lunes, 12 de noviembre de 2007

Apocalipsis

Hacía ya más de 30 días que había empezado a llover. Al principio, todo el mundo recibió la noticia con alegría y entusiasmo; el agua siempre es bien recibida, suelen decir las abuelas. Pero la opinión general varió con el paso de los días: por todo el país, los ríos se desbordaban, inundándolo todo a su paso; los agricultores se lamentaban por sus tierras anegadas; el contribuyente medio lloraba desconsolado por la suspensión del fútbol debido al empantanamiento de los campos...

La ciudad era un caos. Atemorizados por las previsiones del tiempo que, aunque casi nunca acertaran, ofrecían pronósticos no demasiado alentadores, los habitantes abarrotaban los centros comerciales con el único fin de arrasar con todo lo que pudieran (no siempre mediante métodos estrictamente legales) y así atrincherarse en sus casas hasta que pasara el temporal.

En pocos días, la gente dejó de ir a trabajar, por lo que el país estaba completamente paralizado. Aún así, eso no impedía que los grandes empresarios no sacaran partido de la situación, ya que los precios de los productos de primera necesidad habían subido muchas veces hasta llegar a cifras tan desorbitadas que, de haber estado abiertos los bancos, muchas familias habrían tenido que hipotecar sus pequeños pisos de 50 m2 para poder comprarlas.

Porque los bancos y cajas de ahorros habían cerrado. En los primeros días de conmoción, los presidentes de los principales bancos y cajas del país, así como los políticos más relevantes y algunas personalidades nacionales más, habían huido a esconderse en alguno de los búnkers que el gobierno tenía repartidos por toda la geografía nacional. El resultado era que muchas sucursales habían sido ya allanadas y desvalijadas, así como joyerías o pequeños comercios, ya que el país carecía de autoridad alguna.

Quizás todo lo hasta ahora explicado te parezca excesivo por una simple lluvia... Pero es que aquello no era ni una dulce llovizna ni un chubasco pasajero: desde sus comienzos hacía ya más de un mes, aquello no era sino una tremenda tromba de agua que impedía distinguir nada a más de tres metros de distancia. El viento glacial que la acompañaba, y que a algunos les hacía dudar de la veracidad de los que hablaban del cambio climático, tampoco mejoraba mucho las cosas. Ni lo hacía el hecho de que, unos días atrás, comenzaran a sucederse los rayos y los truenos de manera casi permanente, iluminando un cielo ahora en continua oscuridad y poniéndole banda sonora a la catástrofe.

Pero, hace tan sólo unas horas, los sonidos cambiaron. Después de tanto tiempo de enclaustramiento y soledad, mis oídos se han vuelto hipersensibles; quizás a causa del miedo primero y a la necesidad de suplir la falta de luz después. Hace tan sólo unas horas que a mis oídos llegan, además del aullido feroz del viento, las gotas de lluvia que parecen querer atravesar el techo – aunque éste se encuentre cuatro pisos por encima – y los truenos que amenazan con agrietar las paredes, el sonido de lo que parecen explosiones. O quizás no sean explosiones, sino edificios que han sucumbido por fin a las temibles fuerzas de la naturaleza.

Me acerco a la ventana de manera automática, como si esperara ver algo a través de la densa cortina de agua pero, para mi sorpresa, la lluvia aminora rápidamente, como por arte de magia, y una luz intensa ciega mis pupilas dilatadas. Cuando logro acostumbrarme a la luz, lo que ven mis ojos me deja sin aliento: meteoritos. Meteoritos en llamas que caen desde el cielo, arrastrando tras de sí una estela de humo hasta desaparecer por entre los bloques de pisos. Se acercan; ya casi puedo sentir el suelo temblar bajo mis pies y, con su llegada, una serenidad inesperada inunda mi alma.

Hago cuentas rápidamente: hace exactamente 33 días que empezó todo; qué paradoja: la edad de Cristo, dirían algunos. Pero ya todo da igual: el final se acerca. Cierro los ojos e inspiro profundamente, intentando retener en mi interior la esencia de todo aquello que me rodea. La luz ya atraviesa mis párpados cerrados... Después, oscuridad.

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