lunes, 31 de marzo de 2008

Lunes


Margarita había llegado a su límite. Por esa razón, había metido cuatro cosas en la primera maleta que había encontrado y había cogido el coche. Eran las 7 de la mañana de un lunes de principios de primavera.

El reloj tocó a las 7.30 y Luís tardó algunos segundos en apagarlo. Se desperezó, estirando los brazos hacia los lados, flexionando la espalda, extendiendo los dedos de los pies. Al hacerlo, notó un vacío en el lado derecho de la cama.

Margarita no estaba arrepentida. Conducía por la autopista todavía desierta y sin un rumbo fijo, pero eso no le preocupaba. El aire frío de la mañana entraba por la rendija de la ventana y le provocaba escalofríos. O tal vez no una sensación, en este caso de frío, sino un sentimiento concreto: el de libertad.

Luís salió del lavabo y miró de nuevo la habitación vacía. Todavía aturdido por el sueño, recorrió el pasillo y asomó la cabeza en la habitación de los niños, que seguían dormidos. Llegó al comedor y después a la cocina. No se oía un solo ruido.

El móvil empezó a sonar. Margarita separó la mano derecha del volante y rebuscó a tientas en su bolso, que ocupaba el asiento del copiloto. Miró la pantalla. Bajó su ventanilla izquierda y lo lanzó a la mediana.

Luís colgó el teléfono desconcertado. Se había cortado. No sabía muy bien qué hacer, así que fue a darse una ducha rápida. Después, despertaría a los niños.

Margarita metió quinta y, por un momento, sintió un vacío en el estómago al notar como el coche aceleraba. No solía conducir a tanta velocidad. Vio un cartel que le indicaba que había salido de los límites de la ciudad. Eso le hizo encontrarse mucho mejor.

Los niños querían saber dónde estaba mamá, y Luís les dijo que había salido temprano a hacer un recado. Les ayudó a vestirse y, mientras ellos desayunaban en la cocina, volvió a llamar. El número al que llama está apagado o fuera de cobertura. Se pusieron la chaqueta, cogieron las cosas y bajaron al parking, donde se encontraron con una plaza vacía. Ese día irían andando a la escuela.

Margarita aminoró la velocidad. Tenía un nudo en el estómago que no le dejaba concentrarse en la carretera. ¿Qué sería de sus hijos? ¿Cómo la recordarían? ¿Qué les diría la gente de ella? Quizás hubiese actuado demasiado precipitadamente. Quizás debería apuntarse a unas clases de yoga, o buscarse un trabajo de media jornada que la distrajera un poco de su vida cotidiana. Quizás debería intentar recuperar el amor perdido en un lapso de 15 años.

Luís llamó a su madre para que fuera a recoger a los niños del colegio. Durante todo el trayecto en autobús al trabajo no paró de darle vueltas a la cabeza. Puede que las amenazas que había lanzado Margarita la noche anterior no fueran del todo infundadas. Puede que estuviera realmente harta, y hubiera decidido marcharse para siempre. Era verdad que su carácter había empeorado los últimos días y que su relación ya no era la de antes. Aquello iba a ser duro para los niños.

Margarita conducía por el carril derecho a una velocidad moderada. Cuando vio el cartel que anunciaba la siguiente salida, puso los intermitentes.

Luís pensó en la nueva vida que se le presentaba mientras entraba a su despacho. Minutos después, entró Silvia, su secretaria, y él la besó con lujuria. ¿Sería buena idea llevarla a pasar la noche a casa?

viernes, 21 de marzo de 2008

Puzzle


No hace mucho leí algo que comparaba a las personas con las piezas de un puzzle. Todos somos como piezas de puzzle, decía, y durante toda nuestra vida buscamos a otras piezas con las que encajar y formar así algo más completo; pero no siempre es fácil encontrarlas.

El símil me gustó, pero yo defendería más bien que, en todo caso, somos como piezas de puzzle impermanentes, a las cuales un día se les rompe una esquina o se les forma un nuevo apéndice. Como consecuencia, dejamos de encajar con alguna de las piezas colindantes, y de nuevo nos ponemos a buscar entre las otras con la esperanza de encontrar alguna que se adapte a nuestra nueva fisonomía.

Yo soy una persona a la que se le rompen esquinas o le salen nuevos apéndices bastante frecuentemente. ¿Significa eso que mi vida se va a basar en una constante búsqueda de nuevas piezas con las que encajar? Se me ocurren dos posibles soluciones a este problema:

1. Encontrar una pieza tan cambiante como la que aquí y ahora te está hablando.
2. Aceptar el hecho de que jamás encajaré completamente con alguien, y limitarme a disfrutar de las conexiones parciales que se me presentan en los diferentes mosaicos de la vida.

