miércoles, 28 de mayo de 2008

Soñar despierto


Me rasco el brazo pero todavía me pica, así que rasco más y más hasta que la piel se enrojece y se descama, pero en lugar de salir pequeños pellejos salen hojas de árbol verdes y amarillas y marrones que crecen y crecen y forman una montaña bajo mis pies que me permite ver el horizonte hasta el mar aunque yo esté a quilómetros de la costa.

Desde las alturas veo un bosque y en el bosque estás tú, subido en la copa de los árboles tal como te sentías la última vez que hablamos y comiendo fruta de todas clases, y también tienes la vista clavada en el horizonte pero no me ves; no ves nada pues miras sin ver, ensimismado en tu universo infinito en el que yo quiero estar también.

Así que salto encima de mi montículo de hojas y allí aparezco, aunque no logro ver nada más que estrellas que me rodean por todas partes y no estas tú, sino El Principito que me dice que no te puedo ver porque lo esencial es invisible a los ojos y sólo se ve con el corazón, por lo que me concentro con fuerza para abrir mi corazón y poder estar a tu lado.

Mi corazón se abre a presión como si de una botella de cava se tratase pero sigo sin verte entre todas las cosas que salen de dentro, como purpurina y notas musicales y papeles con la tinta corrida y gotas de lluvia (¿o son lágrimas?) y serpentinas que dibujan hélices y espirales bajo el cielo estrellado, dejando una estela como lo hacían las bengalas que me encendía mi padre de pequeña.

La luz de las serpentinas-bengala pronto es tan intensa que tengo que cerrar los ojos y cuando los abro todo ha desaparecido: las serpentinas, las gotas de lluvia (o lágrimas), los papeles con la tinta corrida, las notas musicales y la purpurina, las estrellas y hasta mi corazón.

De repente noto que me pica el brazo y empiezo a rascarme pero no tardo en parar: tengo miedo de que salgan hojas de árbol verdes y amarillas y marrones que crezcan y crezcan y formen una montaña bajo mis pies que me permita ver el horizonte hasta el mar aunque yo esté a quilómetros de la costa, y entonces vea un bosque y en el bosque no estés tú.


“… que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

domingo, 25 de mayo de 2008

Fase IV: Depresión


Pasé tres días con sus tres noches correspondientes en casa, tumbada en mi cama y llorando desconsoladamente. La lluvia repiqueteando en las ventanas era mi único consuelo, pues era como si el tiempo empatizara conmigo y compartiera mi pesar.

Las pocas veces que me levantaba de la cama eran para ir al baño o para ponerle comida a Mushu ya que, a diferencia de mí, mi gato no había perdido el apetito. Obviando este pequeño detalle, en todo ese tiempo no me molesté en prestarle la menor atención. Él me miraba y parecía comprender, y en ningún momento salió por su boca un maullido de protesta. Ni aunque la casa oliera a cerrado ni yo misma desprendiera un aroma demasiado agradable. Parecía que la higiene y yo hubiésemos tenido una buena bronca recientemente.

De vez en cuando, sobretodo en los últimos días, el martilleo de la lluvia venía acompañado por incesantes golpes en la puerta principal de mi piso. A veces, esos golpes se sucedían con voces, primero suplicantes y más tarde desesperadas, de mis amigas para que las dejara pasar. Yo hacía oídos sordos y me metía debajo del edredón, o sollozaba escandalosamente para ahogar la culpabilidad que me acechaba por no abrirles la puerta.

Pero es que no quería ver a nadie, y menos que alguien me viese a mí en aquel estado tan lamentable. Aunque las conociera desde el instituto, o aunque hubiera pasado más tiempo con ellas que con mi propia familia.

Al menos, por lo que pude oírles gritar desde las profundidades de mi cueva de sábanas, habían cumplido su promesa. Les pedí, antes de hacer de mi casa un búnker, que no le dijeran nada de esto a él, que se inventaran alguna cosa; y podía estar segura de su fidelidad. Tan segura como de que sabían que si no cumplían su palabra, las cortaría a pedacitos con mis nuevos y relucientes cuchillos de cocina profesionales. Tienes que entenderme: me casaba en una semana, y no quería que mi futuro esposo y padre de mis hijos huyera despavorido al enterarse de que su novia se había encerrado en casa porque su pelo, acompañado de su moreno-de-rayos-UVA-pre-ceremonia, le hacían parecerse a una cantante afro.

Vale, ahora es cuando tú piensas que esto no es más que una estúpida crisis de adolescente (aunque la adolescente en cuestión haya pasado de los treinta), que no vale la pena ni molestarse en seguir leyendo y que mejor será volver con tu ajetreada y seria vida. Pero, ¿qué pasa conmigo? No intento ser egocéntrica (bueno, sólo un poquito), pero no es broma cuando te digo que iba a casarme en una semana, seis días para ser más exactos, y ¿cómo podía presentarme a mi boda con semejante aspecto? ¿Cómo, cuando él me había dicho varias veces que una de las cosas que le enamoraron de mí fue mi larga y lisa melena?

Ahora podrás comprenderme algo mejor. ¿Cómo iba a salir a la calle si con aquellos pelos y mi tez tostada podía ser confundida con una integrante femenina de los Jackson Five? Yo sólo quería ponerme guapa y darle una sorpresa… ¿Por qué tenía todo que salirme siempre mal?

Finalmente, accedí a conectar el teléfono al cuarto día, después de que una de mis amigas amenazara con saltar a mi balcón desde el del vecino para colarse en mi casa, y considerando seriamente el hecho de que vivo en un decimosegundo piso. Ella misma fue la que se proclamó líder del grupo de resistencia. Me comunicó, casi gritando para hacerse oír entre la algarabía de voces de las demás (que también querían expresar su opinión), que aquello no podía continuar así y que habían decidido atrincherarse en mi puerta hasta que me dignara a abrírsela. Yo repuse que mi vida estaba acabada, que en cuanto él volviera de su viaje de trabajo y me viera huiría lejos para que yo no le localizase, y que nunca más encontraría a nadie que me quisiera y que moriría en este piso sola, y mi cuerpo acabaría dando de comer a Mushu y a todos los demás gatos que habría ido recogiendo por las calles para paliar mi soledad. Ella me dijo que no fuese estúpida y que aquello estaba llegando demasiado lejos. Me aconsejó que, para empezar, hiciera algo en vez de estar todo el día tumbada, a ver si me distraía y lograba pensar en algo que no fuese en mí misma.

Así que puse la tele. Era domingo y en un principio no vi nada más que películas malas o repeticiones de programas de entre semana. Estaba empezando a arrepentirme de haber conectado el teléfono cuando algo captó mi atención. Era un avance informativo, y en él hablaron brevemente de las nuevas y continuas réplicas que sacudían China desde el terremoto hacía casi dos semanas. Más de 60.000 muertos y cientos de miles de heridos. Poblaciones enteras sepultadas bajo los edificios derrumbados. Sin esperanzas ya de encontrar supervivientes.

En ese momento, lloré de nuevo pero por motivos totalmente diferentes. Había pasado a darme igual mi pelo o la posibilidad de que mi novio me abandonara. Yo al menos tenía un techo que me protegía de la lluvia, comida en la nevera, unas amigas preocupadas por mí tras la puerta. No tenía absolutamente nada de lo que quejarme, y me sentía de lo más egoísta.

Tan siquiera me arreglé u ordené un poco la casa antes de abrir la puerta. Cuando lo hice, inmediatamente callaron las voces y yo agaché la cabeza, avergonzada por mi comportamiento. Ellas no dijeron nada; me abrazaron y pasaron, y sólo una comentó que mi nuevo pelo (aunque revuelto y sucio por mi guerra con el champú) me daba un aire más juvenil. No hicieron falta palabras, pues 20 años de amistad les ayudaba a comprender que yo sabía que había actuado de manera desproporcionada y, de la misma manera, yo comprendía que no iba a recibir un solo reproche al respecto.

Pronto nos pusimos manos a la obra. Mientras yo me duchaba para emerger de debajo de la capa de mugre que me cubría, ellas ordenaron y airearon mi casa y se ocuparon del pobre Mushu. Incluso les dio tiempo a consultar diferentes tipos de peinados por internet. Cuando acabé de vestirme, ya tenían una improvisada peluquería montada, y no tardaron en idear un precioso recogido que sería el que finalmente lucí el día de mi boda.

Nada podía haber salido mejor.

lunes, 19 de mayo de 2008

Fase III: Negociación


Estimado señor director,

Sé que está profundamente arrepentido por su temperamental reacción del otro día, y agradezco sinceramente su amabilísima disculpa. Todavía no es tarde para que podamos arreglar de la forma más cordial posible lo sucedido.

