miércoles, 31 de diciembre de 2008

Vacaciones navideñas (II)


El autobús nos dejó a las afueras de la ciudad y, según me explicó mi amiga, a continuación cogeríamos el metro pues era la forma más rápida de llegar a cualquier parte. Y cuando pude examinar el mapa de metro le tuve que dar la razón, pues era el más grande que había visto en toda mi vida. De hecho, me sorprendió que la ciudad se mantuviera en pie con tal cantidad de agujeros bajo sus cimientos.

Mi amiga vivía en la vigésima sexta planta de un moderno bloque de apartamentos. No era muy grande, me explicaba mientras el ascensor subía a tal velocidad que yo pensaba que iba a vomitar mi estómago de un momento a otro, pero las vistas eran magníficas. Y así podría haberlo comprobado cuando llegamos, pero mi pánico a las alturas me impulsó a sentarme en el sofá e intentar controlar el temblor de piernas que me había entrado al dirigir mi mirada unos segundos hacia la cristalera del salón.

Allí sentada estaba cuando la pareja de mi amiga apareció por la puerta de la cocina. Y doy gracias a ello, pues mis piernas no podrían haber aguantado mi peso cuando le eché el primer vistazo. No debía de medir más de un metro cincuenta ni pesar más de cuarenta quilos. Tenía los ojos saltones y la boca demasiado pequeña y caminaba dando pequeños saltitos con sus piernas cortas y huesudas. No era ni mucho menos lo que había imaginado para mi amiga, y ella debió de captar mis pensamientos porque en cuanto él se ausentó unos minutos para prepararnos algo de beber me explicó que era mejor así pues, mientras más feos, mejor eran en la cama.

Esa rotunda afirmación me tuvo desconcertada el resto del día. Por más que miraba a aquel hombre tan poco agraciado, más me intrigaban sus presuntas maravillosas habilidades sexuales. También me desconcertaba el hecho de que mi amiga, aunque pudiera haber escogido entre una selecta variedad de adonis, estuviese saliendo con un hombre así y, encima, que admitiera con toda naturalidad que sólo estaba con él por el sexo. Y de aquí pasábamos de nuevo a cuestionar su supuesto comportamiento en la cama.

De todas formas, y a pesar de que aquel pequeño detalle todavía me apabullaba, aquellos primeros días fueron bastante tranquilos y me alegré de haber decidido ir. La ciudad era grande y moderna, la gente muy simpática y, en general, me sentía muy cómoda aunque a veces estuviera un poco aislada debido a la barrera del idioma. Poco sabía yo entonces que aquello iba a cambiar drásticamente y que las sorpresas más insospechadas empezarían a tener lugar el día de Noche Vieja.

martes, 30 de diciembre de 2008

Vacaciones navideñas (I)


Subí al avión de las primeras, y en cuanto encontré el número de mi asiento – en las últimas filas, en la privilegiada posición inmediatamente contigua a la ventana – me acomodé lo mejor que pude y me dispuse a dejarme llevar por los designios de mi buen amigo Morfeo.

Parece ser que el Valium que me había tomado antes de salir había hecho su efecto, pues desperté cuando el piloto anunciaba por megafonía que habíamos llegado a nuestro destino. Me froté los ojos, sintiéndome como si tan sólo hubiera dormido unos minutos en lugar de las casi ocho horas que estaba previsto que duraría el vuelo.

Salí del avión de las últimas, pues de haber podido escoger habría seguido acurrucada allí, debajo del calor de mi abrigo, durante todo el tiempo del mundo. Finalmente, cuando me pareció que las azafatas empezaban a lanzarme miradas hostiles, me apeé del avión y me dirigí a la zona de recogida de equipajes. A la salida, vislumbré a mi amiga esperándome en primera fila y con una sonrisa en los labios.

A pesar de los años que hacía que no nos veíamos, estaba tan guapa como siempre. Alta y espigada, con su melena larguísima y ligeramente rojiza y sus enormes ojos negros, siempre acaparaba todas las miradas allá donde íbamos. Recuerdo que, de adolescentes, yo solía acompañar sus elegantes zancadas con mis diminutos pasitos, pues ella me sacaba una cabeza, admirando la naturalidad con la que afrontaba su belleza. No es que sea taaan guapa, – solía decirme cuando salía el tema –, es sólo que las demás os creéis que sois muy feas. Nunca estuve muy de acuerdo sobre la primera parte, pero ahora apostaría algo a que tenía razón en la segunda.

El caso es que, como toda buena amiga que se precie y a pesar de que seguramente tenía los ojos tan hinchados como pelotas de tenis, alabó mi buen aspecto y se mostró encantada de que por fin me hubiera decidido a ir a visitarla. Lo cierto era que había tenido que buscar el país en cuestión en un mapamundi (aunque todavía no estaba muy segura de haberlo encontrado correctamente) y hubiera preferido que fuera a visitarme ella, pero a la vista de unas mini vacaciones navideñas, sin nada más que hacer que comprar la primera tontería que encontrara a unas personas que apenas se acordaban de mí durante el resto del año, me pareció razón suficiente como para un cambio de aires. Así que allí estaba, en ¿Klappska? ¿Klepssan? ¿Klabbshan?, con toda una semana por delante para relajarme – o, al menos, intentarlo –.

Salimos del aeropuerto y la claridad del día se clavó como un puñal en mis pupilas, todavía nubladas por el sueño. Cuando me acostumbré a la luz, seguí a mi amiga hacia la parada del autobús, que no tardó más de treinta segundos en aparecer delante de nuestras narices. Entre las dos subimos la maleta y nos acomodamos al final del vehículo, mientras el conductor pisaba el acelerador y nos alejaba del aeropuerto, adentrándose en el extraño paisaje que me daba la bienvenida a las que serían las más extrañas vacaciones de toda mi vida.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Presentimiento


Los párpados le pesaban toneladas pero él estaba determinado a aguantar despierto una noche más, pues tenía la certeza de que si se dormía no volvería a despertarse.

Era algo que se le había ocurrido de repente, tres días atrás. Aquel día había trabajado en turno de jornada intensiva y, ya en casa y después de comer, se había acomodado en el sofá dispuesto a echar una cabezadita. No tardó mucho en dormirse, pero despertó tan sólo unos minutos después, al notar un molesto dolor de estómago. Y desde entonces supo que aquello había sido un aviso, y que en cuanto sucumbiera al sueño de nuevo ya no habría marcha atrás.

Así que, los últimos tres días con sus tres noches correspondientes los había pasado despierto, a base de las tazas de café que le preparaba su mujer mientras murmuraba que todo aquello era una tremenda tontería. Pero él seguía en sus trece y confiaba absolutamente en su presentimiento.

De todas formas, aquella tarde de viernes estaba siendo realmente dura. El exceso de café había empezado a pasarle factura y las visitas al baño cada vez eran más frecuentes y duraderas, y las pastillas de cafeína que había comprado en la farmacia aquella mañana no parecían hacer demasiado efecto. Si supiera donde comprar anfetaminas sería otra cosa, pensaba para sus adentros.

