y lo más curioso es que todas aquellas personas conocían mi nombre. Hombres, mujeres, niños, ancianos; todos se acercaban a mí y, mirándome fijamente a los ojos, me hicieron sentir lo más asustada que he estado en mi vida.

No sé cuando empecé a correr. El caso es que, de pronto, me vi corriendo entre una multitud de personas que se paraban a observarme pasar. Era como una pesadilla. No sé cuanto tiempo había pasado cuando me encontré rodeada de árboles, así que paré y me apoyé en uno de ellos para recuperar el aliento. Mientras lo hacía, me di cuenta de que el paisaje había cambiado: reconocía aquel parque y estaba muy cerca de mi casa. La gente paseaba tranquila sin prestarme la más mínima atención, y estaba empezando a anochecer. Sin pensarlo dos veces, aceleré el paso hasta llegar a mi piso y, una vez allí, me metí en la cama y me dormí, sin tan siquiera quitarme la ropa.

Esta mañana me he levantado mucho mejor. Aún estaba algo confusa por lo que me pasó ayer, así que he llamado al trabajo diciendo que me encontraba algo indispuesta. No he hecho nada especial: he descansado, leído, visto la tele...

A media mañana, me he asomado a la ventana y he visto al cartero llegar. Me he inquietado un poco, pues me ha saludado con furia, como solía hace algún tiempo, y he tenido la certeza de que por fin iba a subir a matarme. Pero cuando he ido a asegurar la puerta con llave, la presentadora del telediario me ha tranquilizado diciéndome que no me preocupara, porque todavía estaba ideando el plan adecuado, y que aún me daba tiempo de comprar la pistola.

Además, por la tarde ha venido Luís. Llevaba casi una semana fuera por un viaje de trabajo, y lo echaba mucho de menos. Ahora está en el lavabo. Espero que no le dé por abrir el armario, y se dé cuenta de que no me he tomado las pastillas que me recetó el psiquiatra...

domingo, 21 de octubre de 2007

Una tarde

El suelo está lleno de hojas secas, marrones y todavía mojadas por la reciente lluvia. El cielo está totalmente cubierto por una capa densa de nubes algodonosas y grises que apenas dejan pasar la luz del sol. El ambiente es húmedo, y de vez en cuando se levanta un viento frío que traspasa mi chaqueta de lana y me hace estremecer.

Paseo por las afueras de la ciudad; de una ciudad que parece abandonada a su suerte después del temporal. Apenas se ve a nadie en la calle: en un día como éste, probablemente estén todos acurrucados en el sofá, debajo de una manta y congregados, cual rebaño de ovejas, delante de la televisión. Afortunadamente, parece que nací con un mínimo de personalidad y criterio propios (o no los perdí durante la masificación adolescente) y mis prioridades son otras. Como pasear, acompañada tan solo por mis pensamientos y mi soledad.

Muy a menudo me ocurre que mi estado de ánimo se adapta al paisaje que me rodea, o al clima. Hoy me siento como entumecida, insensible. Pero, a lo lejos, un vagabundo me recuerda que, de aquí a un rato, cuando me apetezca, tengo un lugar caliente y cómodo a dónde volver... Y eso me entristece, como si yo tuviera la culpa de tener un lugar donde vivir, y él no. Miro a mi derecha, y veo un perro que cruza la calle cabizbajo y, durante unos segundos, cruzamos nuestras miradas. Y en sus ojos leo el abandono y el desamparo y siento punzadas en el corazón, como si yo tuviera la culpa de sentirme querida y protegida, y él no.

Ligeramente contrariada por la sucesión de sensaciones, me siento en un banco y observo el panorama. El árbol que se alza justo enfrente de mí capta mi atención: en él, sólo queda una hoja, y me hace gracia su esfuerzo por conservarla, por vencer la fuerza del viento que pretende robársela. Imagino como la hoja ya tiene asumido su final, pues se la ve debilitada y abatida... Pero, aún así, estoy segura de que admira profundamente el esfuerzo de ese árbol y desea con toda intensidad que le es posible su éxito ya que, como él, no quiere estar sola.

Como nadie en este mundo.

