jueves, 24 de abril de 2008

Mente en blanco


Las tristes notas de una guitarra eran como la banda sonora que me acompañaba a mí y a mi soledad en aquellos momentos.

Es curioso como siempre lo acabo adornando todo con música; como en todas mis escenas, reales o imaginarias, siempre haya un telón de música de fondo que da ambiente a la función. También resulta peculiar que asocie canciones a la mayoría de momentos de mi vida, o a mis estados de ánimo, o a personas… Aunque seguramente sea algo que haga todo el mundo. Probablemente eso no signifique que tuviera que haber dedicado mi vida a la música ni nada parecido.

El caso es que no es que estuviera del todo sola; de hecho, estábamos el guitarrista y su guitarra, mi soledad y yo. ¿Pero cómo podía estar allí mi soledad, si yo estaba acompañada?, te preguntarás. Aunque probablemente sepas la respuesta y te hayas sentido, igual que yo, totalmente solo cuando a tu alrededor se acumulara una muchedumbre.

La verdad era que no me sentía especialmente triste ni deprimida por nada que me hubiera pasado. Tampoco es que todo fuera maravilloso; mi vida, en aquellos momentos, tenía sus pros y sus contras; sus detestables rutinas y sus pequeños momentos que me alegraban los días. No, era mi cabecita la que daba vueltas una y otra vez. Era ella la que, hiperactiva por naturaleza, buscaba desesperadamente algo en lo que pensar cuando no había nada que necesitara ser pensado.

Para entonces la guitarra tocaba Nothing Else Matters, y yo cerraba los ojos e intentaba dejar la mente en blanco. Pero, ¿cómo se deja la mente en blanco? Porque si nos referimos a no tener ninguna imagen en la cabeza podría, por ejemplo, poner una especie de pantalla negra que no dejase ver nada más. Pero entonces no tendría la mente completamente en blanco, ya que estaría pensando en la pantalla negra.

Visto el poco resultado de mi propósito, intenté pensar en la melodía que se producía a unos metros de donde me encontraba e imaginar que estaba formada por pequeñas hormiguitas que recorrían mi cuerpo dejándome una sensación de bienestar. Algo parecido a lo que hacía cierto violinista que conocí una vez. No estaba nada mal, la verdad; quizás tendría que haber dedicado mi vida profesional a dar clases de relajación o algo así.

El guitarrista debía de haber notado la relajación de mis músculos y mis facciones, ya que estaba alargando la canción exageradamente. Una y otra vez, las notas se sucedían de manera cíclica y mi respiración se hacía más regular y tranquila. En algún momento, caí dormida y soñé que estaba tumbada con los ojos cerrados, escuchando las notas de una guitarra. Y, en mi sueño, me dormía y soñaba. Soñaba que escuchaba Nothing Else Matters tocado por una guitarra. Y entonces me dormía. Y soñaba.

Ahora estoy despierta, y escucho la canción de Metallica tocada solamente por una guitarra. ¿Me dormiré y soñaré que escucho la misma música? Y, si me despierto, ¿seguirá la música sonando? ¿Cómo sabré que he despertado y no que estoy dormida, escuchando Nothing Else Matters? ¿Estoy despierta ahora, o sueño que escribo, mientras escucho las tristes notas procedentes de una guitarra?

martes, 22 de abril de 2008

Músico


Sólo le bastaban unas notas para que todo el vello de su cuerpo se erizara. Habría jurado que la música salía de su propio cuerpo en lugar de provenir de las cuerdas que vibraban bajo el arco de su violín. De hecho, si cerraba los ojos podía visualizar la melodía saliendo por todos los poros de su piel como si de un aura se tratase.

Sólo le bastaban unos compases para que su piel se pusiera de gallina. Era una sensación extraña, como si las ondas sonoras le acariciaran suavemente. Como si aquellas cuerdas fueran una extensión de su anatomía y lo que vibrara fuera su propio cuerpo.

Le gustaba pensar que su violín era como una amante herida. Y que él, cuando la rozaba dulcemente con los dedos, era como si le estuviera pidiendo perdón por todo lo que le había hecho. Al principio sus manos eran rígidas y la música incoherente. Poco a poco, a medida que ella entraba en razón y le perdonaba, las notas cobraban fuerza y armonía. La reconciliación era algo que simplemente no podía ser descrito con palabras.

El tocar se había convertido en una especie de trance; él y su violín rodeados por una burbuja que los aislaba a ambos del mundo, envueltos en la melodía, fundidos en ella. Porque la melodía y él, el violín y la melodía, él y el violín, eran uno. Porque cuando levantaba la mirada hacía el público y bajaba el violín, y se ponía de pie mirando las caras de los que le aplaudían fervorosamente, y veía los ojos brillantes de muchos, y alguna que otra lágrima centelleando bajo la luz de los focos… En esos momentos tan sólo cerraba los ojos, y sonreía.

martes, 15 de abril de 2008

Noche de tormenta


La lluvia caía con fuerza sobre las lápidas del viejo cementerio. Hojas caídas producto de la inestable sucesión estacional de los últimos tiempos me hacían resbalar a cada paso que daba. No sabia donde ponía los pies: las nubes hacían de barrera a la poca luz que la luna podría proporcionarme a aquellas horas de la madrugada, y sentía bajo mis pisadas la viscosidad del barro que la lluvia iba formando.

Acudía a aquel lugar con frecuencia aunque todavía no había analizado la verdadera causa de ello. Tal vez lo hacia buscando el silencio, algo imposible de conseguir viviendo en una ciudad de tamaño considerable como la mía. Tal vez iba tras la soledad, ya que estúpidas supersticiones hacían de los cementerios lugares de lo más solitarios. Aunque lo más probable sea que fuera para no pensar en nada y simular durante un par de horas que mi vida no era la mierda que aparentaba ser las veintidós restantes.