Además había que sumarle las comidas familiares de los últimos días, que no hacían otra cosa que aumentar su agotamiento. Aquella noche en particular su mujer se acostó temprano, y él se quedó solo con el mando a distancia y la lluvia que repicaba contra las persianas. A pesar de sus esfuerzos, sus párpados caían una y otra vez y el escozor de sus ojos era insoportable. También el sonido rítmico de las gotas de agua parecían actuar como somnífero, y pronto su determinación fue vencida y sus músculos se relajaron, dejando caer el mando a distancia al suelo. Tal era su extenuación que ni tan siquiera lo oyó, aunque sí su mujer, que se levantó de la cama para ver qué había pasado.

Cuando se asomó al comedor lo observó durante unos segundos, mientras dormía silenciosa y profundamente. Después, fue a la cocina y vertió el resto del matarratas en la cafetera medio llena y lo removió con una cuchara. Finalmente, volvió al comedor y lo observó de nuevo, considerando el despertarlo o dejarlo descansar un poco. Se decidió por esto último mientras volvía a la cama, pues era una mujer paciente y no le importaba esperar unos días más.

Su último pensamiento antes de dormirse aquella noche fue hacia su pobre marido que, al fin y al cabo, había demostrado ser más perceptivo de lo que ella nunca habría imaginado.

lunes, 15 de diciembre de 2008

La gran noche (III)


Se despertó sola en su cama y con un intenso dolor que taladraba cada rincón de su cráneo. Le hicieron falta más de quince minutos para abrir los ojos, levantarse e ir a la cocina a tomarse una aspirina. Mientras lo hacía, intentó recordar qué había pasado la noche anterior para haber acabado en aquel estado. Recordó las botellas de vino, el vestido, su paseo hasta el club, los Martinis… y entonces lo recordó a él y el vello de su nuca se erizó de repente.

En aquel momento, no podría haber explicado con ningún tipo de precisión la sucesión de acontecimientos que tuvieron lugar aquella noche, pero la sensación que él le había dejado había quedado grabada con fuego sobre su piel. Si cerraba los ojos, podía recordar a la perfección sus caricias sobre sus pechos, sus besos sobre su vientre, sus dedos sobre su sexo. El recuerdo era tan intenso que podía revivir toda la noche en aquel mismo instante, y su cuerpo reaccionó como si así fuera.

Embelesada por sus ensoñaciones y mareada por la resaca, volvió a su habitación para tumbarse entre la calidez de sus sábanas, con la esperanza de sentir su olor entre los arrugados pliegues de algodón. Pero al llegar allí y sentarse, se fijó en algo que la desconcertó momentáneamente: encima de la mesita de noche, junto a la lamparilla, había un fajo de billetes. Lo cogió y separó los seis billetes de 50 euros, preguntándose de dónde habría salido todo aquel dinero. No era suyo, de eso estaba segura, y le extrañaba mucho que su marido hubiera dejado tal cantidad allí antes de irse, sin avisarla si quiera. Tardó unos segundos más en darse cuenta de su procedencia.

Fue como si le hubieran dado una patada en el estómago: él, el hombre que le había hecho pasar una noche maravillosa, el que le había hecho olvidar sus doce años de vida conyugal, pensaba que era una prostituta. Dolida y todavía con los billetes en la mano, se devanó los sesos intentando descubrir qué era lo que le podía haber hecho formarse aquella opinión. ¿Su vestido extremado? ¿El hecho de que estuviera en el club sola? ¿El hecho de que hubiera accedido a tener sexo con él? No lo entendía.

Se tumbó en la cama, todavía hecha un lío. Evidentemente, él la había considerado una prostituta de lujo, pues no creía que todas las prostitutas cobraran semejante suma de dinero por cada servicio. Ella, prostituta de lujo, quién lo habría pensado. De repente, el malestar por el descubrimiento dio paso a una carcajada descontrolada. ¿Ella, prostituta de lujo? Se sentía como Pretty Woman. No podía parar de reír.

Y entonces su risa se cortó en un instante. 300 euros. 300 euros por una fantástica noche de sexo con un desconocido. Algo menos de lo que ganaba en las 40 horas semanales que se pasaba en una oficina. Y ella, sin empleo. Miró los billetes de nuevo y una nueva duda aterrizó en su mente: ¿tendría suficiente para un vestido y unos zapatos nuevos? Pues no podía volver al club aquella noche con la misma ropa…

viernes, 12 de diciembre de 2008

La gran noche (II)


Estaba planteándose el pedir su segundo Martini de la noche mientras apuraba las últimas gotas del primero. No es que le gustara mucho esa bebida en concreto, pero al acercarse el camarero para saber lo que iba a pedir no se le había ocurrido otra cosa. Aquello salía en las películas, pensó, tiene que estar bien. De todas formas, después del vino ingerido – y que ya empezaba a luchar por querer salir – el paladar se le había insensibilizado, y había vaciado su copa como si tan sólo fuera un vaso de agua.

Mientras se pensaba lo de la bebida, hizo una pequeña excursión por el local en búsqueda del servicio, concentrándose en mantenerse en pie sobre los tacones. Cuando llegó de nuevo a su asiento en la barra, un nuevo Martini la esperaba. Miró al camarero, interrogante, y éste le indicó con una sonrisa que mirara hacia atrás. Ella se giró y vio a un hombre sentado en una de las mesas, que la saludaba con su copa en alto. Sin pensarlo dos veces, cogió su bolso y se dirigió con determinación a la silla vacía a su lado, pues no le apetecía pasar el resto de la velada sola.

Justo antes de sentarse se le ocurrió que aquella situación era como en las películas: el atractivo y rico soltero que invitaba a una copa a la solitaria mujer de la barra como forma de romper el hielo. Después de una noche maravillosa y de la lucha por seguir adelante pese a sus diferencias, acabarían viviendo juntos y felices el resto de sus vidas. Una sonrisa se asomó a la comisura de sus labios mientras miraba interesada al supuesto amor de su vida y éste la miraba con igual interés a ella.

De lejos, le había parecido mayor que ella, y ahora de cerca podía confirmar su presentimiento. Aparentaba unos 50, aunque aún se veían franjas oscuras en su cabello grisáceo y sus ojos claros expresaban jovialidad. Parecía un hombre sencillo que tan sólo buscaba un poco de charla y, puesto que sus habilidades conversacionales se habían desarrollado considerablemente debido al alcohol, el plan le pareció buena idea.

De todas formas, pronto empezó a notar que las intenciones de su acompañante no eran tan inocentes como en un principio había pensado. El local se había llenado y se habían tenido que acercar el uno al otro para hablar, pero poco después la mano de él se posó sobre su espalda, acariciándola suavemente. A ella le sorprendió el hecho de que no le molestara; es más, cuando la mano cambió de posición y se colocó en su pierna, una parte de ella deseaba que no se apartara.

