martes, 24 de febrero de 2009

Empatía (I)


Siempre he tenido la capacidad de ponerme en la situación de los demás, sentir lo que ellos sienten y poder así encontrar, de alguna manera, la lógica de sus reacciones. Sí, ya sé, no es algo nada fuera de lo normal, es la empatía, una cosa que nos enseñan nuestros padres desde pequeñitos cuando nos dicen eso de: No hagas nada que no te gustaría que te hicieran a ti, aunque por aquel entonces no sepamos llamarlo por su nombre. Pero el caso es que mi empatía es algo especial.

Desde mucho antes de lo que puedo recordar, he sido capaz de aislarme de mi propio cuerpo y penetrar en el ajeno, donde una amalgama de sensaciones y sentimientos extraños me invaden de repente. Pese a que explicado así suene más como una trasmigración, no es nada tan místico. Seguramente será que tengo alguna habilidad especial en interpretar las expresiones o los gestos de las personas... aunque cuando me pasa, esa explicación es la última que pasa por mi cabeza.

Como ya he mencionado, no es algo que me pase habitualmente... Aunque quizás sería mejor decir que no es algo que yo pueda controlar. Normalmente, cuando miro a alguien a la cara te puedo decir si está triste, alegre, enfadado, aburrido... Es decir, algo que podrían llegar a saber todas las personas si se interesaran en algo más que por ellos mismos. Pero en contadas ocasiones, sabría nombrarte con absoluta certeza cada una de las emociones que pueblan la mente de alguien... Si esas sensaciones pueden ser explicadas, o yo las puedo distinguir. Porque muchas de esas veces me siento tan embriagada por el cúmulo de percepciones que apenas puedo salir de mi confusión.

Tan sólo imagina que, de repente, sientes como una especie de conexión que te une a otra persona, como cuando hablas con alguien y notas que os une alguna clase de vínculo, y que, sin previo aviso, puedas ver el mundo desde sus ojos... metafóricamente hablando, claro. En ese momento, sus sentimientos se mezclan con los tuyos: quizás sea un buen día y te sientas feliz y, súbitamente, una inmensa pena invada tu alma... O al revés; o tal vez sientas rabia, envidia, lujuria durante unos segundos, y entonces la conexión se corte y vuelvas a ser tú otra vez. No es algo fácil de explicar.

Supongo que al principio no entendía muy bien qué era aquello, pero al final me acabé acostumbrando y dejé de tener miedo a que me pasara. Fue entonces cuando pude analizarlo y averiguar si era producto de mi imaginación o no... Cosa que todavía no tengo demasiado clara. Porque sería muy fácil saberlo si se diera con amigos, familiares, conocidos... Y, además, sería muy útil, puesto que todos me considerarían una persona sensible y perceptiva, que sabe apreciar sus sentimientos y compartirlos con ellos. Pero como dice mi madre, no se puede tener todo en esta vida, y mi don, además de incómodo (no lo puedo saber con certeza, pero siempre creo que las personas notan que yo sé lo que sienten) e inoportuno (siempre ocurre cuando menos me lo espero y en las situaciones menos indicadas), es selectivo: todas las veces que se ha dado, ha sido con completos desconocidos.

Tal vez pienses que hace mucho tiempo que vengo necesitando una buena sesión de psicoterapia, pero no me importa. Si lo prefieres, no sigas leyendo; pero ahora te contaré algo que me pasó hace algún tiempo...

martes, 17 de febrero de 2009

Androfobia


De repente, mientras observaba la ciudad pasar a través del cristal del autobús, se dio cuenta de que temía a los hombres. Pero no de la misma forma como había temido a aquel hombre que se había acercado el otro día por la calle y que tenía una pinta un tanto extraña. Temía a los hombres, a todos y cada uno de ellos, sólo por el hecho de ser del sexo masculino.

Perpleja por aquel repentino descubrimiento, intentó indagar en su mente para intentar esclarecer esa súbita conclusión que acababa de aparecérsele como por arte de magia. Ella era heterosexual. Había estado, sin pecar de presunción, con bastantes hombres. ¿A qué venía todo aquello? Era cierto que llevaba varios meses sin estar con nadie. También era cierto que cada vez le apetecían menos los rollos de una sola noche. Pero eso, en todo caso, indicaría que se hallaba en una nueva etapa de su vida en la que prefería la estabilidad de una relación duradera, ¿no?