La primera solución nos aporta un problema, puesto que el hecho de hallar a una persona cambiante no implica que sus cambios se vayan a adaptar a los tuyos, o viceversa. Eso nos lleva a la solución número 2.

Quizás a la mayoría de la gente les asuste pensar que nunca vaya a encajar completamente con alguien; y con esto no me refiero tan sólo a una relación de pareja. El no poder compartir las cosas con una persona que las vea de igual manera que tú puede aportar inseguridad a algunos pero, realmente, ¿se puede encajar perfectamente una pieza con otra y que la unión no resulte, a largo plazo, excesivamente aburrida y monótona?

No conozco la respuesta a esa pregunta pero, la verdad, tampoco me apetece descubrirla.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Opaco


Muchas veces no veo las cosas que tengo justo delante de los ojos. La mayoría de esas veces, observo detenidamente una pequeña parte y después imagino el resto y, si hay algo que me pierde, es la imaginación…

Sin embargo, en contadas ocasiones, supongo que fruto de la casualidad aunque no crea demasiado en las casualidades, tengo la oportunidad de vislumbrar algo realmente importante. Algo pequeño y fugaz, como la chispa que surge al encender una cerilla, pero que actúa como una mano quitando la venda que cubre mis ojos.

En el día de hoy he tenido uno de esos momentos reveladores, y el descubrimiento me ha dejado gratamente sorprendida. Alguna que otra vez, en mis desvaríos imaginativos, se me ha pasado por la cabeza que quizás no todo era como aparentaba ser… Y no me equivocaba.

Me encanta saber que después de compartir los últimos días contigo aún me queda mucho por descubrir. Me encanta desnudar los más recónditos rincones de tu mente y encontrar en ellos pensamientos como los que construyen, ladrillo a ladrillo, mi atolondrada cabeza. Me encanta haber hallado una rendija en la ventana de cristal opaco tras la que te escondes.

Lo único que me duele es que no haberla descubierto antes…

sábado, 8 de marzo de 2008

Al día siguiente (II)


El sonido de las olas yendo y viniendo hasta la playa logró relajarla poco a poco. El mareo había ido disminuyendo y ahora podía disfrutar de su paseo, sintiendo el viento en la cara y el suave roce de la arena en sus pies. Ya casi había olvidado el suceso de la tortuga sin coraza y el hecho de haber despertado una mañana en una playa desconocida absolutamente sola y con las bragas bajadas.

Había intentado recordar algo de la noche anterior, pero sólo tenía pequeños flashes. Su llegada a una fiesta en la que no conocía prácticamente a nadie, el beber para desinhibirse un poco y por no rechazar a los amables chicos que le ofrecían una copa, risas… Porque, después de todo, en eso consistían unas vacaciones. Y más aún cuando esas vacaciones consistían en una escapada a un lugar paradisíaco, dejando atrás el frío invierno de una ciudad atestada de humo y de gente pendiente de unas elecciones que nada iban a cambiar el penoso estado en el que estaba el país. En fin, el plan perfecto… Si no fuera por su situación actual.

Su paseo se interrumpió cuando llegó a la pared rocosa. Como había visto desde lejos, su forma haría más fácil la escalada, pero se le había olvidado algo: no tenía zapatos. ¿Dónde estaban? No tenía la más remota idea, pero el caso es que se había despertado sin ellos y no los había visto en ninguna parte. Quizás las olas los habían arrastrado hasta el mar, aunque no podía saberlo con certeza. Examinó las rocas detenidamente y pensó que, aunque el ascenso podía ser algo doloroso, no podía quedarse allí plantada toda la vida. Así que empezó a subir.

Lo primero en que pensó cuando puso un pie en suelo llano fue en que se moría de ganas de una ducha. Pero como aquello no estaba en aquel momento a su alcance, optó por mirar a su alrededor. Se encontraba en una especie de mirador cercano a una carretera totalmente desierta. El lugar le sonó vagamente, pero la verdad es que era parecido a cualquier otro paraje de la zona. Consideró el seguir la carretera para ver si lograba llegar a algún sitio, pero recordó lo estrechas y accidentadas que eran, y pensó que lo más probable era que algún coche se la llevara por delante. Por el momento, decidió descansar un poco y esperar.

Se sentó de manera que tuviera una buena visibilidad de una larga distancia a ambos sentidos de la carretera para poder avistar si pasaba algún coche y tener tiempo de acercarse a hacerle señales. Se miró los pies: tenía algunos cortes que sangraban y le escocían de la sal adherida a las rocas, pero eso no era lo que más le preocupaba: estaba perdida en medio de la nada, en un lugar donde nadie la conocía y sin móvil ni DNI… Porque, ahora que lo pensaba, ¿dónde podría estar su bolso? Estaba empezando a pensar seriamente que la habían emborrachado, robado y dejado allí tirada, y miró de nuevo hacia el lugar donde había despertado con la esperanza de ver algún indicio. Pero el sol la deslumbró; un sol que comenzaba a aparecer en la línea del horizonte.

