viernes, 16 de noviembre de 2007

El principio del fin

El odio había, al fin, sobrepasado el límite nunca antes rebasado: además de haber tomado posesión de mi mente hacía ya tiempo, un día tomé plena conciencia de que también dominaba mi cuerpo. No se trataba en ningún caso del control de mis movimientos o de mis actos sino que, una vez hubo consumido cada uno de los recónditos recovecos de mi sistema nervioso, había logrado introducirse en mis arterias para así extender su halo de devastación por cada célula de mi cuerpo.

Llegaba a la superficie como una especie de vaho que emanaba de cada poro de mi fisonomía, creando un aura a mi alrededor que provocaba diversas reacciones sobre el mundo que me rodeaba. No era algo que se pudiera captar concientemente, pero yo notaba como muchas personas se apartaban de mi lado o se sentían incómodas en mi presencia, así como muchas otras, normalmente de reputación algo dudosa, a las que atraía irremediablemente.

Era el odio: sentimiento puro pero no por ello loable, que había florecido en mi interior como consecuencia de toda una vida de insatisfacciones y pequeños placeres truncados, y que había crecido alimentado por la amalgama de crueldad y corrupción que constituía el mundo en el que vivimos; mundo que resistía tenazmente a toda amenaza de protesta o rebelión por parte de todo aquel que tenía más de dos dedos de frente.

Dejé de comer, puesto que el odio ya había comenzado a devorar mis entrañas. Dejé de dormir, puesto que la rabia acumulada me mantenía despierta. Mi cuerpo había comenzado a descomponerse lentamente, inducido por los intensos sentimientos de aversión, furia y venganza que hacían hervir mi sangre, abrasándome por dentro. Yo era la única testigo de la paulatina destrucción que estaba sufriendo.

Cuando te vi por primera vez, en seguida supe que el odio también había empezado a habitar en tu interior, aunque tú todavía no te hubieras dado cuenta de ello. Traté de explicarte las razones de tu atracción por mí, pero no quisiste escucharme o quizás tan siquiera me creíste. No sabías muy bien el porqué, pero lo único que deseabas era besarme, decías. Parece que aún quedaba algo de libido en mí, puesto que no pude negarme.

Pero tú aún no estabas preparado y no pudiste soportarlo. El besar mis labios envenenados te destruyó mucho más rápidamente de lo que el odio lo habría hecho, y ahora eres un alma condenada a vagar eternamente, libre de odio, sí, pero vacía de cualquier otro sentimiento...

Presiento que pronto me reuniré contigo.

No hay comentarios: