lunes, 27 de octubre de 2008

Mal día


Cuando el despertador suene a las 7 un lunes por la mañana y lo apagues deseando no haberlo oído. Cuando no lo oigas, y te despiertes maldiciéndote porque otra vez llegarás tarde.

Cuando descubras que han vuelto a subir el precio de la máquina de café, y que además han sustituido el mismo por una sustancia que imita su olor y su color pero que no se parece en nada a su sabor. Cuando, al recoger tu vaso, no te sale cucharilla y optas por removerlo con un bolígrafo; cuando te cruzas con alguien por los pasillos y evitáis chocaros, pero te derramas la mitad de su contenido en la camisa; cuando al dar el primer sorbo descubres que está prácticamente hirviendo y que no vas a poder saborear nada más en una semana.

Cuando tu jefe te asigne un trabajo que debes acabar al final de la jornada aunque tú sepas que él no lo necesita hasta el mes que viene. Cuando piense que no te ha tocado suficientemente las pelotas y vaya a verte cada media hora para comprobar tu progreso. Cuando te comente con autosuficiencia todo el tiempo que has necesitado sólo para hacer eso.

Cuando sales fuera para fumar un cigarrillo y no coges la chaqueta porque se te ha olvidado que han bajado las temperaturas. Cuando, encogido por el frío que hace en la terraza del vigésimo segundo piso, no aguantas más de treinta segundos y tiras la colilla a la tercera calada. Cuando vas a entrar de nuevo y recuerdas que aquella es una puerta de emergencia y que, como tal, sólo se puede abrir desde dentro.

Cuando el día en el que decidiste no cargar con el paraguas, llueve a cántaros. Cuando te das cuenta de que todos los usuarios del metro han hecho un pacto a tus espaldas y han decidido descartar el uso del desodorante en su higiene diaria. Cuando, mojado y envuelto en un olor indescifrable, llegas a casa y ves que ha vuelto a estropearse el ascensor y te toca subir los seis pisos andando.

Cuando te ocurra todo esto, trata de rechazar todos los sentimientos sobre la exterminación de la humanidad que crucen tu mente, y sonríe.

O, sino, abre la llave del gas y tómate tu tiempo para relajarte. Por cierto, ¿no te apetece un cigarrillo?

jueves, 23 de octubre de 2008

Miedo


La oscuridad se cernía sobre sus cabezas y parecía acecharlos como el lobo que observa a su presa segundos antes de abalanzarse ferozmente sobre ella. Ellos la contemplaban a su vez, cogidos de la mano y completamente inmóviles por el miedo que paralizaba todos y cada uno de sus músculos.

Durante unos momentos, ella miró hacia atrás y en sus ojos brilló la calidez de la luz del hogar que contrastaba intensamente con el paisaje que tenían por delante. Dirigió entonces hacia él su mirada con la esperanza de hacerlo cambiar de opinión y así poder abandonar aquella peligrosa misión que nunca creyó que pudiesen realizar con éxito.

Pero cuando las pupilas de él se posaron en las suyas, la profunda conexión que les unía no hizo necesario el uso de palabras y supo de inmediato que ya no había marcha atrás: en sus ojos, leía el mismo terror que ella sentía recorrer cada milímetro su cuerpo, pero también la profunda determinación de quien no se dejará vencer tan fácilmente.

Juntos, miraron de nuevo al frente, donde las sombras parecían moverse y conspirar contra ellos en la negrura. Se hallaban en la boca de un pasadizo largo y angosto y, a pesar de que tan sólo unos metros les separaban de su ansiado destino, los peligros que les aguardaban por el camino frenaban todos sus impulsos de adentrarse en las tinieblas.

Finalmente, fue ella la que se decidió a dar unos pasos en un intento de demostrarle a él y a ella misma su valentía, hasta entonces escondida en algún recoveco de su mente. Él la siguió, guiado por su mano, pero pronto los dos se detuvieron al oír un ruido extraño. Parecía el viento pero, ¿realmente lo era? ¿No sería alguna criatura de la noche, esperando a que se le acercaran para atacarles con toda la furia de la que era capaz?

Tragando saliva él y respirando entrecortadamente ella, se apretaron las manos dispuestos a seguir adelante… Pero entonces oyeron una voz a sus espaldas que les llamaba.

Su madre, anunciando que la cena estaba lista, había aplazado, una vez más, su terrorífico pero inevitable encuentro con el Monstruo del Pasillo.

viernes, 17 de octubre de 2008

La escuela de arte


Iba para casa caminando, ya que había vuelto a perder el autobús y aquel hermoso atardecer de otoño invitaba al paseo. No recuerdo exactamente en qué pensaba o si realmente estaba pensando en algo, pues siempre intento aprovechar al menos unos escasos momentos al día a intentar despejar la mente y quizás elegí aquellos, en los que, en lugar de pensar en la hipoteca, los líos del trabajo o el cansancio acumulado por la falta de sueño, decidí simplemente pasear y gozar de todo aquello que percibían mis sentidos.