Parpadeó varias veces, tratando de acostumbrarse a la luz, y pensó que aquello era imposible. ¿Cómo podía el sol estar saliendo en aquel momento, si hacía como mínimo una hora que había comenzado a salir? Cuando al fin pudo ver con más claridad, se fijó en que había algo en el lugar donde había despertado. Desde lo alto del acantilado, comenzó a deshacer el camino, tratando de averiguar qué era lo que había allí y que estaba segura que antes no estaba. Era algo demasiado grande como para pasar desapercibido. Pronto distinguió una figura humana tumbada en la arena, tal como ella había estado momentos antes. Aceleró el paso; los pies habían dejado de dolerle. Era una persona tumbada boca abajo, mirando en dirección contraria a donde estaba ella. Parecía una chica. Llevaba un vestido claro bastante corto. Entonces se miró, y vio que su vestido era muy parecido. Demasiado. Tenía el pelo castaño claro, de un color idéntico al suyo. Y ahora que se fijaba, tenía algo blanco en sus piernas, a la altura de las rodillas.

Justo antes de que pudiera asimilar que era su cuerpo sin vida el que yacía allí abajo, desde lo alto del acantilado su alma se desintegró y se fundió con el resto del paisaje.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Al día siguiente (I)


La caricia de una fría ola sobre su pie desnudo la hizo despertar. Lo primero que sintió fue la boca seca y pastosa, y pronto vio a unos metros de donde se encontraba los restos de un abundante vómito. Le dolía terriblemente la cabeza. Se incorporó como pudo sobre la fría arena y vio que apenas había empezado a amanecer: los primeros rayos de sol se asomaban perezosos por el horizonte produciendo destellos en la superficie del mar en calma.

Cuando se dio la vuelta para sentarse, descubrió que tenía el vestido parcialmente levantado y las bragas por debajo de las rodillas. Aún quedaban restos de esperma seco adherido a la parte interior de su muslo izquierdo. Secuelas de la noche anterior, supuso, pues no se acordaba de nada. En aquel instante, su cabeza estaba abarrotada por una orquestra sinfónica al completo que interpretaba enérgicamente la cúspide de la más intensa de las sinfonías.

Se puso de pie, no sin dificultades, y luchó unos segundos por mantener el equilibrio. La playa desierta daba vueltas a su alrededor. Se subió las bragas bajo el vestido y anduvo unos pasos sin tomar ninguna dirección concreta. Estaba en una cala pequeña situada en la parte baja de un acantilado. No se vio con ganas de comenzar a escalar la pared rocosa, así que decidió seguir caminando hasta los límites de la arena, donde parecía que la roca ascendía más suavemente y sería algo más fácil subir.

Mientras empezaba a caminar, miró el cielo azul sobre su cabeza y no vio en él ninguna nube. Bonito día, pensó, pero en el estado en el que se encontraba tanto le daba si hacía sol o llovía a cántaros. De repente, algo un poco extraño le llamó la atención. Miró al sol, que hacía tan sólo unos minutos que había comenzado a iluminarla, y vio que seguía exactamente en el mismo sitio en el que estaba cuando se despertó. Debía de ser una imaginación suya; a saber lo que había tomado en aquella fiesta.

Cuando apenas había dado veinte pasos, se fijó en que a unos metros de donde se encontraba había una tortuga de más de medio metro de diámetro. Este hecho le llamó la atención, pues no recordaba haber oído que hubiera tortugas de ese tamaño por aquellas latitudes. Por esa razón, anduvo en dirección a ella para examinarla mejor, pero cuando se hubo acercado lo suficiente vio que la coraza estaba vacía. Pensó que quizás la tortuga había muerto mucho tiempo atrás y que la coraza había quedado como una escultura fosilizada en medio de la playa. Iba a continuar su camino cuando, parcialmente protegida por un montículo de arena, vio a la tortuga… sin coraza. O, al menos, eso parecía. Se acercó lentamente, con la boca inconscientemente abierta y a sabiendas de que aquello era una tontería. La tortuga, al advertir su presencia, pareció sobresaltarse y fue directa hacia la orilla del agua hasta perderse entre las olas.

Parpadeó un par de veces y se acercó al lugar donde había estado la tortuga sin coraza. Se fijó en las huellas que habían dejado sus patas sobre la arena y que la suave brisa estaba empezando a borrar. Se giró y buscó con la vista la coraza abandonada, que seguía inmóvil en mitad de la arena. ¿Qué coño había tomado la noche anterior?

En aquel momento, sus facultades mentales, hasta aquel momento atenuadas por la resaca, recobraron energía. Decidió que lo mejor sería continuar andando y ascender por el acantilado, descubrir dónde se encontraba y salir de allí lo antes posible.