jueves, 24 de enero de 2008

El bosque


Muchas veces equiparo los diferentes aspectos de mi vida con árboles. Entonces pienso que es como si todos tuviéramos un bosque interracial dentro de nuestras cabezas, y que en diferentes momentos de nuestras vidas, o de cada día, nos dedicamos (cuidamos) más a un árbol que a otro. Qué bonito está el almendro esta mañana, pensaríamos, y a lo largo de la jornada lo contemplaríamos y nos regocijaríamos; o tal vez nos centraríamos en otro árbol más ajado, tranquilos por la buena salud del que primero ha llamado nuestra atención.

Pues bien, yo ayer me di cuenta de que uno de mis árboles ha empezado a marchitarse. Estoy convencida de que hace tiempo ya que necesitaba un poco más de atención por mi parte, pero no me había fijado hasta ahora. Quizás le dediqué mi tiempo a otros árboles, o quizás pensé que con una tanda de mimos esporádicos sería suficiente para que creciera fuerte y sano; no lo sé.

Me di cuenta por casualidad, mientras daba un pequeño paseo por mi bosque particular. Estaba bastante contenta: uno de mis árboles favoritos parecía estar reponiéndose de una serie de altibajos, cuando reparé en él. Tras un primer vistazo, me dio la sensación de que aún conservaba todas sus hojas, pero eso no me tranquilizó. Y mientras lo observaba, me sentí profundamente sola; aunque notara la presencia de los otros árboles que intentaban reconfortarme, y aunque viera que muchas de las hojas estaban aún sanas... Pero las más viejas, esas que protegían al árbol desde que apenas era un arbusto pequeño y frágil, empezaban a amarillear, y se veían secas y arrugadas. Y entonces comprendí el problema: tal vez sí había regado ese árbol de vez en cuando en los últimos meses, pero sólo unas pocas hojas se habían quedado con toda el agua.

Sé que ya no puedo hacer nada para arreglar el daño que he hecho. No pretendo chasquear los dedos y ver las hojas de nuevo verdes, pero sé que debo esforzarme por repartir de manera más equitativa el agua que dispongo; quizás utilizar alguna de otros árboles en los que puesto más empeño y ahora están anegados...

Pero entonces: ¿no se marchitarán también éstos?

martes, 15 de enero de 2008

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Aquella mañana de invierno era uno de esos días en los que habría sido mejor no haberse levantado. No había pasado nada en su vida para que se sintiera de ese modo; de hecho, todo iba condenadamente bien. Pero sus radicales cambios de humor nunca habían necesitado algún tipo de excusa.

Tumbada en el césped de su parque favorito, observaba el cielo mientras la música de su mp3 resonaba en sus oídos. Había traído un libro consigo, pero lo había dejado de lado tras leer un par de líneas: no lograba concentrarse lo suficiente. En su lugar, observaba las idas y venidas de las nubes, inventaba historias sobre las diferentes figuras que veía en ellas, e intentaba no pensar en lo absurda que se sentía por estar siempre a merced de un estado de ánimo tan irrazonablemente inexplicable.

Un perro lanudo se le acercó moviendo la cola y olisqueó sus dedos que descansaban entre la hierba, antes de salir corriendo tras la llamada de su amo. Ella apenas se movió un ápice, y sólo dejó escapar una lágrima que le humedeció la oreja derecha. No lloraba por el perro, ni por ella misma, ni por nada que su mente pudiera llegar a concebir. Lloraba porque sí, porque odiaba el viento que le hacía revolotear el pelo, porque empezaba a tener frío, porque tenía un examen al día siguiente y estaba allí sin hacer nada, porque enero era un mes que cada año le gustaba menos...

Allí tumbada, pensó en que quizás, al otro lado del mundo había otra chica tumbada en alguna parte, mirando el cielo tal y como hacía ella. Quizás lloraba, y seguramente tendría más razones que ella para hacerlo. Pensó que quizás por la tarde, o al día siguiente, la chica imaginaria se daría cuenta de lo superficial de su problema o de su fácil solución, y volvería a sonreír. Y entonces ella sonrió y otra lágrima se le escapó, esta vez de su ojo izquierdo, pero con un significado totalmente distinto.

Volvió a fijarse en las nubes y sus formas le parecieron mucho más agradables, e incluso algún que otro rayo de sol parecía filtrarse por entre las copas de los árboles. Aún sonreía cuando notó las primeras gotas de lluvia mojar su rostro. Era hora de volver a casa.

viernes, 11 de enero de 2008

Fin


Después de pensarlo muchas veces, decidió hacerlo aquel mismo día. No porque fuera un día especial sino porque, justo al despertarse, supo que aquella iba a ser su última mañana.