El viento fresco azotaba mi cara y los últimos rayos de sol iluminaban mi camino, y recuerdo que me sentía como una niña que descubre el mundo por vez primera. Hacía tiempo que no pasaba por aquellas calles, y me sorprendieron la cantidad de cambios que habían sufrido y que yo examinaba con curiosidad. Finalmente, y cuando ya dejaba atrás el bullicio de tiendas del centro de la ciudad, mi mirada se detuvo en un pequeño letrero que anunciaba una escuela de arte. No recordaba haber visto antes nada igual, así que me dispuse a cotillear por la enorme cristalera con la intención de descubrir qué era lo que hacían exactamente en un lugar como aquél.

Me llevé una decepción cuando vi que una cortina blanca y tupida protegía el interior de la escuela de miradas indiscretas como la mía, pero pronto descubrí que alguien se debía haber descuidado al echarla porque había quedado una rendija sin cubrir hacia la que me dirigí con renovado entusiasmo. Dentro, pude ver algunas mesas distribuidas por una sala que parecía una especie de aula. Estaban sucias igual que el suelo, e imágenes de pinturas y esculturas famosas adornaban las paredes. No me dio tiempo a fijarme en nada más, pues un chico que apareció en escena captó de inmediato mi atención.

Era alto y delgado como una espiga y tenía la piel pálida, casi translúcida a la luz de los fluorescentes que colgaban del techo. Su ropa oscura acentuaba más su altura que, combinada con su lividez, le daban un aire frágil y delicado. Se colocó delante de una mesa en la que descansaba una masa deforme de barro de color gris, que remojó con el agua de un cuenco que había traído consigo. A continuación, comenzó a moldearla con sus dedos finos y ágiles.

Yo le observaba embobada y maravillada por aquel extraño pasatiempo que se me antojaba a la vez simple y lleno de pequeñas sutilezas. Pronto se me ocurrió una nueva palabra para lo que veían mis ojos: sensualidad, pues aquel chico volcaba todos sus sentidos en la pieza que cobraba forma bajo sus manos. De repente, un nuevo soplo de aire me provocó un escalofrío y cerré los ojos de forma involuntaria, aunque los mantuve cerrados porque una serie de imágenes habían colapsado mi mente de manera casi instantánea.

Inesperadamente, me vi contemplando como las manos de aquel desconocido sujetaban mi cintura con firmeza y ascendían poco a poco hasta llegar a mis pechos, que acariciaron con suavidad. Imaginé entonces que el contacto con sus finos dedos me llenaba de húmedo barro gris, pero no me importaba. Él proseguía su camino por mi rostro y me besaba dulcemente, y yo respondía a su beso con la pasión que empezaba a apoderarse de mi cuerpo. Sus manos descendían entonces por mi espalda y se entretenían en mis muslos durante un tiempo que se me hacía interminable, hacia donde se encaminaron lentamente hasta el foco de calor que abrasaba mi piel…

El ladrido de un perro bajo mis pies me asustó, y abrí los ojos rápidamente para ver a una mujer que se disculpaba por mi sobresalto. Mientras mascota y dueña se alejaban, miré de nuevo hacia el interior de la escuela para descubrir con pesadumbre que el chico había desaparecido dejando en la mesa su proyecto inacabado pues, aunque ya no parecía simple barro amorfo, todavía no se podían distinguir las formas exactas que pretendía darle su escultor.

Decidí, entonces, proseguir mi camino algo turbada por los recientes acontecimientos y recriminándome a mí misma el haber visto la película de Ghost demasiadas veces. Pero no había dado más de tres pasos cuando mis mejillas se sonrojaron violentamente al notar que tenía las bragas mojadas.

jueves, 16 de octubre de 2008

Adicciones


Le encontré antes de lo que esperaba, justo en el lugar al que primero se me había ocurrido acudir. De haberme fijado un poco, habría notado que vestía su inconfundible cazadora verde a la que le hacía falta un buen lavado, y unos vaqueros arrugados y sucios que parecían a punto de caer al suelo pues estaban, como mínimo, cuatro o cinco tallas por encima de la suya. También me habría dado cuenta de que no presentaba buen aspecto: estaba más delgado que la última vez que nos habíamos visto, y su cara sin afeitar estaba más ojerosa y más demacrada que de costumbre. Pero en aquel momento no estaba como para fijarme en todos aquellos detalles.