Respiro hondo, me levanto, y emprendo el regreso a casa.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Ser o no ser (otro punto de vista)

Eres el rayo de luz que entra por uno de los agujeros de la persiana, iluminando mi frente y parte de mi ojo izquierdo. Eres el aire frío que entra por la ventana y hace volar la cortina, y que recorre mi piel todavía entumecida por el sueño, erizándola con dulzura. Eres uno de los miles de hilos que forman parte de la sábana que recubre mi cuerpo desnudo.

Eres la melatonina que se empeña en cerrar mis párpados somnolientos, pero también la libido que aumenta mis pulsaciones y estimula todos mis sentidos. Te gusta encarnarte en mis dedos cuando rozan mi piel excitada, así como en mis labios, que anhelan vehementes el suave contacto con los tuyos.

Eres invisible, abstracto, etéreo. Aún así, sientes que, muchas veces, eso no es suficiente...

Porque, los dos juntos, somos la tormenta estremecedora que hace temblar el cielo y la tierra, y que ilumina con sus rayos la inmensidad del horizonte. Somos la lava incandescente que fluye con una furia sobrecogedora arrasando todo a su paso. Somos el fulgor rojo del cielo que presagia la llegada del Fin del Mundo, una supernova devastadora que ilumina la Tierra con su luz mucho más allá de lo imaginable.

Juntos, somos dos almas sumergidas en la locura del éxtasis; dos cuerpos fusionados, danzando en un vaivén al compás de la música producida por nuestros alientos. Somos dos sombras en la noche que juegan a descubrir los insospechados límites a los que puede llegar el placer humano.

Porque, los dos juntos, quizás no seamos invisibles, abstractos o etéreos... Pero la verdad es que no nos importa.

viernes, 12 de octubre de 2007

Paranoia nocturna

La embriaguez nublaba mis sentidos.

Me sentía ligera y libre, como una pluma que asciende en el aire impulsada por el viento. Como una nube que se dispersa en la noche, iluminada por estrellas que murieron miles de años atrás.

El latido de mi corazón era pausado; mi respiración, tranquila. En aquellos hermosos instantes, todo en la vida me parecía maravilloso. Porque la embriaguez nos puede hacer sentir los más felices del mundo... o, a veces, los más desdichados.

No había nada que pudiera estropear ese momento; mi existencia se concentraba en todo lo que había en aquella habitación que daba vueltas a mi alrededor. Mientras el alcohol corriese por mis venas, nada ni nadie podía hacerme daño.

... Porque la embriaguez era como una barrera infranqueable que, al menos por unas horas, te mantenía alejado de mi pensamiento.

jueves, 4 de octubre de 2007

Obra maestra

Ésta iba a ser su gran obra maestra, su catapulta hacia la fama. Lo presentía.

Rondaba los cuarenta, aunque su pelo largo y su forma de vestir, así como esa sonrisa que tan bien le funcionaba con las mujeres le hacían parecer diez años más joven. Daba clases de Dibujo en la universidad y sus aulas eran famosas por estar llenas de jóvenes que suspiraban cada vez que él se les acercaba para comentar un trazo o un detalle de alguno de sus esbozos. Precisamente una de aquellas jóvenes era la que le ayudaría a conseguir su propósito.

Se había fijado en ella en el mismo instante en que entró a clase, y no había podido apartar la mirada de su rostro durante las tres horas que ésta duraba. Daba la impresión de ser bastante solitaria y acostumbraba a pasar desapercibida pero, a su parecer, ella era la perfección anatómica personificada. Y no sólo era perfecta en ese sentido.

A su lado, sintió como la juventud volvía de nuevo a sus entrañas. Aunque engreído y vanidoso, no se le escapaba el hecho de que ya había dejado atrás los mejores años de su vida, y cada mañana escudriñaba su reflejo en el espejo, en busca de nuevas señales que mostraran una vejez que se negaba en aceptar. Ella le recordaba una dulce época que había dejado atrás hacía mucho tiempo, pues por cada poro de su piel dejaba escapar el entusiasmo, la impulsividad y la fogosidad propias de la juventud.