Entiendo que prefiera no ofrecerme ese ascenso que tanto me merezco y estime oportuno que permanezca en mi anterior puesto de trabajo. Le adelanto que no habrá ninguna objeción por mi parte. No obstante, usted conoce tan bien como yo la importante labor que realizo para la empresa, y le rogaría encarecidamente que no descartara dicho ascenso para más adelante en mi carrera profesional; de aquí a uno o dos meses sería perfecto.

Aprovecho esta misiva para pedirle también una disculpa, puesto que debo admitir que mi comportamiento no fue del todo intachable.

Muchas gracias por su atención y un saludo cordial.

Atentamente,

La señorita que salió corriendo despavorida cuando usted la pilló pinchando las ruedas de su coche.




No, ésta tampoco serviría y, en vista de que la papelera estaba a rebosar por los esbozos de cartas inservibles, decidí dejarlo para más tarde. Así tendría tiempo para pensar seriamente en algo adecuado para poner. Pero, ¿qué le puedes poner a un jefe que te ha echado por pervertir a su hija de 16 años?

Vale, con 16 años cualquier adolescente de hoy en día ya está más que pervertido; pero, ¿acaso no tiene el padre que tiene? ¿Cómo no iba a ser un pequeño angelito, ahora demonio por mi mala influencia?

Trataré de explicarme:
Trabajo desde hace años en una empresa de importación bastante importante. He de admitir que no entré aquí por méritos propios, sino que mi madre era muy amiga de una hermana de mi jefe y, bueno, ya te podrás imaginar el resto. El caso es que aquel día, viernes, se me acercó mi jefe y me pidió si podía ocuparme de su princesita aquella noche. Dijo que la abuelita estaba muy grave, y que prefería evitar el sufrimiento que aquello podía causarle a su tierno corazoncito. Bueno, no lo dijo así, pero más o menos. Comentó que me lo había pedido a mí por la gran amistad de nuestras familias (un poco exagerado por su parte), y que prefería que la niña se alejara del deprimente ambiente familiar, y que yo era una mujer madura y responsable. Menos mal que no frecuenta los mismos locales que yo, pensé en aquel momento. En fin, que no me quedó otro remedio que aceptar.

Lo sé, parece una situación un poco surrealista el que el jefe de una gran empresa pida a una de sus empleadas que cuide de su única hija por una noche, pero juro que es verdad.

Lo peor de todo (sí, hay algo peor), es que yo aquella noche tenía una fiesta. No es que hubiera quedado para salir como cualquier otra noche de viernes, sino que unos amigos habían montado una fiesta por todo lo alto en el apartamento de la playa de sus padres o algo así. Sí, un poco patético pedirle el apartamento a tus papis para hacer una fiesta cuando rondas la treintena, pero cuando me lo dijeron me dio igual: una fiesta implicaba muchas cosas que no se daban en las salidas nocturnas habituales, la más importante de las cuales es, lo habrás adivinado, alcohol gratis. Así que lo primero que pensé es que tendría que anular la salida y quedarme en casa cuidando de una mocosa repipi. Pero entonces se me ocurrió preguntarle a su padre la edad del angelito, y cuando me contestó que 16 recién cumplidos con una sonrisa bobalicona en la cara, decidí que la llevaría conmigo. De todas formas, ¿qué padre necesita que cuiden a su hija de 16 años?

Le di la dirección de mi piso y me la llevó por la tarde. Ciertamente, sólo aparentaba los 16 por el cuerpo, pues su actitud se asemejaba más al de una niña de 12. Y si me apuras, de 10, que ahora van muy adelantadas. Era tímida y educada y de no ir al instituto habría jurado que aún jugaba con muñecas. ¡Pero qué digo, seguro que lo hacía! Le expliqué los planes para la noche y me contestó que estaría encantada de acompañarme y que nunca había ido a ninguna fiesta. Unos tanto y unos tan poco…

Llamé a la amiga que pasaría a buscarme, que era menudita como ella, para que se trajera algo de ropa para vestirla. No podía llevarla con la falda a cuadros y los calcetines por las rodillas del colegio de monjas. Entre las dos la vestimos y la maquillamos, y hay que reconocer que estaba fabulosa. No aparentaba menos de 20, y mi amiga y yo pensamos al salir que la mosquita muerta podría quitarnos los ligues de la noche. ¡Y vaya si lo hizo!

Resumiendo, por no alargar mucho la historia y por no tener que inventarme todo aquello que no recuerdo, mi jefe vino a buscarla al día siguiente y yo abrí la puerta con una de las mayores resacas que había tenido en meses. Viendo mi estado, se permitió el descaro de entrar a mi casa y revisar todas las habitaciones hasta que dio con la que le separaba de su princesa. Ésta, con la pintura corrida y con todas las vergüenzas al aire, dormía acurrucada a un guapo mocetón que yo no recordaba cómo había llegado a mi casa. No hace falta decir que fui despedida en el acto.

