lunes, 21 de julio de 2008

Impotencia


Porque me entran ganas de gritar cuando mi vecino pone la música a tope un domingo a las 8 de la mañana.

Porque me entran ganas de gritar cuando la persona que menos lo merece recibe todo lo que quiere.

Porque me entran ganas de gritar cuando me duele la cabeza de escuchar tus tonterías, y tú ni tan siquiera te has preocupado en si estoy bien o en si hay algo que me apetezca contarte.

Porque me entran ganas de gritar cuando dices chorradas para hacerme reír, justo después de haberme ignorado por completo.

Porque me entran ganas de gritar cuando veo que un niño de cuatro años prefiere estar con una completa desconocida antes que con su madre.

Porque me entran ganas de gritar cuando encuentran el cuerpo semi-descompuesto de una niña de cinco años asesinada.

Porque me entran ganas de gritar cuando desaparecen niños de tres años y, meses después y sin haber descubierto nada, deciden guardar el caso en un cajón para que todo el mundo se olvide.

Porque me entran ganas de gritar cuando miles de niños mueren cada día de hambre, de sida o de malaria; cuando miles de niñas son cada día prostituidas o obligadas a casarse con un extraño por parte de sus propios padres; cuando miles de niños son cada día abandonados, maltratados, asesinados.

Pero la mayoría de las veces, en lugar de gritar, siempre acabo cerrando los ojos e intentando pensar en otra cosa.

domingo, 20 de julio de 2008

Insomnio


Y de pronto, todo era calma.

Mis manos sudaban mientras intentaba conciliar el sueño en una noche especialmente calurosa. Inoportuna manía la mía, la de no poder dormir con la puerta cerrada aunque el bochorno abrasador no me dejara dormir de todos modos. Pero, por un momento, intenté apartar el calor de mi foco de visión, pues había reparado en algo que me inquietaba.

Quizás era la temperatura, que mantenía mi sistema nervioso en un curioso estado de letargo, pero me sentía bien y estable a pesar de que mi mundo se estuviera desmoronando a mi alrededor. No era normal; tal vez debería ir al médico, donde me diagnosticarían un enorme tumor cerebral que acabaría con mi vida en pocos meses. Y, entonces, para disfrutar de los días que me quedasen, utilizaría los pocos ahorros que tengo y cogería el primer vuelo que saliese, a cualquier parte, y haría locuras sin arrepentirme pues, al fin y al cabo, no iba a tener mucho tiempo más de vida para poder hacerlo.

Pero no era ésa la razón y lo sabía. Lo más probable era que mi mente se hubiera colapsado por los acontecimientos, arrastrándolo todo hacia el subconsciente y levantando un muro infranqueable que me hiciera sentirme segura. Una teoría bastante freudiana, por cierto, pero muy propia de mí: huyendo siempre de los problemas, escondiéndolos bajo la alfombra.

Harta de dar vueltas en la cama, me levanté y salí al balcón. La ciudad dormía, pero también se escuchaba el televisor de los vecinos, unas carcajadas procedentes de la calle, una ambulancia a lo lejos.

Tal vez la mejor solución fuera ésa, irme de allí. A un sitio donde por las noches tan sólo se escuchara el silencio. Por un maravilloso instante estuve tentada de hacer las maletas, marcharme al aeropuerto, hacer una locura…

… Y entonces te oí a mis espaldas, y noté como me rodeabas con tus brazos y me susurrabas al oído que todo saldría bien, y las ganas de huir de aquel piso, de aquella ciudad y de mi vida desaparecieron por completo.

domingo, 13 de julio de 2008

Lucía y el sexo


Lucía adoraba contemplar las tormentas de verano casi tanto como masturbarse tendida sobre el frío suelo de su habitación. La cerámica sobre su piel desnuda ejercía un efecto de afrodisíaco, estimulando sus terminaciones nerviosas y haciéndole alcanzar el orgasmo rápidamente. Lucía era una mujer impaciente en todos los aspectos de su vida, incluido el sexo.