Por un momento, se le pasó por la cabeza el abandonar su plan inicial y dejarlo todo por esa hermosa mujer que le había hecho vivir con una intensidad que no creyó recuperar nunca. Pero pronto recapacitó, y tuvo la inminente certeza de que aquella historia no iba a tener un final feliz, ya que eran muchas cosas las que les separaban, y una mujer como aquella necesitaba campo abierto para correr y él representaba la valla que cortaba su camino.

Unos días después, cuando la luna aún no había asomado su lomo entre los edificios de la ciudad, él observó impasible como ella se echaba las manos a la garganta tosiendo; como se levantaba bruscamente, apartando la silla de la mesa en la que estaban cenando mientras su tez de volvía lívida, y como le miraba estupefacta, sin ni siquiera alcanzar a imaginar qué era lo que realmente estaba pasando, y conservando esa dulce ignorancia hasta desplomarse al suelo y quedarse inmóvil para siempre.

Ya estaba hecho.

Poco después, su cuerpo yacía inerte sobre el sofá. Con movimientos ágiles, la desnudó y colocó en la posición que tantas veces había visto en su imaginación, y preparó todo lo necesario para comenzar a pintar.

Pintó durante horas, incansable, con los altavoces vibrando con las notas de Mozart y su Réquiem. Pintó durante toda la noche, sin parar un solo instante, embelesado por la belleza de la pintura más extraordinaria que jamás se había creado antes.

Amanecía cuando, extasiado y con el telón de la Novena Sinfonía de Beethoven, dio por terminada su obra.

Unas semanas después, se encontró el cadáver de una joven que, pese a su estado de descomposición, tenía un significante parecido a la de aquel retrato que unos días atrás había revolucionado el mundo del arte...

lunes, 1 de octubre de 2007

Tristesse

Aunque no siempre pensase en ello, no podía evitar llorar constantemente. Parecía como si la lluvia que suele acompañar a los meses de otoño hubiera abandonado a las nubes para esconderse en sus lagrimales, desde donde se desprendía en una constante cascada de gotas saladas y cálidas que irritaban sus ojos, permanentemente hinchados y enrojecidos.

En los últimos días, cualquier cosa le hacía llorar. Había dejado de ver las noticias, puesto que cualquier mención de accidentes, asesinatos o conflictos bélicos le hacían estremecerse de tal manera que cualquiera diría que había sufrido aquellas desgracias en sus propias carnes. Muchas veces tenía que contenerse para no ponerse a llorar allí, ante la atónita mirada de sus compañeros de piso que nada sabían de su sufrimiento interno. Pero no sólo era eso; cada vez que veía a una pareja de enamorados paseando cogidos de la mano, a una madre besando a su hijo o a un grupo de amigas hablando y riendo, no podía evitar que toda la desesperación que sentía atravesara su mente y su cuerpo como un rayo en una noche de tormenta, dejándole una sensación de desamparo, soledad y tristeza tan intensas que no podía controlar.

Había dejado también de escuchar música, porque cada canción que llegaba a sus oídos, por alegre que fuera, le conducía al mismo pesimista estado de ánimo. Tal vez le recordaran a épocas más felices, en las que no tenía que ocultar la pena que le consumía por dentro... Puesto que algunas personas cercanas ya le habían preguntado que qué le pasaba, recibiendo como respuesta una sencilla negativa, a la vez que una ligera desviación de la mirada para que su interlocutor no leyera en ellos la verdad, oculta en el fondo de su mente.

Y aunque muchas veces había pensado en acabar con su sufrimiento rápidamente, una pequeña vocecilla en su cabeza le impedía hacerlo; habiendo vivido la más feliz de las existencias, ¿qué había hecho para merecer aquel hielo que amenazaba con congelarla por dentro?

Porque todavía no alcanzaba a comprender como se podía perder todo en un solo momento o, peor aún, como se podía haber perdido todo progresivamente y, en el preciso instante en que se da uno cuenta de ello, ya sea demasiado tarde.

Pero nada podía hacer ya, salvo continuar adelante y tratar de dejar atrás aquel descomunal bache que se interponía en su camino. No porque fuera demasiado fuerte, sino porque, en lo más profundo de esos añicos que constituían su desvencijado corazón, aún conservaba la esperanza de volver a ser feliz.