Cuando se me pasó la resaca y comprendí la gravedad de la situación, lloré hasta que se me hincharon los dos ojos mientras mi amiga, a la que le duran las resacas bastante más que a mí, me consolaba entre vómito y vómito desde el baño. Después, pasé varios días también despotricando contra todo ser viviente; ¿quién les daba derecho a seguir con sus vidas mientras la mía se hacía añicos? Y ya sé que es sólo un trabajo, pero lo adoro, y cobraba bien, y era fija, ¡y me iban a ascender! Bueno, eso pensaba yo. ¡Y todo por la borda por una mocosa que no sabía controlarse! ¡Y qué sabía yo si no se había tomado un cubata en su vida! ¿Cómo iba a saber que nunca había probado la marihuana? Nadie me había advertido que nunca había cruzado más de cuatro frases con un chico, y qué decir ya de fluidos corporales. ¡Esas cosas se advierten!

Así que ésta es mi situación, en la que paso las horas muertas escribiendo la carta que le voy a enviar a mi jefe para que me readmita. ¿Tendré que bajarme un poco el sueldo? ¿O renunciar a mis vacaciones?

martes, 13 de mayo de 2008

Madrugada de sábado


Quien me iba a decir que íbamos a acabar haciéndolo en aquel destartalado coche, aparcado en medio de ningún sitio. Pero ahí estábamos los dos, con un deseo que ni las reducidas dimensiones de tu utilitario podían frenar.

Aquello estaba siendo más complicado de lo que en un principio habíamos pensado. Las ansias por acabar con la excitación que sentíamos nos impedían pensar con claridad en la postura más adecuada para evitar posibles daños físicos. Al final, escogimos una que parecía adaptarse bastante bien a las circunstancias, aunque no resultara del todo cómoda.

Pero tú sabías las diferentes maneras de hacerme olvidar que me estaba clavando la palanca de cambios en la pantorrilla izquierda.

De no ser por estar en una inusualmente fría noche de mayo, seguramente habríamos acabado saliendo del coche y tirándonos al suelo. Sin ni siquiera pensar en las miles de infecciones que podríamos coger en aquel pavimento plagado de inmundicia. Sin ni siquiera tener en cuenta las decenas de ojos que podrían estar observándonos. O, tal vez, siendo conscientes de ello y disfrutando del hecho de sentirnos la fuente de la vibración sexual diseminada por el aire.

Pero pronto nuestra libido fue saciada y los dos yacíamos exhaustos y sudorosos, con la respiración todavía entrecortada. En ese momento nos miramos: tú aún dentro de mí, con los brazos agarrando mis piernas enroscadas a tu cintura; yo, con el pelo desparramado por la cara, asiendo el cabezal del asiento trasero para no resbalar en la tapicería. Y, viéndonos así, nos echamos a reír. Aún estábamos riendo cuando capté el brillo de tus ojos y entonces paramos, y yo te devolví la mirada con igual intensidad.

Unos minutos después, esperaba impaciente a que encontraras la caja de condones, que había caído bajo alguno de los asientos.

jueves, 8 de mayo de 2008

Fase II: Ira


¡Será cabrón! ¿Cómo se atreve? ¿Quién se cree que es? ¿No se suponía que hoy tenía que ser un día feliz que íbamos a pasar juntos? ¿Qué se supone que tengo que hacer yo ahora?

Bueno, antes de que siga será mejor que os ponga en antecedentes: mi novio me ha dejado. El día de nuestro segundo aniversario. Justo cuando le estaba dando su regalo. Sí, estoy de acuerdo: no se puede ser más cerdo. Aunque no me extraña; en los dos años que llevamos juntos, he podido descubrir que no es un hombre que sepa escoger demasiado bien los momentos oportunos. Perdón, llevábamos.

¿Y creéis que habéis escuchado lo peor? ¡Pues no! Y es esto: ¡ha sido por otra! Vale, seguramente sea bastante predecible, pero vosotros no la habéis visto… ¡Ni siquiera tiene un buen polvo! Después de tanto tiempo juntos; después de todos esos momentos especiales, de que me dijera mil y una veces todo lo que me quería y me necesitaba. Después de hacer planes de futuro, de hablar de los hijos que tendríamos, de imaginarnos cuidando de nuestros nietos. ¡¿Cómo puede haber sido tan cabrón?!