Cuando quedó claro entre ellos que sus intenciones eran compartidas, él sugirió acompañarla a casa en su coche. Un hormigueo recorrió su estómago cuando pensó en lo que podrían hacerle aquellas manos expertas, tan intenso que apenas notó el frío cuando salió a la calle cogida de su brazo.

lunes, 8 de diciembre de 2008

La gran noche (I)


Había pasado más de una semana desde su último día de trabajo. Recortes de personal, le habían dicho, por la crisis. Pero eso, después de casi diez años de estar en la empresa, no había sido suficiente respuesta para ella.

Por esa razón, en estos diez días de vacaciones obligadas que tendría que haber pasado buscando un nuevo empleo, no hizo más que vaguear por su piso lamentándose de su mala suerte. Era joven, se decía a sí misma, y con sus estudios y su experiencia podría haber encontrado otra cosa. Pero a sus 38 años recién cumplidos no era momento de empezar de nuevo desde abajo, compitiendo con un montón de críos acabados de salir de la universidad que harían lo que fuera por una oportunidad. Sentía que su oportunidad ya había pasado.

Aquel día en concreto estaba más sola que nunca, pues su marido había tenido que ausentarse por un viaje de trabajo del todo inaplazable a pesar de las circunstancias, le había dicho. Así que, para mitigar su soledad, había decidido gozar de la compañía de una buena botella de vino. Aunque fueran las cinco de la tarde.

Después de unas cuantas copas, su visión del asunto había cambiado considerablemente: ¡no tenía que trabajar! ¡Estaba de vacaciones! Y eso no era algo que le sucediera a todo el mundo ni de forma tan imprevista… y, por lo tanto, había que celebrarlo por todo lo alto. Dedicó el resto de la tarde, entonces, y mientras apuraba una segunda botella de vino, a vestirse con el vestido más ceñido, escotado y corto que encontró en su armario y a maquillarse con esmero y con la dificultad añadida de su pulso incierto. Finalmente, tras aplicarse unas gotas de su mejor perfume en varios puntos estratégicos de su fisonomía, salió a la calle.

La oscuridad había comenzado a reinar hacía unas horas y el frío se hacía notar sobre sus piernas desnudas. Después de dar algunas vueltas sin saber adonde ir y con el presentimiento de que iba a tropezar de un momento a otro a causa de los afilados tacones, empezó a pensar que todo aquello no había sido una buena idea y que lo mejor era volver a casa y meterse bajo las sábanas. Pero en ese momento, unos silbidos a su izquierda la sacaron de su ensimismamiento. Miró hacia donde provenían para ver a un grupo de jóvenes que la miraban con descaro y comentaban a toda voz lo que harían con aquellas piernas si tuvieran oportunidad. Aquello le subió el ánimo inmediatamente y, descartando el volver a casa, se le ocurrió de repente el lugar hacia donde se dirigiría aquella noche.

Eran casi las once cuando llegó a su destino: uno de los clubes más caros y selectos de la ciudad, pues aquella celebración bien lo valía. No tardó en entrar, puesto que a aquellas horas el local estaba casi vacío, y se sentó en la barra exhibiendo de manera obscena una visión casi al completo de sus piernas desnudas. Acordándose de repente de su marido, se quitó la alianza sin ningún tipo de remordimiento y se la guardó en el bolso. Aquella noche iba a ser su Gran Noche.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Muerte


De repente, se vio a sí mismo quince años atrás, tumbado en su cama y pensando en la muerte. Habría sido algo normal en lo que pensar, una pregunta frecuente entre las muchas preguntas que un niño puede tener, pero sus dudas eran significativamente diferentes. Él, con la inocencia propia de su edad, imaginaba la muerte como un cúmulo de sensaciones nuevas que experimentar y, ya sin inocencia alguna, ansiaba presenciarla, poder sentirla, tocarla y olerla e incluso llegar más allá y ser él quien la generara.

Empezó de forma sutil: arrancaba flores y hojas y las observaba inmóvil durante horas, admirando los pequeños cambios que se producían progresivamente, a medida que el tejido moría y se pudría. Poco después aquello ya le pareció insuficiente, pero todavía no había dejado del todo atrás la infancia y las leyes morales recién adquiridas le prohibían pensar siquiera en hacer daño a cualquier animal. Aquello le hizo olvidarse del asunto durante un tiempo.

Pero entonces, a sus diecinueve años, la mala fortuna hizo que accidentalmente arrollara un gato con su coche. Asustado por el golpe, paró en el arcén y volvió atrás para examinar a la víctima. El pobre animal aún se movía cuando llegó a su lado y, ajeno a los sentimientos experimentados tiempo atrás, se preguntó si aún podría hacer algo para ayudarlo. Finalmente su movimiento cesó y, de repente, su cuerpo recordó y se sintió incapaz de reprimir la excitación que le recorrió por completo. Consciente de que cualquiera podría verlo allí agachado observando a un gato muerto, se llevó el cadáver consigo.

Una vez en casa, se encerró con él en su habitación y lo observó durante horas, sin acordarse de comer o de ir al baño pues temía perderse cualquier detalle. Se deshizo del cuerpo unos días después, cuando las quejas de su madre sobre el mal olor que provenía de su habitación fueron en aumento. Lo hizo no sin cierta amargura, y aunque en su corazón se había generado un fuerte sentimiento de culpa, él lo acalló enérgicamente, diciéndose a sí mismo que no se había sentido tan bien en años. Y que, al fin y al cabo, sólo se trataba de un gato. Aunque pronto ya no fuera sólo uno; aunque pronto, además de gatos, fueran pájaros, perros o conejos. Las personas todavía tendrían que esperar unos años más, cuando su ansia de matar no podía ser satisfecha con pequeñas mascotas desalmadas.

Pero en aquella noche de principios de diciembre, se preguntó si aquello era el límite, si no podía llegar más allá. Después de haber asesinado a sangre fría a dos vagabundos, una anciana y cuatro guapas jóvenes, de repente se sintió vacío y lleno de amargura. Entonces recordó vagamente el momento en el que descubrió su enorme fascinación por la muerte y la idea vino a su mente como si hubiera estado esperando allí desde que tenía doce años. Como no tenía sentido seguir esperando, se desnudó y cogió un cuchillo de cocina. Entonces se introdujo en la bañera, pues no quería ensuciar más de lo necesario, y deslizó la hoja del cuchillo por sus brazos, desde la muñeca hasta casi el codo, aplicando toda la fuerza que le fue capaz.

Apoyando los brazos sobre sus piernas desnudas, observó la sangre salir a borbotones y sonrió con genuina felicidad.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Desaparecida


Me confesaste que un día de aquellos ibas a largarte de aquí. Lo dijiste de sopetón, mientras fregoteabas los espejos concienzudamente para quitar todas las huellas que llevaban ahí sólo Dios sabía cuanto, y creí haber entendido mal pues hacía menos de una hora que me había levantado y el café aún no había ejercido su efecto. Recuerdo que yo barría el suelo, y poco a poco me fui acercando más a ti con mi escoba para asegurarme de que había oído correctamente.