Aquel verano en particular estaba siendo más tormentoso de lo habitual, y eso ponía a Lucía de buen humor. Eso, y sus cada vez más frecuentes encuentros con el suelo de su habitación. Pero aquella tarde de sábado, ni la tormenta ni el sexo parecían aliviar la creciente tensión que se había apoderado de Lucía. Ni una cosa ni la otra habían logrado deshacer el nudo en el estómago que le amenazaba desde hacía días. Y, por si fuera poco, su insaciable apetito sexual se había incrementado de manera incontrolable hasta convertirse en una sensación de lo más incómoda. Aquello tenía que terminar cuanto antes.

Lucía rebuscó en los cajones de su mesita de noche hasta dar con una vieja agenda que no había sido abierta desde hacía meses. Pasó las páginas hasta dar con un número de teléfono y marcó. No esperaba respuesta; conociéndole, posiblemente se lo habrían dado de baja por falta de pago o habría perdido el móvil. Lucía esperó a que sonara una, dos, tres, cuatro veces, y cuando iba a colgar por fin, una voz contestó al otro lado. Lucía la reconoció al instante, y el nudo de su estómago pareció deshacerse un poco. Sí, iba por el buen camino.

Lucía propuso quedar aquella misma noche, pues no convenía alargar la agonía mucho más allá de lo estrictamente necesario. Él estuvo de acuerdo, pero no accedió a hacerlo en ninguno de los lugares que solían frecuentar cuando, hace algunos años, sus encuentros eran mucho menos esporádicos. Por el contrario, Lucía tuvo que buscar la dirección por internet pues no conocía la calle, y le sorprendió que estuviera en medio de un viejo polígono industrial del este de la ciudad.

Cuando encontró el lugar que buscaba, Lucía aparcó el coche y miró su reloj. Aún quedaban unos minutos para la hora acordada, así que abrió un poco la ventana y se encendió un cigarrillo. Cuando iba por su tercera calada, unos golpecitos en la ventanilla la sacaron de su ensimismamiento. Allí estaba él, sin paraguas y con las gotas de lluvia resbalando por la misma cara que Lucía conocía milímetro a milímetro. Le hizo señas para que entrara en el coche, pero él hizo lo propio para que ella saliera.

Sin paraguas y cogidos de la mano, avanzaron hasta el centro de la calle, donde él se paró. Lucía estaba intrigada: siempre la había sorprendido con los lugares a los que la llevaba, pero aquella vez no parecía que hubiera por allí nada más que viejas fábricas vacías a aquellas horas de la noche. Le miró expectante y él le devolvió la mirada, con una sonrisa maliciosa y un extraño brillo en sus ojos verdes.

Y Lucía comprendió, y pudo leer en sus ojos lo que estaba pensando.

¿No te apetecía algo nuevo? ¿Algo diferente? ¿Verdad que te gustan las tormentas? No hay nada como follar bajo miles de gotas de lluvia entremezclándose con el sudor, la saliva y demás fluidos que desprenden nuestros cuerpos entregados al deseo. No hay nada como hacerlo bajo la luz de los relámpagos centelleantes en medio de ninguna parte.

Lucía se entregó a su amante con una avidez voraz, incrementada por la excitación acumulada y las excelentes condiciones climáticas. Mientras, un vagabundo observaba estupefacto la escena, preguntándose si habría algo de dinero en la ropa desperdigada alrededor de la lasciva pareja.

lunes, 7 de julio de 2008

Anatolia


Anatolia era una mujer verdaderamente extraña. Antes que su nombre, igual que el de la península donde se halla Turquía, lo que más llamaba la atención en Anatolia eran sus inusuales ojos: grandes, rasgados y de un color miel que a veces se confundía con el amarillo más intenso.

Anatolia había nacido para triunfar en todo lo que se propusiera. La suerte siempre estaba de su parte, y su fuerza y espíritu carismático hacían el resto. Pero donde otros se habrían aprovechado, ciegos por la codicia, Anatolia se comportaba cual niña pequeña, encaprichándose por las cosas y dejándolas tiradas cuando estaba demasiado cansada de ellas. Porque aunque los ojos de Anatolia fueran de fuego, su corazón era de hielo.

Todas las personas que se cruzaban en la vida de Anatolia adoptaban como objetivo el ser el centro de atención de aquellos extraordinarios ojos, pero el adentrarse en el mundo de aquella extraña mujer era como firmar un contrato al final del cual se debían pagar las consecuencias. El paso de Anatolia dejaba a sus espaldas una estela de destrucción que entremezclaba desde amantes despechados hasta hombres y mujeres envidiosos de su belleza o fortuna.