El caso es que aquella vez me había pillado la lluvia y debo reconocer que me jodió un poco. Apenas llovían diez putos días al año en aquella ciudad donde la sequía era un hecho consumado. Ya se habían empezado a poner restricciones en el consumo de agua a unos ciudadanos que veían como el vecino de enfrente se tiraba una hora con la manguera lavando su coche o como los campos de golf de medio país conservaban un césped de un verde brillante.

Me jodió que lloviera aquel mismo día que había decidido ir después de algunos meses sin haber podido hacerlo. Sin poder cruzar la verja que cerraba aquel mundo paralelo en el que yo era la única habitante – viva, al menos –. Pero después de unos minutos paseando bajo el diluvio, mi ánimo comenzó a serenarse. La lluvia había mojado mi ropa y mis pies pesaban por el peso del agua en mis zapatos, pero me encantaba sentir cada una de las gotas que resbalaban por mi piel esquivando el vello erizado por el frío.

Así que me quite la chaqueta para sentirlas también por los brazos. Después la camiseta, que colgué, junto a la chaqueta, en el ala que le quedaba a la figura de un ángel de mirada triste. Me quité los pantalones, zapatos y calcetines, sujetador y bragas, y me quedé allí, desnuda y quieta, con los brazos abiertos en cruz y el rostro levantado a la inmensidad del cielo negro.

No llevaba así más de cinco minutos cuando la lluvia se convirtió en tormenta y empecé a ver relámpagos que iluminaban el horizonte, así como varios truenos que resonaron en mis tímpanos. Después, noté como se formaba un ciclón de aire que giraba rápidamente a mi alrededor y como mis pies se separaban del suelo. En aquel momento perdí la noción del tiempo; tiempo en el cual todo mi cuerpo se sacudía espasmódicamente al son de la tormenta, inmerso en un mar de sensaciones muy similares al orgasmo. Creí sentir como me licuaba y me mezclaba con las gotas de lluvia; como penetraba en aquel suelo embarrado y me unía al nido de ánimas que componían el espíritu del viejo cementerio.

No recuerdo mucho más; no sé como acabó todo aquello ni como llegué a casa aquella noche, pero lo cierto es que no he pensado en otra cosa en los últimos días. No he vuelto al cementerio desde entonces pero mi memoria conserva frescas cada una de las sensaciones experimentadas como si hubiesen ocurrido ayer mismo.

Esta mañana he oído que la previsión del tiempo anuncia lluvias para esta noche… Quizás sea una señal que me envían las almas solitarias para hacerles una visita.

viernes, 11 de abril de 2008

Despedida


Cuando le oí gritar mi nombre en medio de la noche, justo cuando me disponía a subir al autobús que me llevaría a casa, mi corazón dio un vuelco.

- ¡María Amparooo!!!!

A lo lejos le vi avanzar con paso firme hacia donde yo me encontraba. Hacía tan sólo unos minutos que nos habíamos despedido en la puerta de aquel bar, pero no pude evitar lanzar un suspiro de admiración a su fabuloso atractivo. Llevaba el pelo alborotado por el viento, y aún a la distancia a la que estábamos pude apreciar la inusual belleza de sus ojos bicolor.

Imaginé que, cuando se hubiera acercado lo suficiente, me diría lo tonto que era; lo bien que se lo había pasado y lo estúpido que había sido al permitir que una noche como aquella se estropeara por una nimiedad. Que era la chica más bonita de todo el bar y que no había podido apartar la mirada de mí un solo instante.

Y después los dos nos quedaríamos en silencio, con la vista clavada en nuestros ojos, y poco a poco nos iríamos acercando. Y yo le diría que también lo había pasado muy bien y que todavía quedaba una forma de arreglar la noche. Me acercaría tímidamente y él lo haría también y, entonces, sus labios rozarían los míos…

- Te has dejado la bufanda – dijo, alargándomela, cuando hubo llegado a mi altura.
- Emm, gracias – acerté a articular yo.

Me miró con cara extraña y se volvió a despedir de mí con un bueno, ya nos veremos.

Dolida y avergonzada por mi mente fantasiosa, me giré hacia la parada del autobús y recordé con pesar que lo había perdido. Entonces miré el reloj y comprobé lo que ya me temía: que ése había sido el último. Así que me coloqué la maldita bufanda y me subí la cremallera del abrigo, pues haría frío de camino a casa.

viernes, 4 de abril de 2008

Contigo


Escribo estas líneas en una noche sin luna, embelesado por la panorámica de tu cuerpo desnudo que yace aquí a mi lado. Entre sorbo y sorbo de café frío, espero la llegada del amanecer que acabará para siempre con la mejor de las madrugadas.

Escribo prácticamente a oscuras, gracias a la luz de las escasas farolas que alumbran la calle y rompen la cortina de humo que impide ver las estrellas. Y, mientras escribo, escucho el silencio roto por el bolígrafo rasgando el papel y por tu respiración, tranquila y profunda, que acompaña al suave movimiento de tu pecho durante el sueño.

En estos momentos desearía tocarte y sentir bajo mis dedos la exquisita uniformidad de tu anatomía. Podría alargar la mano y hacerlo, y entrelazarme a ese cuerpo que hace tan sólo unos minutos formaba parte del mío, pero no lo haré. Me conformo con observarte plácidamente mientras duermes y mientras respiras; mientras te llevas todo el aire que a mi me falta cuando estoy contigo.