Y, al parecer, así había sido. Me comentaste que hacía mucho tiempo que pensabas en ello y que estabas decidida a hacerlo cuanto antes mejor. Que no aguantabas a tu familia, que tu trabajo era una mierda y que no había nada por lo que quedarse. Yo me sentí ofendida pues, aunque sólo se trataba de una tienda de ropa, estaba bastante satisfecha con el trabajo que compartíamos y me sentía orgullosa de mí misma cada vez que cerraba una venta importante. Además, el nada por lo que quedarse me incluía a mí y, además de ofendida, me sentí menospreciada.

Tú, como tantas otras veces, leíste mis pensamientos y me dijiste que por mí harías lo que fuera, pero que estabas desesperada. Es más, me invitabas a largarme contigo, aunque me conocieras demasiado bien como para saber que yo era demasiado cobarde como para hacer una cosa como aquella.

No volvimos a hablar del tema aquel día, pues ambas sentíamos la mirada de la encargada clavada en nuestras espaldas y proseguimos con nuestras tareas.

Pero al día siguiente no te presentaste al trabajo.

Cuando yo llegué, pues tenía el turno de tarde, nadie me comentó nada, por lo que supuse que habrías llamado para excusarte y que todas las demás ya estaban enteradas. Yo no pregunté, decidida a llamarte en cuanto llegara a casa para saciar mi curiosidad y saber qué les habías contado para escaquearte. Pero cuando lo hice, tu móvil estaba apagado o fuera de cobertura, y me acosté con la inquietud de que quizás habías cumplido tu deseo.

A la mañana siguiente tampoco apareciste y tampoco a la otra, y cuando, intranquila, me decidí a preguntarle por ti a la encargada, ésta me miró extrañada, como si no supiera de quien estaba hablando, y me dejó allí plantada con mi preocupación al irse a atender a una clienta. Lo intenté varias veces más con tu móvil, pero nunca estabas disponible. Cuando por fin lo conseguí, una voz masculina me aseguró que aquel número no correspondía a ninguna Cristina y que debía de haberme equivocado.

Encontré la dirección de tu casa tras buscar en decenas de agendas y libretas, y cuando fui y piqué al timbre apareció una anciana que me explicó que llevaba viviendo allí sola desde que había enviudado hacía nueve años. Tu nombre no aparecía en el listín de teléfonos, y las personas que compartían tus apellidos me contestaron que no tenían ningún familiar que se llamara como tú y cuadrara con la descripción que les di por teléfono.

No entendía qué había pasado, pues de un día para otro todo rastro de tu existencia se había evaporado como por arte de magia.

Sólo cuando, semanas después del último día en que nos vimos, una compañera de trabajo me comentó que al menos ya no iba por ahí hablando sola empecé a comprender…

lunes, 17 de noviembre de 2008

Venganza



Me recetaron Trankimazin, asegurándome que el insomnio y los episodios de ansiedad que venía sintiendo desde hacía unas semanas mejorarían visiblemente. Pero yo sabía cuales eran las causas de mi ansiedad y de mi insomnio y que no iba a ganar nada atiborrándome a pastillas. De hecho, sabía exactamente qué era lo que me podía provocarme una mejora instantánea.

Como consecuencia, al llegar a casa aquella tarde saqué la caja de pastillas del bolso y extraje algunas que machaqué a continuación con la ayuda de un mortero. Después, metí el polvillo resultante en la botella de cerveza que había a medias en la nevera, moviéndola bien para que no quedara poso. Luego sólo quedaba esperar a que llegara a casa con la puntualidad que le caracterizaba.

Tan siquiera me miró al entrar. Dijo un hola al aire y se metió en la ducha. Mientras, aproveché para revisar la mezcla, y la agité un poco por si las moscas. Pronto acabó y apareció por la cocina, donde yo preparaba algo de cenar. Comentó que no cenaría nada, como de costumbre, y que tenía trabajo que hacer. Cogió la botella de cerveza de la nevera, casi lo único que ingería durante todo el día por aquel entonces, y se encerró en su habitación.

Estaba informada. No era mi intención matar a mi compañera de piso mediante una sobredosis de benzodiacepinas, porque sabía que la cantidad necesaria para ello era muy alta. No, tan sólo pretendía adormecerla, sedarla… y el resto vendría después.

Esperé un tiempo prudencial y, cuando creí que la droga ya habría hecho su efecto, abrí la puerta de su habitación. Tal como esperaba, se había quedado totalmente dormida sobre una montaña de papeles que descansaban en su escritorio, al lado de lo que quedaba de la botella de cerveza. Con suavidad, porque no conocía a ciencia cierta la profundidad de la sedación, la incorporé en la silla y coloqué su cabeza de manera que se apoyara en el respaldo. Después, desabroché sus pantalones y los deslicé, no sin dificultades, por sus piernas. Hice lo mismo con sus bragas, y abrí sus piernas hasta tener una buena visión de su sexo depilado.

Entonces cogí la placa de petri que había dejado en el escritorio mientras maniobraba y la abrí. Con rapidez, pues aquella especie en concreto era bastante sensible a la desecación y a la temperatura, unté bien un bastoncillo de los oídos que luego extendí sobre sus genitales. Repetí la operación varias veces, temerosa de despertarla pero concentrada en mi tarea. Finalmente, le puse la ropa tal y como la tenía y la coloqué también en la posición original, abandonando la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado.

Introduje la placa en una bolsita de plástico para devolverla al día siguiente al laboratorio, donde tendría que justificar una contaminación del cultivo para poder repetirlo sin levantar sospechas. Me lavé bien las manos y me acomodé en el sofá, recreándome en el éxito de mi plan y consciente de que aquella noche dormiría como un bebé. Con un poco de suerte, en menos de una semana mi amiga empezaría a notar los síntomas más característicos de la gonorrea.

Aquello le enseñaría a no acostarse con el tío que sabía perfectamente que le gustaba a otra.

martes, 11 de noviembre de 2008

Larga espera


Llegué al lugar donde nos habíamos visto por última vez y eché un vistazo para ver si ya había venido. Cuando me aseguré de que no estaba por allí todavía, me senté en un banco y me dispuse a esperar.

Alguien había dejado un periódico abandonado, que hojeé sin prestarle demasiada atención. Hablaba de Obama, de remedios para intentar paliar la crisis, de los concursantes de Gran Hermano. Miré algunas fotos durante un rato, y luego busqué un boli e hice el sudoku. Pronto descubrí que me había equivocado y, sin ganas de buscar cual había sido mi error, cerré el periódico y lo dejé donde lo había encontrado. Poco después fue arrastrado por el viento.