Anatolia tenía lo que quería y cuando lo quería, y si alguna vez las cosas se torcían, no tenía ningún problema en cambiar sus planes. Anatolia nunca se entristecía y pocas veces se enfadaba, pues todos los aspectos de su vida se hallaban próximos a la perfección.

Pero el curso de la vida de Anatolia cambió un caluroso día de principios de julio.

Un hecho trivial, una situación completamente habitual en la que se ven mezcladas cada día millones de personas, significó el fin del paraíso que vivía Anatolia: el rechazo. Anatolia jamás había sido rechazada por nada y por nadie; todo el mundo sucumbía a su personalidad, a su belleza, a sus ojos. Fue su último amante el que tuvo el atrevimiento de poner fin a su relación de unos pocos días. Fue él quién liberó la bestia.

Anatolia no pudo soportarlo. Aún no se había cansado de él, ¿cómo había podido sugerir que dejaran de verse? ¿Es que acaso había encontrado a alguien más bella, más perfecta que ella? Anatolia, que nunca había sido celosa, se estremeció al imaginarle con otra mujer. Y la rabia en su interior creció y creció, iluminando sus ojos ambarinos y confiriendo a su hermoso rostro un aspecto escalofriante.

La historia de Anatolia se acaba aquí, pues nunca nada más se supo de ella. Su último amante vive aún hoy, aunque tan sólo es su arrugado cuerpo el que se mantiene con vida: su mente enloqueció repentinamente mucho tiempo atrás. Concretamente, un caluroso día de principios de julio.

miércoles, 2 de julio de 2008

Fase V: Aceptación


A. se levantó y, como cada mañana, se fue a trabajar. Aunque su apatía había dirigido su vida durante meses, aquel fue un día particularmente duro que le hizo hundirse aún más en la miseria que las circunstancias y ella misma habían construido poco a poco a su alrededor. Afortunadamente, el horario intensivo de verano le permitía contar con alguna que otra tarde libre para homenajearse con un merecido descanso.

Al llegar a casa, sudorosa y agotada debido a los efectos del calor, se sintió demasiado desanimada como para hacerse algo de comer o para hacer cualquier otra cosa. Así que decidió tumbarse en el sofá y aprovechar la tímida corriente de aire que circulaba a través del pequeño comedor y que sofocaba aquel calor asfixiante.

A. cerró los ojos y supo que, pese a su cansancio, no podría dormirse. En aquel estado de profunda relajación era cuando A. aprovechaba para repasar todos los acontecimientos del día. También recordaba entonces sus quehaceres, o pensaba en sus miedos y sus deseos, como conseguirlos o evitarlos. Y fue ese día bochornoso de principios de julio cuando A. pensó, de repente y casi por casualidad, en él.

Lo primero que sintió fue un escalofrío recorrer su espalda. Se levantó y, mientras cerraba un poco la ventana, se dispuso a analizar minuciosamente el resto de sus sentimientos. Se sentó de nuevo en el sofá y pensó de nuevo en él, en sus últimos días juntos. Tuvo la tentación de negarse a sí misma lo que ya sabía, pero en un instante todas las células de su cuerpo se inundaron de rabia: hacia él, por lo que le había hecho, y hacia ella misma por no haber hecho nada al respecto, por haberlo seguido protegiendo, por seguir queriéndole meses después. Entonces pensó que quizás había cambiado, que tal vez si volvieran a estar juntos él ya no le pegaría nunca más… Pero cerró los ojos y recordó las heridas que ya habían curado y las que nunca iban a curarse y las lágrimas resbalaron por sus mejillas al saber que le había perdido para siempre.

Entonces una nueva sensación recorrió su cuerpo. Era extraño; en los últimos meses se había estado moviendo entre la negación y la ira, las dudas y la tristeza una y otra vez, sin una pauta fija y sin saber si el siguiente episodio sería peor que el anterior. Pero ahora no creyó percibir ninguno de esos sentimientos tan bien conocidos, sino algo totalmente distinto. Quizás se había acabado… Quizás podía haber empezado a aceptarlo.

En aquel momento A., desde su posición en el sofá, miró por la ventana hacía el cielo azul e imaginó la cantidad de cielos azules que le quedaban por ver a lo largo de su vida, y no pudo reprimir una sonrisa.