martes, 28 de agosto de 2007

Batalla final

El día empezó como cualquier otro. Se levantó con la salida del sol, picoteó un poco como forma de desayuno mientras veía un programa aleatorio en la televisión, y cuando la calle empezaba a despertar, cambió el televisor por una vieja radio y se entretuvo limpiando por aquí y por allá. Fue bien entrada la mañana cuando notó que aquel día iba a ser diferente: el cielo se oscureció ligeramente y ella, intuitiva como era, notó como la Muerte se cernía sobre sí misma.

No podría haber explicado esta sensación. Simplemente, notó que ya era la hora, que la artrosis y las profundas jaquecas que había sufrido desde hacía varios meses habían ganado la batalla por fin. Pero no sólo era eso, sino que notaba la presencia física de la Muerte. No en aquella habitación, no detrás suyo esperando a que se girara para sorprenderla. La notaba sobrevolando, con sus majestuosas alas de murciélago, la azotea del edificio donde ella vivía, esperando el momento oportuno para acogerla en su seno.

Ella, mujer pacífica y conformista, admitió su derrota y se abstuvo de luchar. No había nada que odiara más que aquellas personas que se resistían a aquello que acompañaba al nacimiento y a la vida: la vejez y la muerte. Así que apagó la radio, dejó el trapo con el que estaba abrillantando un mueble a un lado y se tumbó en el suelo mirando fijamente el techo, de la misma forma que los boxeadores tiran la toalla, o en las guerras se hondea una bandera blanca.

Pero a la Muerte aquello no le sentó bien. Acostumbrada como estaba a que las personas se resistiesen y le implorasen clemencia, a sentirse poderosa, aquello era como si le dejaran ganar de antemano, sin ni siquiera atreverse a jugar. Así que decidió esperar.

Ella, tumbada sobre el suelo de su salón, notó como la Muerte aguardaba impaciente cualquier atisbo de vida, como el moverse para encontrar una posición más cómoda, o hacer el amago de levantarse para comer algo, o ir al lavabo. Pero no, oh no. Después de setenta y tantos años de ceder, por debilidad, inseguridad, o simplemente por buscar el bien de los demás en lugar del suyo propio, esta vez no iba a hacerlo; no lucharía con el afán de vivir, sino con el de morir con la dignidad que creía que merecía, e iba a ganar esta última batalla. Así que decidió esperar.

Esperando, lo único que podía escuchar era el sonido lejano del tráfico y el tic tac de un reloj. Por suerte, su vejiga aún funcionaba a la perfección, pero hacía ya algunas horas que su estómago rugía hambriento. Para aliviar esta sensación y hacer pasar el tiempo más rápido, empezó a cantar. Muy bajito, pronunciando cada estrofa delicadamente, se dio cuenta de que se acordaba de todas las canciones que una vez pensó que había olvidado. Y entonces le vinieron a la memoria algunos sentimientos asociados a aquellas canciones, sentimientos que creía haber olvidado también. Y paró de cantar, porque el dolor que sentía era peor que el que le producía el hambre.

Finalmente, el cansancio pudo con su voluntad de seguir despierta y se durmió. Soñó con praderas llenas de césped fresco, mecido suavemente por el viento... Estaba tumbada sobre ese césped, mirando fijamente el cielo azul. Lo único que podía escuchar eran los cantos de los pájaros.

Cuando la Muerte bajó a por ella por fin, le arrebató su último suspiro y partió, dejando atrás el cuerpo sin vida de una anciana con una pacífica y eterna sonrisa en su rostro.

jueves, 23 de agosto de 2007

Ser o no ser

Soy la mañana, soy la noche. Soy el día despejado y la tarde gris y nublada. Soy el viento de levante que hace volar las hojas caídas que se adelantan al Otoño; soy una de las miles de gotas que empapan tu piel mientras corres bajo esa tormenta de verano.

Soy el aroma intenso del café que te despierta por las mañanas, y también las volutas de humo que dejas escapar por entre tus labios en cada calada de cigarrillo. A veces formo parte de las ondas sonoras que constituyen tu música favorita, o del haz de luz que ilumina tu lectura antes de irte a dormir cada noche. Me ves languidecer en las plantas que ocupan tu balcón y que nunca te acuerdas de regar, y te encanta sentirme calentando tu piel mientras los rayos de los que formo parte iluminan tu mundo.

¿Puedes verme ahora? Estoy entre los fotones que captan tus ojos, pero también podrás sentirme sobre tu piel, ya que soy uno de los átomos de oxígeno, nitrógeno o dióxido de carbono que llenan la habitación en la que te encuentras. Témeme, pues formo parte del agujero de la capa de ozono, de los rayos ultravioleta y de los clorofluorocarbonos causantes del efecto invernadero. Ámame también: soy una feromona, un impulso nervioso que materializa el placer de tu orgasmo.

Soy invisible, abstracta, etérea. Formo parte de todo pero, en realidad, no soy nada.

domingo, 19 de agosto de 2007

El último regalo

En mi 18 cumpleaños, mi madre esperó hasta que todo el mundo se hubiera ido de mi fiesta, llenó mi vaso medio vacío y dijo: “Ven y siéntate conmigo un rato. Ahora que eres suficientemente mayor, hay algo que tengo que contarte. No tienes ni idea de lo diferente que habría sido tu vida si hubieras sabido la verdad”. Entonces se detuvo y respiro hondo, como si no supiera por dónde continuar. Yo la miré pensando que sería una broma, que me estaría tomando el pelo como una parte final de mi fiesta, pero cuando observé su cara rápidamente cambié de idea: estaba pálida, y una capa de sudor cubría su frente. En ese momento fue cuando empecé a preocuparme.

Le pregunté, casi susurrando, qué pasaba, y ella dudo un par de veces antes de empezar a hablar. “¿Te acuerdas de cuando eras niño, los días en los que ibas con tu padre y tu hermano a pescar?”. Le dije que sí. ¿Cómo podía olvidarlo? Eran días soleados y felices, en los que mi hermano y yo solíamos cargar con los bártulos de pesca de mi padre hasta una barca que alquilábamos cada mes en un lago no muy lejos de casa. A mi madre no le gustaban lo que ella llamaba nuestras Excursiones Masculinas, y siempre se quedaba en casa. “Entonces, ¿recuerdas el día en que...?” “Sí”, la detuve. No entendía por qué estaba haciéndome todas aquellas preguntas. Ella continuó. “El día en que tu hermano murió...” – noté unas punzadas en mi corazón – “... tú te enfermaste. Tu padre y yo estábamos muy preocupados por ti”. Le dije que ya lo sabía, que había caído al agua con mi hermano y que por esa razón me había puesto tan enfermo. “Cariño, tú no te caíste al agua. Tu ropa estaba mojada porque tu hermano te salpicó... mientras tu aguantabas su cabeza debajo del agua”. Pero, ¿qué coño estaba diciendo? Tenía 6 años, ¿cómo podía haber hecho eso? Ella siguió hablando, porque yo no podía articular palabra. “No lo recuerdas porque lo olvidaste inmediatamente después de que pasara. A diferencia de todos los niños, que sienten admiración por sus hermanos mayores, tú únicamente sentías celos. Tu padre y yo nunca supimos por qué. Él siempre se culpó por lo que había pasado, por haber llegado demasiado tarde...”.

No dije nada entonces, y no he dicho nada hasta ahora. Después de 10 años aquí encerrado, aún no recuerdo lo que pasó, pero lo único que sé es que las punzadas que sentí no eran de dolor...

martes, 14 de agosto de 2007

Amanecer húmedo

Siempre había sido una chica solitaria. Algunas personas opinaban que era demasiado introvertida, otras, que el problema radicaba en su timidez, pero la verdad era que, simplemente, no le interesaba la gente, y se consideraba a sí misma una especie de misántropa. Eso no significaba que no se interesase por la psicología y el comportamiento de las personas ya que, de hecho, tenía algunas teorías al respecto. Para ella, las personas no eran más que una versión ligeramente modificada de un modelo universal que se regía por dos intereses básicos, a saber: placer espiritual, obtenido a partir de pequeñas satisfacciones personales o, cada vez más, objetos materiales, y placer carnal, basado únicamente en el sexo.

Sus deducciones iban más allá: según ella, la felicidad era la búsqueda camuflada de estos placeres y la destrucción de todo aquello que se interpusiera en su camino. Toda persona era feliz si podía contar con, como mínimo, un tipo de placer espiritual y otro de carnal. Esto excluía, obviamente, la abstinencia sexual, una actitud antinatural creada para desterrar algunas religiones paganas que utilizaban el sexo como medio de oración, y que muchos practicaban con la esperanza de tener asegurado el cielo... o algo así. Porque ella tampoco creía en Dios, en ningún tipo de Dios. Según ella, lo único que había era todo aquello que podías ver: no existían dioses, espíritus o mundos alternativos. Todas esas tonterías habían sido inventadas por personas demasiado débiles, con una vida demasiado triste como para aceptar que a partir de su muerte, no había nada más.