Ahora quedaba decidir la forma de hacerlo. Era curioso el hecho de haber pensado en ello durante tanto tiempo y no haberse siquiera planteado el cómo. Pero pronto se le ocurrió el plan perfecto, algo indoloro, rápido y efectivo: saltar al vacío.

Con esa idea, se internó en la ciudad a la búsqueda de un edificio que cumpliera con las expectativas, y no tardó mucho en encontrar uno que fue de su agrado. Además, parecía predestinado para él ya que, al llegar a la puerta, un hombre salió, dejándosela abierta, y la terraza daba a una calle poco transitada: no quería un montón de gente curioseando morbosamente su cuerpo destrozado y ensangrentado.

Pasó las piernas por encima de la barandilla y, sin mirar abajo, saltó... pero tuvo la mala suerte de caer encima de un toldo, que cedió con el peso de su cuerpo, pero que amortiguó la caída considerablemente. Cuando se puso de pie sólo notó cierto dolor en el tobillo. Maldiciendo entre dientes, pensó en buscar un edificio más alto y probar otra vez, pero lo dejó correr y se alejó cojeando mientras una pareja que lo había visto caer le miraba con curiosidad.

No necesitó pensar mucho para encontrar otra solución: un atropello. Aunque, eso sí, tendría que elegir bien el coche para asegurarse de que sería una muerte rápida... Lo mejor sería hacerlo con un camión. Este método comportaría la curiosidad morbosa de los viandantes, pero era un método bastante efectivo y esperaba morir antes de que doliera demasiado.

A pesar de tener ya el tobillo bastante hinchado, pronto llegó a una de las calles principales de la ciudad, donde el tráfico era constante y nadie respetaba los límites de velocidad. Como en el caso anterior, no se lo pensó dos veces y cuando vio el primer camión que se acercaba por su izquierda dio unos pasos al frente en el último momento, sin darle tiempo al conductor de reaccionar. No le ocurrió lo mismo a un hombre que paseaba en ese instante por el lugar, que se abalanzó hacia él y se lanzó literalmente de cabeza para empujarlo y sacarlo del paso del camión. Ambos fueron a parar al otro lado de la carretera, donde casi fueron atropellados por un coche que venía en contradirección, pero al que esquivaron subiendo rápidamente a la acera.

Dejando a su misterioso salvador allí plantado y esperando su más sentido agradecimiento, se fue de allí todo lo rápidamente que sus huesos doloridos y su tobillo hinchado le permitían, maldiciéndose otra vez por su mala suerte. ¿Acaso esto era una especie de señal? ¿Acaso el Dios en el que nunca había creído le estaba advirtiendo de que aquel no era el camino correcto a seguir?

Quizás, como en las películas, aquel día conocería a la chica de sus sueños; o quizás le tocaría la lotería (aunque no la hubiese echado); o quizás...

Al final, nunca supo lo que podría haber ocurrido. La enorme cantidad de grasas saturadas que había ingerido aquella mañana como desayuno habían acabado de taponar una de sus arterias, provocándole un infarto de miocardio.

viernes, 4 de enero de 2008

Sustancias psicótropas


Hace bastante tiempo, hablaba con un amigo sobre diferentes formas de evadirse de la realidad, de todo lo que nos rodea; de colocarse, vamos. Él me decía que llevaba tiempo buscando algún tipo de sustancia que le ayudara a conseguirlo sin provocar ningún tipo de degeneración neurológica a largo plazo, y yo le decía que, a parte de las drogas más conocidas que, al parecer, sí que producen, conocía algunos fármacos que actuaban como psicotrópicos, pero que no estaba segura de que alguno de ellos no acabase produciendo alteraciones irreversibles. Continuamos en esa dirección durante un tiempo, y ambos comentamos lo genial que sería poder hacerlo; algo así como soñar despierto, pero en versión mejorada. Muy habitualmente, las conversaciones que mantenía con mi amigo eran dadas a dejarse llevar por los senderos de la imaginación...

Así que imaginamos eso mismo: a nosotros mismos evadiéndonos; saliendo de nuestras respectivas cabezas para volar entre las nubes que vagan sin rumbo por la inmensidad del cielo. Sintiendo como el aire formaba pequeñas gotas de agua al contacto con nuestra piel; temblando de frío pero sintiendo la adrenalina recorrer nuestro cuerpo... O quizás no era adrenalina, sino algo parecido a la libertad.