Aunque, ahora que lo pensaba, últimamente se había mostrado un poco rara en su actitud con los hombres. Como toda mujer, le gustaba que los hombres se fijasen en ella, y el que alguno se le insinuara, aunque no fuera su tipo, siempre le sentaba bien a su autoestima. Pero, desde hacía un tiempo a pesar de que no habría podido precisar cuánto, todo eso había cambiado. Cada vez que un hombre empezaba a ligar con ella se sentía incómoda y más de una vez se había sorprendido dando un respingo cuando alguno de sus compañeros de trabajo le ponía una mano en el brazo o en la espalda.

Todavía sin acabar de creerse sus propios pensamientos, se cabreó consigo misma. Se sentía estúpida y decidió que tenía que acabar con aquellas tonterías inmediatamente. Y, como si los dioses hubieran escuchado su decisión, en la parada que acababa de hacer el autobús se había subido un hombre convenientemente atractivo. Lo observó mientras él se acercaba, guardando su billete en la cartera, y determinó que realmente era su tipo. Era alto, moreno, de facciones marcadas y vestía un impecable traje azul oscuro. Siempre le habían puesto los hombres con traje. Cuando él levantó la vista buscando algún lugar donde sentarse, su mirada se cruzo con la de ella, que la apartó rápidamente, sonrojándose. Unos segundos después, él ocupaba el asiento de su derecha a pesar de que el autobús iba casi vacío.

Ella se arriesgó: tenía que solucionar aquello cuanto antes. Así que, dispuesta a entablar conversación, le preguntó la hora y, divagando un poco sobre las recientes y pronunciadas variaciones atmosféricas, consiguió intercambiar con él frases algo más profundas hasta que el diálogo concluyó en decidir si iban a su casa o a la de él. Finalmente acabaron en la de él porque estaba más cerca y porque, si las cosas se torcían, siempre podía salir corriendo. Aunque, por el momento, todo iba a pedir de boca, y pronto sus preocupaciones anteriores se habían esfumado de su cabeza.

Ciertamente, pronto pudo descubrir que aquel desconocido – pues no se le había ocurrido ni preguntarle el nombre – besaba bastante bien. A decir verdad, mientras lo besaba se sintió en el cielo y se preguntó por qué coño había estado tanto tiempo sin echar un polvo. Pero, de repente, la mano que luchaba por desabrochar su blusa ya no le pareció tan excitante. En aquel instante le parecía que su blusa estaba muy bien donde estaba, y sus besos ya no le resultaron tan maravillosos. Él insistía, quizás pensando que su resistencia se debía tan solo a alguna clase de juego, pero ella no bromeaba. Su fogosidad inicial había dado paso a una fuerte angustia que le impedía pensar con claridad. Desesperada por quitarse de encima a aquel tío que seguía acosándola, tanteó a su alrededor hasta asir lo que parecía una lámpara, con la que le golpeó fuertemente una y otra vez hasta que quedó inmóvil sobre su cuerpo.

Tiró la lámpara al suelo y le empujó para que rodara al otro lado de la cama. Lo observó, ahí quieto, con los ojos muy abiertos y con la cabeza y la camisa cubiertas de sangre. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que gastarse una pasta en un puto psicólogo para que le curara la androfobia?

domingo, 15 de febrero de 2009

Noche fría


Anoche hacía demasiado frío como para dormir sola, así que me metí bajo las sábanas de tu cama y me acurruqué contra la calidez de tu cuerpo dormido. Permanecimos así durante unos minutos, hasta que tú te moviste y te sobresaltaste al notar una presencia a tu lado. Pero te bastaron unos segundos para oler mi perfume y saber que era yo, y entonces tus músculos se destensaron y buscaste mi calor tal como yo buscaba el tuyo.

Tus manos recorrieron a tientas cada uno de mis más escondidos recovecos, como si buscasen, qué se yo, el arca perdida de mis más oscuros secretos. Tus dedos rozaron el límite que separa mi alma y mi cuerpo, y lo hicieron con tanta fuerza que pensé que lo romperían y yo me quedaría permanentemente sumergida en aquel limbo de placer. Tus labios saciaron su sed en el cáliz de mi cuerpo, mientras mi mente suplicaba para que aquellos instantes no se acabaran nunca o que, mejor aún, quedaran perdidos en un bucle temporal que nos los hiciera revivir una vez tras otra…

Pero qué lástima que todo aquello no fuera real y sólo existiera en mis pensamientos.

Y qué lástima que esta noche haga demasiado frío como para dormir sola.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Incendio


A. trató de serenarse. Tenía que hacer algo rápido, antes de que fuera demasiado tarde. Su mente funcionaba a toda velocidad, contemplando las diferentes posibilidades que ya había considerado tan sólo unos minutos antes y descartándolas todas tal y como había terminado haciendo antes también. La única solución que se le ocurría, aunque se dijera a sí misma que tenía que haber otra, era incendiar la facultad.

A. había tenido un examen aquella misma mañana que no le había ido demasiado bien. A decir verdad, estaba convencida de que iba a suspender, pero aquél era un lujo que no podía permitirse pues, si suspendía una sola asignatura más, sería privada de su beca. Beca que A. había conseguido con sudor, esfuerzo y más de un tedioso (aunque efectivo) trabajito oral de persuasión que le habían destrozado las rodillas. Suerte que, poco después, descubrió el maravilloso invento de las rodilleras y las cosas fueron mucho más fáciles.

El caso era que A. no podía permitir que su examen fuera corregido o, peor aún, que fuera sacado de la universidad y entonces perdiera su pista para siempre. Debía de ser destruido y cuanto antes mejor. A. decidió que lo haría aquella misma tarde y estudió su plan de manera cuidadosa. Nadie tendría porqué salir herido. Compró gasolina y la introdujo en un par de botellas de agua mineral que guardó en su bolso, y se aseguró de llevar una caja de cerillas en el bolsillo. Mientras esperaba, a punto estuvo de encenderse un cigarro para calmar los nervios. Pero no podía cagarla; no ahora, cuando había reunido el valor suficiente como para hacerlo. No cuando su futuro dependía de ello.

Finalmente, a la hora escogida entró a su facultad. Intentó aparentar serenidad a pesar de que le daba la sensación de llevar la palabra PIRÓMANA escrita en la frente, mientras se dirigía al aula 14. Como bien había calculado, en aquella aula se acababa de hacer un examen y aún quedaban algunos estudiantes rezagados que comentaban los resultados. Aguardó con impaciencia a que se fueran mientras simulaba que hablaba por el móvil y después entró en la sala, no sin antes cerciorarse de que nadie la había visto. Había escogido aquella aula en particular por el examen, ya que sino ésta habría estado cerrada con llave, y por su situación, ya que estaba en el ala norte del edificio, justo al lado del departamento donde se guardaba su examen. Rápidamente, sacó una de las botellas de agua de su bolso y esparció su contenido por las sillas y las mesas. Después, asomó de nuevo la cabeza al exterior y, al no ver a nadie, encendió una de las cerillas, la lanzó y salió sin mirar atrás.

El edificio era antiguo y no contaba con alarmas de detección de incendios, pero pronto el olor a humo fue detectado y, al ver la magnitud del fuego, se dispuso a evacuar la facultad. Mientras todo esto sucedía, A. ya se encontraba en el ala sur, donde vertió la segunda botella y prendió la gasolina con otra de las cerillas antes de salir corriendo y confundirse entre la marea de gente que abandonaba el edificio. En el exterior, la gente se apiñaba para ver que era lo que estaba sucediendo pero A. no se paró, sino que entró en un bar y se pidió una cerveza para celebrar el éxito de su plan.

Pero no habían pasado quince minutos cuando dos agentes de policía se pararon al lado de su mesa y le pidieron si podía acompañarles a comisaría. Al parecer, el dueño del bar había detectado el intenso olor a gasolina que desprendía A. y el hecho de que no parara de mirar el edificio en llamas a través de la ventana con una sonrisa en la boca. Suerte que A. era una chica previsora, y siempre guardaba en su bolso las rodilleras y unos refrescantes chicles de menta, por si las moscas.

lunes, 2 de febrero de 2009

La Virgen María (II)


La vida allí no estaba siendo tan idílica como María había imaginado. A parte de las tareas que le eran asignadas, tenía que estudiar y asistir a todos los servicios, y eso le dejaba poco tiempo libre para descansar. Además, en las raras ocasiones en las que se cruzaba con su enamorado éste parecía no darse cuenta de su existencia. Y pronto, el limitarse solamente a observarlo dejó de ser suficiente y María se sintió decepcionada por los pocos resultados que estaba dando su plan.

Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño en vano, se le ocurrió que podía dar una vuelta por el convento para calmar sus nervios. Y es que cada vez que intentaba relajarse, en su cabeza aparecía la imagen de su rostro y sentía que la angustia de no poder tenerlo iba a estallar en su interior. Pero mientras caminaba por los pasillos desiertos sumida en su pesadumbre, recordó que las novicias tenían prohibido abandonar su habitación durante la noche. Y, como si aquel pensamiento hubiera sido una especie de alerta, de repente escuchó un ruido como de pasos que se acercaban y, asustada, abrió la primera puerta que encontró y entró en la sala en penumbra.

Cuando su corazón dejó de dar saltos en su pecho y sus ojos se acostumbraron a la luz, María descubrió con terror que había entrado en una habitación y que alguien dormía en una cama a su izquierda. Y, por si fuera poco, ¡parecía la habitación de uno de los curas! ¿Qué podría pasarle si alguien la descubría allí? María buscó a tientas el tirador de la puerta, sin apartar la vista de la figura dormida por miedo a que ésta despertara si ella hacía el más pequeño movimiento. Encontró el tirador, abrió la puerta unos milímetros… y la puerta chirrió. María sintió como el estómago se le salía por la boca mientras el hombre se incorporaba y su cara quedaba tenuemente iluminada por la poca luz que entraba por la ventana: ¡era él!

María agachó la cabeza y aguardó, temblando por el miedo y por la emoción a la vez – ¡estaba en su habitación! –, la reprimenda que bien se merecía. Pero pasaron unos segundos y él no decía nada, así que María levantó la vista y no pudo evitar llevarse una sorpresa al descubrir que él la miraba como si fuera un fantasma. Unos segundos más hicieron falta para que María viera la situación desde los ojos del devoto cura que se encontraba delante de ella: una muchacha joven y hermosa, vestida con un largo camisón e iluminada por la luz de la luna y que aparecía en mitad de la noche… ¡él debía estar pensando que era una Virgen!

Todavía confusa por la sucesión de acontecimientos que habían tenido lugar en tan poco tiempo, María supo que aquella era su única oportunidad y, guiada por un impulso repentino, decidió interpretar su papel. Con los dedos temblorosos, se despojó de su camisón y habló con toda la autoridad que fue capaz de acumular: ¿te parece hermoso el cuerpo que dio a luz al hijo de Dios? El cura la miró, asombrado de oír palabras saliendo de su boca, y ella habló de nuevo: ¡bésalo! Más tembloroso aún que ella, el joven cura se acercó lentamente y se arrodilló a sus pies, los cuales besó uno por uno. María sintió como un hormigueo recorría su cuerpo mientras se agachaba y apoyaba la cabeza de él sobre su pecho. Después, despojó al cura de su camisón y se fijó en la pronunciada erección de su pene. Él bajó la vista horrorizado por la reacción de su cuerpo, pero ella encontró en ello las fuerzas necesarias para continuar. A pesar de no haber estado nunca con ningún hombre, sabía lo que debía hacer. Suavemente, empujó a su enamorado para que quedara tumbado en el suelo y subió a horcajadas sobre él, mientras con su mano derecha guiaba su miembro erecto hacia el interior de su sexo.

Aunque entró con relativa facilidad, a María le resultó algo incómodo pero, al mirar a su amante, comprobó por la expresión de su rostro que él experimentaba justo la sensación opuesta. Guiada por la intuición, comenzó a moverse rítmicamente y notó como su pene se endurecía todavía más mientras se deslizaba dentro de ella. María no sentía placer, pero su placer se hallaba en el rostro de aquel hombre que lo estaba experimentando por primera vez en su vida. Pronto se sintió como si estuviera montando a caballo y su respiración se hizo más forzada debido al movimiento que cada vez incrementaba más y más, subiendo y bajando, mientras empezaba a notar un cosquilleo en la zona donde se unía a él, sintiendo que de repente le era imposible parar… hasta que él emitió un suave jadeo y ella notó como algo se liberaba en su interior.

María abandonó el convento aquella misma noche. Una de las novicias encontró una nota en su cama, en la que explicaba que había decidido emprender un nuevo camino. Al otro lado del convento, uno de los curas más viejos encontraba otra nota, en la que, con unas pocas frases incoherentes, el arrepentido cura se disculpaba por su suicidio.