Ella no creía en nada.

No era excesivamente atractiva, pero sabía sacarse partido a sí misma. Este hecho, y la confianza que depositaba en sí misma le permitían conseguir lo que se propusiera. Pero había dejado de usar su poder de seducción hacía tiempo; sobretodo, con los hombres. A su juicio, y basándose en su propia experiencia, todos los hombres eran superficiales, estúpidos y, aunque no lo parecieran en una primera impresión, misóginos. Así que sus necesidades carnales las satisfacía mediante la masturbación, que le proporcionaba un placer muy superior al que le podría proporcionar cualquier hombre, ya que contaba con la ventaja de saber a la perfección lo que le gustaba y quería en cada momento y situación.

Ella fue la escogida.

Quizás se fijó en ella por su apariencia. Quizás, por ser una solitaria, y tal vez la vio como una especie de alma gemela. O quizás porque quería romper su coraza, encontrar su punto débil. Así que, un día de lluvia, se ofreció a llevarla a casa en coche después del trabajo. Y después de muchas semanas de planes y elucubraciones, aquella tarde consiguió, por fin, violarla brutalmente. Y cual fue su sorpresa al comprobar que ella había disfrutado tanto o más que él... Quería más. Aquello era nuevo para él, y por un momento no supo qué hacer. Finalmente, pensó ¿Por qué no? y optó por hacer lo que ella le sugería.

Ya en su apartamento, follaron durante horas. Probaron mil posturas, mil roles. La pegó y la insultó, y ella representaba el papel de víctima a la perfección, y a la vez parecía correrse con cada insulto, con cada bofetada. Ya entrada la noche, ella le pidió extasiada que la amenazara con torturarla, con quitarle la vida, y él acabó utilizando un cuchillo para darle más realismo. Y ése fue su error.

El día amaneció despejado, y cuando los primeros rayos entraron por las ventanas, él yacía abrazado al cuerpo sin vida de ella y con la piel todavía húmeda como consecuencia de la noche de sexo, de las lágrimas que resbalaban por su cara y de la sangre que empapaba las sábanas.

sábado, 11 de agosto de 2007

Desde tu partida

Cuando me enteré de lo que te había pasado fue como si una mano atravesara mi pecho y empuñara mi corazón con sus fuertes dedos. Cuando me dijeron que tu estado era muy grave, pude ver como los tendones de aquel brazo se tensaban bajo la superficie de la piel para flexionar los dedos contra aquel órgano que me daba la vida. Cuando moriste casi delante de mis ojos, pude sentir aquella mano salir de mi pecho, arrancándome el corazón – y, consecuentemente, la vida – de cuajo.

Desde entonces me cuesta respirar. Muchas veces, cuando inhalo aire, parece como si mis pulmones intentaran llenarse desesperadamente de algo, lo que sea, en algún lugar donde tan sólo hay vacío. Parece que, con tu partida, te llevaste contigo el poco oxígeno que quedaba en el mundo, o la capacidad de los árboles de crearlo.

No recuerdo cuando fue la última vez que dormí dos horas seguidas. Cada vez que cierro los ojos, veo tu cara magullada y cubierta por una mascarilla de oxígeno, luchando por esa vida que te fue arrebatada cuando apenas habías llegado a asimilarla.

Pero nada es comparado con el dolor de saber que no podrás perdonarme nunca. De saber que, unos días antes de tu partida, yo te había fallado como nunca nadie lo había hecho; que, quizás, yo tenga algo de culpa en tu repentina marcha. Y de saber que todo eso no lo sabré nunca.

Cuando te fuiste, dejaste mi cuerpo aquí, todavía funcionando, pero mi alma, o lo que sea que habita dentro de estas carcasas terrenales en continua decadencia, te la llevaste contigo aquel caluroso día de verano. Mi cuerpo vive aunque, como bien me dijiste una vez, no se vive por el hecho de andar, sentir o pensar; o como dijo aquel hombre que tienes apuntado en tu lista de citas: El que muriera no prueba que hubiese vivido. Así que, después de conocerte durante tanto tiempo, a veces no puedo evitar pensar: ¿es ésta tu venganza?

miércoles, 8 de agosto de 2007

Nostalgia

Anoche, mientras miraba la calle a través de los cristales mojados por la lluvia, me acordé de ti.