Y lo peor es cuando me los imagino a los dos juntitos y acaramelados… Entonces siento un nudo en el estómago que me va subiendo hasta la garganta y que lucha por salir por mi boca ahogado en un mar de gritos. Me siento abandonada, despechada, humillada, con el autoestima por los suelos y la vulnerabilidad a niveles máximos. Tengo ganas de devolverle todo el daño que me ha hecho multiplicado por mil; de insultarle, de decirle que estoy mejor sin él, que ya no tendré que encontrarme sus calzoncillos sucios tirados por todas partes, ni soportarle cuando pierde su estúpido equipo de fútbol, ni fingir que me interesa cuando me habla de cualquier aparato motorizado. ¡Ja!

Ahora podré hacer todo lo que quiera sin dar explicaciones a nadie, y tendré el baño (bueno, y el resto del piso) para mí sola, y podré hacer fiestas y salir todas las semanas… ¡Y conocer otros hombres! Me muero por encontrar a un atractivo desconocido con el que pasar una noche de pasión desenfrenada. Seguro que disfrutaré del sexo como nunca. Ya nunca más tendré que fingir un orgasmo. ¡Ja!

Porque, seamos sinceras: ¿para qué lo necesito? Porque además de cerdo y cabrón, tenía muchísimos más defectos. Me siento liberada. No dependo de nadie. Y menos de ese gilipollas. La verdad, no sé como he podido malgastar dos años de mi vida con él… ¡Es insoportable! Es que no quiero verlo nunca más. Anda y que se quede con su nueva zorra y que se olvide de mí. Y yo esta noche voy a salir, sí señor. Ahora mismo voy a depilarme y a mirar si tengo ropa interior decente limpia y… Oh, llaman al teléfono… ¡¿Será él?!

lunes, 5 de mayo de 2008

Fase I: Negación


Amanda no podía creer lo que le estaba pasando. Tan sólo habían sido imaginaciones suyas. Sí, eso mismo, un episodio de enajenación mental transitoria sin importancia. Había trabajado mucho los últimos días. Tenía los nervios a flor de piel. Era normal que viese cosas que no existían, ¿verdad?

Aún así, necesitaba unos segundos para serenarse. O tal vez minutos, pensó tras apoyar su mano contra la pared al notar que se mareaba. ¿Cómo podía ser posible? ¿Qué había hecho ella para merecer aquello? Pero no, no era real. Ya habíamos decidido que había sido un instante de obnubilación… Tenía la vista cansada a aquellas horas de la tarde, y hacía algún tiempo que venía pensando en hacer una visita al oculista pues veía algo borroso a partir de ciertas distancias.

Sí, era eso, rió Amanda para sus adentros, ¡cómo no haberlo pensado! Así que, como para comprobar la veracidad de su teoría, se acercó con paso seguro a la ventana y dirigió su mirada hacia el horizonte, buscando algo con lo que analizar su agudeza visual. No tardó en encontrar un cartel de alquiler de piso que estaba a una distancia considerable… y que pudo leer a la perfección. Le empezaron a temblar las piernas.

Inspira, espira, inspira, espira. La mente de Amanda pensaba a toda velocidad, intentando encontrar una razón lo suficientemente razonable como para explicar lo sucedido. Su cabeza no lograba concentrarse así que probó a imaginarse que aquello era como el concurso del 1, 2, 3, y que el presentador le acababa de pedir todas las razones por las cuales Amanda había visto algo imposible: 1, 2, 3, responda otra vez.

Había tenido un episodio de enajenación mental.
Su vista estaba cansada y necesitaba gafas (aunque la comprobación había dado resultados negativos, no había que descartar ninguna posibilidad).
Todo aquello era un sueño. ¡Sí! Una horrible pesadilla de la que pronto se despertaría. En unos segundos. En unos minutos. Amanda se pellizcó. Mierda.
Su vida no era real. Tal vez su propia existencia fuera imaginaria; tal vez ella tan sólo fuera un insignificante personaje que formaba parte de la imaginación de un ente superior, que disfrutara poniéndola en situaciones límite para observar su reacción. Tal vez…

Amanda se echó a reír. Pronto la risa se convirtió en carcajadas y rió hasta que le empezó a doler el estómago. Aún así, siguió riendo al imaginarse a sí misma inventando excusas inverosímiles para explicar algo tan sencillo: que se había estropeado la báscula.

Al fin y al cabo, era lunes, y no podía haber engordado 2 quilos en un solo fin de semana.