lunes, 9 de julio de 2007

Reflexiones

Sentada en lo alto de un puente, mirando como los coches pasaban por debajo de sus pies y sintiendo la brisa sobre su piel en aquel atardecer de principios de julio, con la mente en blanco, sin pensar en nada... O quizás, pensándolo todo...

Observando, durante décimas de segundo, los sujetos anónimos que ocupaban aquellos coches; sujetos anónimos poseedores de una personalidad, unos sentimientos... O, si lo prefieres, una amalgama de moléculas dispuestas de una manera ordenada para formar estructuras más complejas, produciendo incesantemente reacciones para constituir lo que solemos llamar alma... Personas que tenían una vida exactamente igual que ella, pero a la vez totalmente diferente; personas que conocían a otras, a las que querían u odiaban, o ninguna de las dos cosas, y que a la vez tenían sus propias vidas, y unos proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que seguramente no significarían nada para ella y consideraría de poca importancia, pero eran proyectos, ilusiones, miedos, problemas, que hacían que esa persona fuera tal y como era...

Oyendo, a lo lejos, el canto de algunos pájaros, quizás procedentes de tierras más frías, que vivían ajenos a todo aquello, y que sólo se preocupaban de encontrar comida, procrear y tener un nido en condiciones para salvaguardar sus preciados huevos, y no ser devorados por algún pájaro de mayor tamaño... Ajenos a los problemas superfluos de aquellos que se denominaban a sí mismos seres racionales; ajenos a la contaminación del agua, la desertización o la destrucción de la capa de ozono... En fin, a la destrucción de todo aquello que había sido siempre su mundo...

Sentada en lo alto de aquel puente, contemplaba cómo el sol se fundía al contacto con la tierra, cómo las figuras se iban haciendo más borrosas a medida que la oscuridad lo absorbía todo a su alrededor, cómo aquello que había empezado como una suave brisa ahora erizaba el vello de su nuca...

Y entonces se preguntó: ¿debería saltar?

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