Le abordé de inmediato, sin tan siquiera esperar a que terminara de hablar con aquel hombre que me miró recriminándome el haberles interrumpido. Cuando me vio, le bastó un segundo para notar que mi aspecto no mejoraba demasiado el que podía presentar él; me atrevería a afirmar que era incluso peor que el suyo, y que por aquella razón un par de personas se habían apartado de mi camino por la calle con tan sólo echarme un vistazo. Pero aquello tampoco me importaba demasiado.

- ¿Tienes algo? ¿Sí, verdad? No tengo mucho dinero, pero he traído lo que he podido reunir y también un reloj que he encontrado por casa… Es caro, ¿eh? Míralo y compruébalo, cógelo, venga…

- Hey, hey – me cortó. Tiempo después me confesaría que aquel día no pensaba darme nada. Que, después de tantos años de conocernos, me había visto peor de lo que nunca lo había hecho antes y que pensó que no podía continuar participando en aquella autodestrucción que había comenzado a inflingirme hacía ya algún tiempo. Pero que, finalmente, lo había hecho porque no podía haberme negado nada. – ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en el trabajo? ¿Ya has gastado todo lo que te di el otro día?

- Sí, lo siento, es que he tenido una semana muy dura, y me he ido del trabajo porque no aguantaba más. Pero, entonces, ¿tienes algo? Aunque ya se me haya acabado lo que me diste puedes darme más, ¿verdad? Por favor, haré lo que sea… Si lo que te traigo es poco, podemos ir a casa. Ahora Ricardo está en el trabajo y a las niñas las recoge su abuela del colegio; podemos hacer lo que quieras, tenemos tres o cuatro horas…

Estaba desesperada. Habría hecho lo que fuera por una raya en aquel mismo lugar y en aquel mismo instante. Finalmente, logré convencerlo: me dio lo que necesitaba y me hizo guardar el dinero y el reloj de donde los había sacado. Ya me lo pagarás cuando puedas, me dijo, y yo me fui para casa, prácticamente corriendo y empezando ya a notar los efectos de la droga que aún no había consumido.

Pero la sensación de euforia que recorría mi cuerpo desapareció de repente, cuando una moto pasó por mi lado como una exhalación y el chico que la conducía tiró de mi bolso, llevándose consigo la bolsita en la que mis anhelos se mezclaban con unos polvitos de color blanco. No corrí tras ella, puesto que en un instante ya había desaparecido de mi vista, pero sí volví al lugar donde había estado con Pedro pues mi estado de angustia no me permitía pensar en otra cosa.

Lo busqué durante horas en todos los sitios en los que en otras ocasiones había dado con él, pero sin resultado. A la caída de la noche, me dejé vencer por la fatiga y me acurruqué en un portal, desde donde me sumergí en una maraña de sueños incoherentes bañados por una apacible lluvia de maravillosos polvitos blancos.

viernes, 10 de octubre de 2008

Tiempo


Se desnudó despacio, recreándose en cada botón y cada cremallera y analizando cada parte de su cuerpo como si las estuviera viendo por primera vez en su vida.

Comenzó por la fina chaqueta que se había puesto por la mañana para protegerse del frío que la llegada del otoño había traído consigo. Observó sus brazos desnudos, cubiertos de lunares y que empezaban a perder el poco color que habían adquirido durante los ya casi olvidados días estivales. Suspiró, y prosiguió con su tarea.

Era el turno de la blusa, que desabotonó y dejó caer al suelo igual que la chaqueta. Recorrió su cintura y su tripa con las dos manos, percibiendo los efectos que el paso del tiempo había producido en ellas. Lo mismo hizo tras deshacerse del sujetador. Acarició sus pechos, antaño pequeños y firmes, y que ahora precisaban del mágico artilugio con aros para mantenerse en su lugar. Recordó los tiempos en los que deseaba que fueran más grandes, deseo que había conseguido muchos años después y tras dos largos embarazos. Ten cuidado con lo que deseas, pensó para sus adentros.

Se desabrochó los pantalones y se quitó los calcetines, abandonándolos en la maraña de ropa que había empezado a crecer a su alrededor. Analizó sus pies, doloridos tras un largo día corriendo de aquí para allá, y prosiguió su examen hacia arriba hasta detenerse en sus caderas. Al contrario que sus pechos, siempre las había querido tener más pequeñas de lo que eran. El paso del tiempo tampoco las había pasado por alto, y se podían vislumbrar atisbos de varices y pequeñas estrías que adornaban su piel como si ésta fuera un lienzo pintado con finas líneas de puro arte abstracto.

Por último, deslizó las bragas por sus piernas y observó detenidamente a la mujer desnuda que la miraba a su vez desde el otro lado del espejo. Se concentró en sus pies, pues mirar más arriba significaba redescubrir apesadumbrada cada uno de sus defectos.