Me acordé de aquella tarde, no hace mucho tiempo, en la que nos pilló la lluvia y, riendo y cogidos de la mano, salimos corriendo y nos metimos en un portal a esperar a que parara... Y de cómo besaste las gotas de agua que resbalaban por mi cara, y mis labios mojados, y como en tan sólo unos segundos todas aquellas risas se transformaron en una pasión que ninguno de los dos podíamos (o queríamos) controlar, y que dejábamos rezumar por cada poro de nuestra piel; piel que ansiaba fundirse eternamente en el placer...

Me acordé de tus ojos color miel y de cómo me mirabas, provocándome escalofríos por toda la espina dorsal, por donde tus manos se movían a la vez firme y suavemente siempre que me abrazabas... Y yo te devolvía la mirada, y me sumergía en la inmensidad de aquellos ojos que transmitían todo un universo de sensaciones, y creía volverme loca, y pensaba que nunca podría dejar de mirar aquellos ojos y que, si existía el paraíso, yo ya había encontrado el mío...

Me acordé de aquellas noches en las que, tumbados en un parque cualquiera y bajo un manto de estrellas, hablábamos de las personas, del universo, de la muerte, o simplemente de lo que habíamos hecho aquella tarde... Y al final, nos quedábamos callados, escrutando el cielo en busca de estrellas fugaces, y acurrucados el uno contra el otro, con el único movimiento de nuestros pechos al respirar, y de nuestras manos al acariciarse...

Anoche, mientras las lágrimas brotaban de mis ojos entrecerrados, me acordé de ti... Y decidí volver a olvidarte.

sábado, 4 de agosto de 2007

Alicia en el jardín de las maravillas (Epílogo)

Alicia abrió los ojos y notó que algo la ahogaba. Después de lo que a Alicia le parecieron interminables segundos, una mujer con una bata blanca se acercó y le quitó la vía, y tras examinarle las pupilas con una pequeña linterna y decirle que descansara, se fue. Alicia miró a su alrededor: a su derecha, a dos camas de distancia, una mujer grotescamente obesa descansaba rodeada a múltiples aparatos, de los que Alicia pudo distinguir un respirador que producía un sonido sordo; a su izquierda, una ventana que mostraba el cielo azul de una mañana de verano, protegida por unos barrotes. También a la izquierda, Alicia se fijó en una fotografía que descansaba en una mesita de noche, en la que aparecía ella misma junto con sus padres, en un viaje que habían hecho cuando ella todavía era casi una niña. Miró a su padre, alto y robusto, y a su madre, con su pelo oscuro y sus bonitos labios maquillados siempre con carmín rojo...

Alicia notó su cuerpo entumecido por la falta de movimiento. De su brazo izquierdo sobresalía un tubo de plástico. Estaba algo confundida, y no recordaba qué era aquel lugar y como había ido a parar allí. Un griterío en la habitación contigua le devolvió a la realidad. Volvió a girar la cabeza a su derecha y reconoció a La Grande, o la Esquizofrénica Cebada, como la llamaban algunos, no demasiado amablemente, a sus espaldas. En ese instante, un grupo de enfermeros entró a la habitación trasladando en volandas a una mujer delgaducha que se retorcía y contorsionaba profiriendo alaridos. La dejaron en una cama enfrente de donde se encontraba Alicia y la ataron con correas que suspendían de la cama, y unos segundos después de inyectarle el contenido de una jeringuilla los gritos cesaron y los movimientos se apagaron rápidamente. Entonces, los enfermeros abandonaron la habitación.

Sí, Alicia sabía muy bien donde se encontraba.

Alicia intentó recordar lo que le había traído a aquel lugar, y no le costó mucho encontrar la respuesta. Quiso levantarse, pero no pudo; afortunadamente, no estaba atada como su compañera, pero tenía los músculos débiles y apenas pudo incorporarse ligeramente.

Vencida, Alicia se volvió a recostar y decidió dormir. Dormir y soñar.

Soñar con un lugar en el que fuera libre, sin barrotes que tapiaran las ventanas. En un lugar donde se sintiese querida por alguien, donde tuviera una vida llena de momentos alegres y felices. Donde su padre no la violara y su madre estuviera allí para protegerla y cuidarla. Donde no tuviera que decirle al niño que llevaba en sus entrañas que su padre y abuelo eran la misma persona.

Alicia decidió volver a su particular Jardín de las Maravillas.