Observé el viento. Me fijé en como hacía oscilar las ramas de los árboles, a veces con suavidad y momentos después con excesiva violencia. Vi como ayudaba a arrancar algunas hojas y como se las llevaba, entremezcladas con polvo y bolsas de plástico. Una de ellas fue a parar a mis pies, y la cogí con parsimonia. Aunque no muy aficionada a la botánica, la identifiqué como la hoja de un castaño, y jugué un rato con ella hasta que mis dedos nerviosos la hicieron añicos.

De pronto recordé que llevaba un libro en el bolso. Lo saqué y lo abrí, súbitamente impaciente por continuar con la historia. Leí durante un rato, no sabría precisar cuanto, pero cuando levanté la vista para observar a una pareja que se alejaba y la volví a bajar, me di cuenta de que no recordaba nada de lo que había leído. Resignada, coloqué el punto de libro donde momentos antes había estado y volví a guardar la novela en mi bolso.

Esperé y esperé, pensando en mil cosas distintas, intentando no pensar en nada, imaginando historias en mi cabeza, tranquila, aburrida, impaciente, cansada. Esperé hasta que las farolas de mi alrededor se encendieron y el frío se entremetió con especial intensidad bajo los dobladillos de mi abrigo. Decidí, entonces, volver a casa.

Una vez más, la Felicidad había decidido no presentarse a nuestra cita.

martes, 4 de noviembre de 2008

Sustituto


Pensé en llamarte y decirte todo lo que nunca te había dicho pero que siempre había querido decirte: que los últimos meses habían sido maravillosos, que no quería que aquello acabara y menos de aquella manera, que te quería más de lo que había querido a nadie en toda mi vida. Levanté el auricular del teléfono, pero en lugar de marcar tu número marqué otro, y media hora más tarde él ya había llegado y follábamos apasionadamente en la misma cama en la que tú y yo lo habíamos hecho tantas otras veces.

La mayoría de las ocasiones, las cosas no son tan fáciles como en un principio parecen. Las relaciones interpersonales son complicadas, pero no porque el ser humano lo sea, sino porque todos y cada uno de nosotros nos empeñamos en enredar las cosas mucho más de lo que pueden llegar a enredarse por sí solas. Ése era un tema que tú y yo habíamos hablado mil y una veces pero del que jamás habíamos podido encontrar una solución. Tú no estabas dispuesto a renunciar a tu trabajo por mí, y yo no estaba dispuesta a renunciar, ¿a qué? ¿a mi independencia? No lo sé, aunque lo más probable fuera que mi comportamiento pudiera resumirse única y exclusivamente con la palabra miedo.

El caso es que te dejé marchar y decidí olvidarte no embriagándome con alcohol, pues sé a ciencia cierta que muchas veces el alcohol lo que hace es enterrarte aún más en tu miseria, sino con sexo… Aunque en los segundos previos al orgasmo cerrara los ojos e imaginara que eras tú el que me embestía; aunque al acabar deseaba fervientemente que fueras tú quien me abrazara.

Quizás fuera mejor eso, pensaba para mis adentros. Tal vez no estábamos hechos el uno para el otro: nuestras vidas eran demasiado diferentes como para acoplarlas la una a la otra y, tarde o temprano, esas diferencias acabarían por romper lo que con sudor y sangre nos habíamos esforzado por construir. Pero entonces, ¿por qué sentía aquella angustia dentro de mí que no me dejaba dormir? ¿Por qué el corazón me dolía tanto que habría deseado arrancármelo del pecho para dejar de sentirlo?

Pero en vez de ir a la cocina a afilar el cuchillo, opté por zarandear a mi compañero de cama adormilado y usarlo para aplacar la ansiedad que me carcomía por dentro. A sabiendas de que no le quería para nada más que para aquello, y a sabiendas de que él lo sabía. Usándolo suciamente, tal vez de la misma manera que él también me usaba a mí.

lunes, 27 de octubre de 2008

Mal día


Cuando el despertador suene a las 7 un lunes por la mañana y lo apagues deseando no haberlo oído. Cuando no lo oigas, y te despiertes maldiciéndote porque otra vez llegarás tarde.

Cuando descubras que han vuelto a subir el precio de la máquina de café, y que además han sustituido el mismo por una sustancia que imita su olor y su color pero que no se parece en nada a su sabor. Cuando, al recoger tu vaso, no te sale cucharilla y optas por removerlo con un bolígrafo; cuando te cruzas con alguien por los pasillos y evitáis chocaros, pero te derramas la mitad de su contenido en la camisa; cuando al dar el primer sorbo descubres que está prácticamente hirviendo y que no vas a poder saborear nada más en una semana.

Cuando tu jefe te asigne un trabajo que debes acabar al final de la jornada aunque tú sepas que él no lo necesita hasta el mes que viene. Cuando piense que no te ha tocado suficientemente las pelotas y vaya a verte cada media hora para comprobar tu progreso. Cuando te comente con autosuficiencia todo el tiempo que has necesitado sólo para hacer eso.

Cuando sales fuera para fumar un cigarrillo y no coges la chaqueta porque se te ha olvidado que han bajado las temperaturas. Cuando, encogido por el frío que hace en la terraza del vigésimo segundo piso, no aguantas más de treinta segundos y tiras la colilla a la tercera calada. Cuando vas a entrar de nuevo y recuerdas que aquella es una puerta de emergencia y que, como tal, sólo se puede abrir desde dentro.

Cuando el día en el que decidiste no cargar con el paraguas, llueve a cántaros. Cuando te das cuenta de que todos los usuarios del metro han hecho un pacto a tus espaldas y han decidido descartar el uso del desodorante en su higiene diaria. Cuando, mojado y envuelto en un olor indescifrable, llegas a casa y ves que ha vuelto a estropearse el ascensor y te toca subir los seis pisos andando.

Cuando te ocurra todo esto, trata de rechazar todos los sentimientos sobre la exterminación de la humanidad que crucen tu mente, y sonríe.

O, sino, abre la llave del gas y tómate tu tiempo para relajarte. Por cierto, ¿no te apetece un cigarrillo?

jueves, 23 de octubre de 2008

Miedo


La oscuridad se cernía sobre sus cabezas y parecía acecharlos como el lobo que observa a su presa segundos antes de abalanzarse ferozmente sobre ella. Ellos la contemplaban a su vez, cogidos de la mano y completamente inmóviles por el miedo que paralizaba todos y cada uno de sus músculos.

Durante unos momentos, ella miró hacia atrás y en sus ojos brilló la calidez de la luz del hogar que contrastaba intensamente con el paisaje que tenían por delante. Dirigió entonces hacia él su mirada con la esperanza de hacerlo cambiar de opinión y así poder abandonar aquella peligrosa misión que nunca creyó que pudiesen realizar con éxito.

Pero cuando las pupilas de él se posaron en las suyas, la profunda conexión que les unía no hizo necesario el uso de palabras y supo de inmediato que ya no había marcha atrás: en sus ojos, leía el mismo terror que ella sentía recorrer cada milímetro su cuerpo, pero también la profunda determinación de quien no se dejará vencer tan fácilmente.