Ya no había más ropa que quitarse y permaneció así, quieta en la penumbra de la habitación, hasta que oyó una voz a sus espaldas que le decía: Eres preciosa. Se giró y contempló la figura de su marido, sentado en la cama y con una sonrisa en los labios. Examinó sus rasgos, deteniéndose en las pequeñas líneas que el tiempo había marcado con esmero en su piel. Se fijó también en las franjas grises que salpicaban su antaño pelo negro, y en la convexidad que los años habían dotado a su vientre. Finalmente, su vista se posó en el ligero bulto que había crecido bajo sus pantalones, y contestó: Tú tampoco estás nada mal.

Aquella noche, el tiempo quiso recompensarles por los deterioros creados y se paró, regalándoles unos hermosos segundos de placentera inmortalidad.

domingo, 5 de octubre de 2008

La Ciudad de los Muertos


Giró hacia a la izquierda y se detuvo en la esquina, apoyando la espalda contra los muros del edificio y agarrándose el pecho para que el corazón no se le saliese por la boca. Le dolían los pulmones del esfuerzo y, una vez más, se maldijo a sí mismo por no haber intentado con más ahínco el dejar definitivamente el tabaco.

Cuando su respiración se serenó un poco, miró a su alrededor: se encontraba en una calle bastante amplia y tenuemente iluminada, a diferencia de las estrechas y oscuras callejuelas por las que había pasado minutos antes. Solo en medio de la acera, comprobó que había buena visibilidad hacia ambos lados de la larga vía y que, por lo tanto, debía salir de allí pues podía ser visto con relativa facilidad desde una larga distancia. Asomó la cabeza a la calle por la que había llegado para comprobar que su perseguidor no se veía por allí, y cruzó la ancha avenida al trote para sumergirse en otro laberinto de callejones vagamente alumbrados por el resplandor de la luna.

Pronto la luz de un farol llamó su atención. Se acercó hasta ella y vio que estaba colgada junto a la puerta de lo que parecía una vieja taberna. Intentó atisbar el interior a través de los cristales, pero la suciedad y la humedad adheridas le impidieron ver gran cosa. Sopesó su situación: estaba perdido en algún lugar que no conocía, en mitad de una noche fría y con un extraño no demasiado amistoso siguiéndole los talones. Entró.

Al abrir la puerta, un efluvio de olores le golpeó como una bofetada. El ambiente estaba cargado y lleno de humo, y mientras cerraba la puerta tras de sí miró a su alrededor esperando encontrar a su perseguidor observándole con una sonrisa burlona en la boca. Pero allí no había nadie a excepción de lo que parecían un montón de harapos dormitando sobre una mesa. Caminó hacia la barra y se sentó en el único taburete que aparentemente no tenía el asiento carcomido por las polillas.

Por el olor a cerrado, parecía que aquel lugar no fuera ventilado muy a menudo. También detectó un olor dulzón que no supo identificar y, a pesar de lo lúgubre del lugar, se sintió en él más cómodo de lo que se había sentido ahí fuera. Observó la hilera de botellas de licores que se amontonaban tras la barra y que estaban cubiertas de polvo, y a una araña que se removía inquieta en el fondo de un sucio vaso de tubo. Dirigió entonces su vista hacia el hombre que roncaba profusamente y le contempló hasta que un ruido a sus espaldas distrajo su atención. Detrás de la barra, el camarero había salido sin que él se diera cuenta de ello y limpiaba unos vasos dándole la espalda. Vestía un uniforme anticuado y bastante necesitado de unos buenos remiendos y un grisáceo bombín coronaba su cabeza. Él carraspeó levemente para llamar su atención, pero finalmente optó por avisarle directamente pues el hombre no parecía darse por aludido. Cuando éste se disponía a girarse, el chirrido de la puerta al abrirse le sobresaltó.

La puerta se cerró ruidosamente tras su perseguidor, que tenía la cara oculta por una capucha. Supo por su ropa mojada que había empezado a llover, pero no era eso lo que más le preocupaba. Dirigió entonces su mirada hacia el camarero a la búsqueda de ayuda, pero cuando lo miró no le vio a él, sino a la Muerte que lo observaba desde el fondo de unas cuencas vacías. La calavera que unos segundos antes había pertenecido a la cabeza del dueño de la taberna se reía con unos dientes amarillentos de su cara atemorizada. Mientras, su perseguidor se había ido acercando sigilosamente hacia él hasta colocarse a su lado, analizándolo también desde lo más profundo del lugar donde deberían haber estado sus globos oculares. Fue en el momento que levantó una de sus esqueléticas manos hacia él cuando comprendió que ya no había escapatoria.