Eran sólo quimeras, pero eran quimeras que nos hacían algo más soportable la existencia en este mundo al que muchas veces pensábamos que era mejor no haber llegado. Seguramente, él siga con su búsqueda, pero yo me he dado cuenta de que hacía algún tiempo que conocía la respuesta.

Hace tan sólo unos minutos que lo he recordado, y me sorprende haber tardado tanto tiempo. Debe de ser porque hoy hace exactamente un año que decidí borrar de mi memoria todo aquello que tuviera relación contigo, aunque sin demasiado éxito, como puedes comprobar.

Es por eso que ahora mismo trato de evadirme, de no pensar en ti... Escuchando esa canción que tanto nos gustaba.

jueves, 3 de enero de 2008

La primera de la clase


Cuando era pequeña iba a un colegio de monjas que había al lado de mi casa. Nunca fui una de las niñas más avanzadas de la clase, y por ello mi padre se lamentaba todas las noches cuando venía a arroparme a mi habitación. No era buena en matemáticas, decía, pero eso no importaba demasiado, pues las matemáticas era diabólicas, pero tampoco era buena en lengua, y eso sí que era algo irreprochable para una jovencita que quería llegar a ser algo en la vida. Yo no quería estar toda mi vida sin ser nada, así que estaba tremendamente disgustada.

Mi padre, que era el cura de mi colegio, me leía cada noche de un libro con una estrella muy bonita dibujada en la portada. Hablaba de un señor que vivía en el fuego, y a mí me ayudaba a dormir pues siempre he sido muy friolera. Una noche en la que él había tenido que ir al colegio a visitar a una monja joven a la que le daban una especie de sofocos yo cogí el libro y me dispuse a leer por mi cuenta para conseguir dormir.

Quería leer algo que no me hubiera leído nunca mi padre, así que lo abrí casi por el final. Allí encontré como unas instrucciones que, si las hacías bien, te permitirían hablar con el señor del fuego. Yo, que tenía mucha curiosidad por ver si estaba lleno de quemaduras, leí todo lo que ponía. Y así fue como lo conocí... Un señor muy simpático, por cierto, que desprendía un calorcillo muy agradable.

Como pronto nos hicimos amigos, acabé por contarle mi preocupación por no ser la primera de la clase. Él me compadeció y dijo que podía ayudarme, pero que yo a cambio me tenía que casar con él cuando fuera mayor. Yo acepté, porque en todos los cuentos a la princesa le eligen a su marido de pequeña, y yo quería ser una princesa y no una nada como decía mi padre.

Después de aquella noche, el señor del fuego no vino a verme más. Los meses pasaron y la monja joven de los sofocos se puso muy gorda y un día no la volví a ver más por el colegio. Mi padre dejó de leerme historias por las noches, y yo pensaba que era porque aún no había logrado ser la primera de la clase. Por ello, estaba muy enfadada con el señor del fuego porque no había cumplido su parte de la promesa. Luego pensé que quizás sería la primera de la clase cuando fuera mayor y nos casásemos, aunque para entonces yo ya no iría al colegio porque sería una princesa y las princesas no van al colegio.

Unos años después, cuando tenía 15, el señor del fuego volvió a aparecer en mi habitación. Por aquel entonces yo ya me había olvidado de nuestra promesa, y me alegré muchísimo al pensar que por fin íbamos a casarnos y yo ya no pasaría frío por las noches. Pero entones él me dijo que aquello todavía tenía que esperar, y que primero él cumpliría lo que me había prometido.

De esa manera fue como fui abducida por los extraterrestres. La verdad es que apenas me acuerdo de nada de lo que pasó, sólo de que me lo pasé muy bien y que gritaba mucho. Pero los gritos eran de alegría, de eso sí que me acuerdo. Cuando volví, la monja que era la directora entonces me mantuvo acostada durante tres días seguidos, aunque yo me encontraba perfectamente. Creo que estaba enfadada conmigo porque había perdido una flor, pero yo no recordaba haber llevado ninguna cuando estaba con los extraterrestres.

El caso es que ahora soy la primera de la clase; quizás no saque las mejores notas, pero todas mis compañeras me preguntan por mi flor y por el chico que me la robó (se ve que la directora estaba equivocada y no la había perdido). Ahora sólo me queda esperar a que llegue el día de mi boda...