Juntos, miraron de nuevo al frente, donde las sombras parecían moverse y conspirar contra ellos en la negrura. Se hallaban en la boca de un pasadizo largo y angosto y, a pesar de que tan sólo unos metros les separaban de su ansiado destino, los peligros que les aguardaban por el camino frenaban todos sus impulsos de adentrarse en las tinieblas.

Finalmente, fue ella la que se decidió a dar unos pasos en un intento de demostrarle a él y a ella misma su valentía, hasta entonces escondida en algún recoveco de su mente. Él la siguió, guiado por su mano, pero pronto los dos se detuvieron al oír un ruido extraño. Parecía el viento pero, ¿realmente lo era? ¿No sería alguna criatura de la noche, esperando a que se le acercaran para atacarles con toda la furia de la que era capaz?

Tragando saliva él y respirando entrecortadamente ella, se apretaron las manos dispuestos a seguir adelante… Pero entonces oyeron una voz a sus espaldas que les llamaba.

Su madre, anunciando que la cena estaba lista, había aplazado, una vez más, su terrorífico pero inevitable encuentro con el Monstruo del Pasillo.

viernes, 17 de octubre de 2008

La escuela de arte


Iba para casa caminando, ya que había vuelto a perder el autobús y aquel hermoso atardecer de otoño invitaba al paseo. No recuerdo exactamente en qué pensaba o si realmente estaba pensando en algo, pues siempre intento aprovechar al menos unos escasos momentos al día a intentar despejar la mente y quizás elegí aquellos, en los que, en lugar de pensar en la hipoteca, los líos del trabajo o el cansancio acumulado por la falta de sueño, decidí simplemente pasear y gozar de todo aquello que percibían mis sentidos.

El viento fresco azotaba mi cara y los últimos rayos de sol iluminaban mi camino, y recuerdo que me sentía como una niña que descubre el mundo por vez primera. Hacía tiempo que no pasaba por aquellas calles, y me sorprendieron la cantidad de cambios que habían sufrido y que yo examinaba con curiosidad. Finalmente, y cuando ya dejaba atrás el bullicio de tiendas del centro de la ciudad, mi mirada se detuvo en un pequeño letrero que anunciaba una escuela de arte. No recordaba haber visto antes nada igual, así que me dispuse a cotillear por la enorme cristalera con la intención de descubrir qué era lo que hacían exactamente en un lugar como aquél.

Me llevé una decepción cuando vi que una cortina blanca y tupida protegía el interior de la escuela de miradas indiscretas como la mía, pero pronto descubrí que alguien se debía haber descuidado al echarla porque había quedado una rendija sin cubrir hacia la que me dirigí con renovado entusiasmo. Dentro, pude ver algunas mesas distribuidas por una sala que parecía una especie de aula. Estaban sucias igual que el suelo, e imágenes de pinturas y esculturas famosas adornaban las paredes. No me dio tiempo a fijarme en nada más, pues un chico que apareció en escena captó de inmediato mi atención.

Era alto y delgado como una espiga y tenía la piel pálida, casi translúcida a la luz de los fluorescentes que colgaban del techo. Su ropa oscura acentuaba más su altura que, combinada con su lividez, le daban un aire frágil y delicado. Se colocó delante de una mesa en la que descansaba una masa deforme de barro de color gris, que remojó con el agua de un cuenco que había traído consigo. A continuación, comenzó a moldearla con sus dedos finos y ágiles.

Yo le observaba embobada y maravillada por aquel extraño pasatiempo que se me antojaba a la vez simple y lleno de pequeñas sutilezas. Pronto se me ocurrió una nueva palabra para lo que veían mis ojos: sensualidad, pues aquel chico volcaba todos sus sentidos en la pieza que cobraba forma bajo sus manos. De repente, un nuevo soplo de aire me provocó un escalofrío y cerré los ojos de forma involuntaria, aunque los mantuve cerrados porque una serie de imágenes habían colapsado mi mente de manera casi instantánea.

Inesperadamente, me vi contemplando como las manos de aquel desconocido sujetaban mi cintura con firmeza y ascendían poco a poco hasta llegar a mis pechos, que acariciaron con suavidad. Imaginé entonces que el contacto con sus finos dedos me llenaba de húmedo barro gris, pero no me importaba. Él proseguía su camino por mi rostro y me besaba dulcemente, y yo respondía a su beso con la pasión que empezaba a apoderarse de mi cuerpo. Sus manos descendían entonces por mi espalda y se entretenían en mis muslos durante un tiempo que se me hacía interminable, hacia donde se encaminaron lentamente hasta el foco de calor que abrasaba mi piel…

El ladrido de un perro bajo mis pies me asustó, y abrí los ojos rápidamente para ver a una mujer que se disculpaba por mi sobresalto. Mientras mascota y dueña se alejaban, miré de nuevo hacia el interior de la escuela para descubrir con pesadumbre que el chico había desaparecido dejando en la mesa su proyecto inacabado pues, aunque ya no parecía simple barro amorfo, todavía no se podían distinguir las formas exactas que pretendía darle su escultor.

Decidí, entonces, proseguir mi camino algo turbada por los recientes acontecimientos y recriminándome a mí misma el haber visto la película de Ghost demasiadas veces. Pero no había dado más de tres pasos cuando mis mejillas se sonrojaron violentamente al notar que tenía las bragas mojadas.

jueves, 16 de octubre de 2008

Adicciones


Le encontré antes de lo que esperaba, justo en el lugar al que primero se me había ocurrido acudir. De haberme fijado un poco, habría notado que vestía su inconfundible cazadora verde a la que le hacía falta un buen lavado, y unos vaqueros arrugados y sucios que parecían a punto de caer al suelo pues estaban, como mínimo, cuatro o cinco tallas por encima de la suya. También me habría dado cuenta de que no presentaba buen aspecto: estaba más delgado que la última vez que nos habíamos visto, y su cara sin afeitar estaba más ojerosa y más demacrada que de costumbre. Pero en aquel momento no estaba como para fijarme en todos aquellos detalles.

Le abordé de inmediato, sin tan siquiera esperar a que terminara de hablar con aquel hombre que me miró recriminándome el haberles interrumpido. Cuando me vio, le bastó un segundo para notar que mi aspecto no mejoraba demasiado el que podía presentar él; me atrevería a afirmar que era incluso peor que el suyo, y que por aquella razón un par de personas se habían apartado de mi camino por la calle con tan sólo echarme un vistazo. Pero aquello tampoco me importaba demasiado.

- ¿Tienes algo? ¿Sí, verdad? No tengo mucho dinero, pero he traído lo que he podido reunir y también un reloj que he encontrado por casa… Es caro, ¿eh? Míralo y compruébalo, cógelo, venga…

- Hey, hey – me cortó. Tiempo después me confesaría que aquel día no pensaba darme nada. Que, después de tantos años de conocernos, me había visto peor de lo que nunca lo había hecho antes y que pensó que no podía continuar participando en aquella autodestrucción que había comenzado a inflingirme hacía ya algún tiempo. Pero que, finalmente, lo había hecho porque no podía haberme negado nada. – ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en el trabajo? ¿Ya has gastado todo lo que te di el otro día?

- Sí, lo siento, es que he tenido una semana muy dura, y me he ido del trabajo porque no aguantaba más. Pero, entonces, ¿tienes algo? Aunque ya se me haya acabado lo que me diste puedes darme más, ¿verdad? Por favor, haré lo que sea… Si lo que te traigo es poco, podemos ir a casa. Ahora Ricardo está en el trabajo y a las niñas las recoge su abuela del colegio; podemos hacer lo que quieras, tenemos tres o cuatro horas…

Estaba desesperada. Habría hecho lo que fuera por una raya en aquel mismo lugar y en aquel mismo instante. Finalmente, logré convencerlo: me dio lo que necesitaba y me hizo guardar el dinero y el reloj de donde los había sacado. Ya me lo pagarás cuando puedas, me dijo, y yo me fui para casa, prácticamente corriendo y empezando ya a notar los efectos de la droga que aún no había consumido.

Pero la sensación de euforia que recorría mi cuerpo desapareció de repente, cuando una moto pasó por mi lado como una exhalación y el chico que la conducía tiró de mi bolso, llevándose consigo la bolsita en la que mis anhelos se mezclaban con unos polvitos de color blanco. No corrí tras ella, puesto que en un instante ya había desaparecido de mi vista, pero sí volví al lugar donde había estado con Pedro pues mi estado de angustia no me permitía pensar en otra cosa.

Lo busqué durante horas en todos los sitios en los que en otras ocasiones había dado con él, pero sin resultado. A la caída de la noche, me dejé vencer por la fatiga y me acurruqué en un portal, desde donde me sumergí en una maraña de sueños incoherentes bañados por una apacible lluvia de maravillosos polvitos blancos.

viernes, 10 de octubre de 2008

Tiempo


Se desnudó despacio, recreándose en cada botón y cada cremallera y analizando cada parte de su cuerpo como si las estuviera viendo por primera vez en su vida.

Comenzó por la fina chaqueta que se había puesto por la mañana para protegerse del frío que la llegada del otoño había traído consigo. Observó sus brazos desnudos, cubiertos de lunares y que empezaban a perder el poco color que habían adquirido durante los ya casi olvidados días estivales. Suspiró, y prosiguió con su tarea.

Era el turno de la blusa, que desabotonó y dejó caer al suelo igual que la chaqueta. Recorrió su cintura y su tripa con las dos manos, percibiendo los efectos que el paso del tiempo había producido en ellas. Lo mismo hizo tras deshacerse del sujetador. Acarició sus pechos, antaño pequeños y firmes, y que ahora precisaban del mágico artilugio con aros para mantenerse en su lugar. Recordó los tiempos en los que deseaba que fueran más grandes, deseo que había conseguido muchos años después y tras dos largos embarazos. Ten cuidado con lo que deseas, pensó para sus adentros.

Se desabrochó los pantalones y se quitó los calcetines, abandonándolos en la maraña de ropa que había empezado a crecer a su alrededor. Analizó sus pies, doloridos tras un largo día corriendo de aquí para allá, y prosiguió su examen hacia arriba hasta detenerse en sus caderas. Al contrario que sus pechos, siempre las había querido tener más pequeñas de lo que eran. El paso del tiempo tampoco las había pasado por alto, y se podían vislumbrar atisbos de varices y pequeñas estrías que adornaban su piel como si ésta fuera un lienzo pintado con finas líneas de puro arte abstracto.

Por último, deslizó las bragas por sus piernas y observó detenidamente a la mujer desnuda que la miraba a su vez desde el otro lado del espejo. Se concentró en sus pies, pues mirar más arriba significaba redescubrir apesadumbrada cada uno de sus defectos.

Ya no había más ropa que quitarse y permaneció así, quieta en la penumbra de la habitación, hasta que oyó una voz a sus espaldas que le decía: Eres preciosa. Se giró y contempló la figura de su marido, sentado en la cama y con una sonrisa en los labios. Examinó sus rasgos, deteniéndose en las pequeñas líneas que el tiempo había marcado con esmero en su piel. Se fijó también en las franjas grises que salpicaban su antaño pelo negro, y en la convexidad que los años habían dotado a su vientre. Finalmente, su vista se posó en el ligero bulto que había crecido bajo sus pantalones, y contestó: Tú tampoco estás nada mal.

Aquella noche, el tiempo quiso recompensarles por los deterioros creados y se paró, regalándoles unos hermosos segundos de placentera inmortalidad.

domingo, 5 de octubre de 2008

La Ciudad de los Muertos


Giró hacia a la izquierda y se detuvo en la esquina, apoyando la espalda contra los muros del edificio y agarrándose el pecho para que el corazón no se le saliese por la boca. Le dolían los pulmones del esfuerzo y, una vez más, se maldijo a sí mismo por no haber intentado con más ahínco el dejar definitivamente el tabaco.

Cuando su respiración se serenó un poco, miró a su alrededor: se encontraba en una calle bastante amplia y tenuemente iluminada, a diferencia de las estrechas y oscuras callejuelas por las que había pasado minutos antes. Solo en medio de la acera, comprobó que había buena visibilidad hacia ambos lados de la larga vía y que, por lo tanto, debía salir de allí pues podía ser visto con relativa facilidad desde una larga distancia. Asomó la cabeza a la calle por la que había llegado para comprobar que su perseguidor no se veía por allí, y cruzó la ancha avenida al trote para sumergirse en otro laberinto de callejones vagamente alumbrados por el resplandor de la luna.

Pronto la luz de un farol llamó su atención. Se acercó hasta ella y vio que estaba colgada junto a la puerta de lo que parecía una vieja taberna. Intentó atisbar el interior a través de los cristales, pero la suciedad y la humedad adheridas le impidieron ver gran cosa. Sopesó su situación: estaba perdido en algún lugar que no conocía, en mitad de una noche fría y con un extraño no demasiado amistoso siguiéndole los talones. Entró.

Al abrir la puerta, un efluvio de olores le golpeó como una bofetada. El ambiente estaba cargado y lleno de humo, y mientras cerraba la puerta tras de sí miró a su alrededor esperando encontrar a su perseguidor observándole con una sonrisa burlona en la boca. Pero allí no había nadie a excepción de lo que parecían un montón de harapos dormitando sobre una mesa. Caminó hacia la barra y se sentó en el único taburete que aparentemente no tenía el asiento carcomido por las polillas.

Por el olor a cerrado, parecía que aquel lugar no fuera ventilado muy a menudo. También detectó un olor dulzón que no supo identificar y, a pesar de lo lúgubre del lugar, se sintió en él más cómodo de lo que se había sentido ahí fuera. Observó la hilera de botellas de licores que se amontonaban tras la barra y que estaban cubiertas de polvo, y a una araña que se removía inquieta en el fondo de un sucio vaso de tubo. Dirigió entonces su vista hacia el hombre que roncaba profusamente y le contempló hasta que un ruido a sus espaldas distrajo su atención. Detrás de la barra, el camarero había salido sin que él se diera cuenta de ello y limpiaba unos vasos dándole la espalda. Vestía un uniforme anticuado y bastante necesitado de unos buenos remiendos y un grisáceo bombín coronaba su cabeza. Él carraspeó levemente para llamar su atención, pero finalmente optó por avisarle directamente pues el hombre no parecía darse por aludido. Cuando éste se disponía a girarse, el chirrido de la puerta al abrirse le sobresaltó.

La puerta se cerró ruidosamente tras su perseguidor, que tenía la cara oculta por una capucha. Supo por su ropa mojada que había empezado a llover, pero no era eso lo que más le preocupaba. Dirigió entonces su mirada hacia el camarero a la búsqueda de ayuda, pero cuando lo miró no le vio a él, sino a la Muerte que lo observaba desde el fondo de unas cuencas vacías. La calavera que unos segundos antes había pertenecido a la cabeza del dueño de la taberna se reía con unos dientes amarillentos de su cara atemorizada. Mientras, su perseguidor se había ido acercando sigilosamente hacia él hasta colocarse a su lado, analizándolo también desde lo más profundo del lugar donde deberían haber estado sus globos oculares. Fue en el momento que levantó una de sus esqueléticas manos hacia él cuando comprendió que ya no había escapatoria.

martes, 30 de septiembre de 2008

R.I.P.


Fallecí una noche de finales de septiembre, mientras intentaba conciliar un sueño que finalmente nunca llegó. O sí, pero no la clase de sueño que yo en aquel momento esperaba encontrar.

Recuerdo que me sentía bastante cansada. Había estado leyendo hasta tarde y me escocían los ojos tras los cristales de las gafas. Cuando por fin apagué la luz de la lamparilla, el silencio sólo se veía roto por la fuerza del viento que hacía estremecer las persianas. Recuerdo que tenía los pies helados, y que estaba acurrucada bajo las sábanas cuando sucedió.

No sufrí ni tuve tiempo de pensar en nada, pues todo ocurrió en tan sólo unas décimas de segundo. Únicamente sé que estaba allí y, un instante después, ya no estaba. El ruido que hacían las persianas al entrechocar sus láminas cesó de repente, y el frío que momentos antes había sentido en los pies había desaparecido por completo.

A la mañana siguiente, el despertador sonó con la puntualidad que siempre le había caracterizado, y mi brazo lo apagó tras un movimiento mecánico. Sólo que aquél ya no era mi brazo y mis dedos no fueron los que accionaron el pequeño interruptor para que el estruendo cesara, porque yo había muerto apenas unas horas antes y aquel cuerpo ya no me pertenecía.

Aquella chica que tanto se parecía a mí físicamente se levantó aquel día y muchos otros después y siguió con la vida que una vez yo tuve. La gente le preguntaba que qué le pasaba, pues de golpe y porrazo parecía haberse convertido en otra persona. Todo aquello que siempre la había caracterizado parecía haberse evaporado de la noche a la mañana… Y eso era, literalmente, lo que había ocurrido.

Pronto, mi vida tal y como siempre había sido y que una noche de finales de septiembre se había convertido en la suya, empezó a cambiar paulatinamente. La gente que siempre me había querido y que ahora la quería a ella pareció olvidarse del vínculo que una vez los había unido. Dejó de recibir llamadas, y su rutina se limitó a las acciones indispensables para poder sobrevivir. Porque aquello no podía llamarse vida.

En estos momentos, no sé si sentirme afortunada. Dejé de existir tan de repente que mi consciencia ni tan siquiera se percató de ello. Ella, en cambio, se observa morir poco a poco, sin que nada ni nadie puedan ya evitarlo.

Ahora, mientras la acompaño en su lento languidecer, no puedo evitar preguntarme si todo esto podía haberse evitado. O si lo que ocurrió aquella noche de hace ya un año no fue fruto del azar y si el hecho de que mi último pensamiento fueras tú tiene alguna especie de significado…

lunes, 22 de septiembre de 2008

Lectura


El verano había dado paso al otoño, aunque ella apenas había reparado en ello y seguía leyendo mientras el mundo continuaba su curso inexorable hacia la destrucción que se avecinaba. Sentada en el alféizar de una ventana de la pequeña buhardilla en la que vivía, se sumergía cada día entre unas páginas que la sacaban de la rutina, de los problemas y de los quebraderos de cabeza. Y ése era el mejor momento del día.

Leía a oscuras, aprovechando la poca luz que en estos días grises se colaba por los cristales del diminuto universo que había creado a su alrededor. Y, entre capítulo y capítulo, miraba más allá del vidrio empañado por su aliento y observaba a la gente pasar, dedicando unos minutos para intentar adivinar quién eran, qué buscaban en la vida y qué demonios era lo que buscaba ella.

Y mientras, el país se perdía en una nube de presagios poco esclarecedores capitaneados por la palabra crisis. Y mientras, la humanidad seguía su avance demoledor destruyendo todo aquello que se pusiera en su camino. Una humanidad cuyos individuos vivían a toda prisa; de casa al trabajo, del trabajo a la compra, de la compra a casa, y así en un círculo interminable en el que se olvidaban de descansar, de pensar, y de vivir.

Ella era ajena a todo ello, y disfrutaba con sus lecturas de media tarde en el alféizar de una ventana de su pequeña buhardilla. Y paladeaba cada palabra como si fuera única, como si toda la trama del libro se sustentara en ella, como si fuera a morir antes de acabar aquella página.

Y mientras, la gente pasaba por debajo de su ventana sin levantar un momento la vista, inmersos en sí mismos tan intensamente que lo demás era puro decorado, un atrezzo cualquiera colocado allí para hacer un poco más vistosa la escena que protagonizaban. Nadie reparaba en la chiquilla que los examinaba desde las alturas; nadie pensaba en ella, ni tan siquiera sabían que existía.

Pero no importaba. Tan sólo era un alma más en la amalgama de almas que vagaban sin rumbo por este lugar que llaman planeta. Como tú y como yo. Como todos los que han venido y vendrán a continuación. Como todos los que nunca existieron y que no existirán jamás.

jueves, 18 de septiembre de 2008

La habitación de los secretos (Epílogo)


Me sentía culpable por haber disfrutado del sexo aquella noche. No entendía como había podido hacerlo, sabiendo que él tenía secuestrada a mi vecina del primero en la habitación de al lado. Pero no podía evitarlo: unos minutos antes, yo creía estar enamorada de él. Aunque él no fuera excesivamente cariñoso, amable, atento y demás atributos que todas buscamos en nuestro príncipe azul; aunque mi príncipe se pareciera tan poco a aquel tío. Pero suelen decir que el amor es ciego, y añadiéndole a eso el hecho de que él fuera una maravilla en la cama, queda todo explicado. Aún así, mientras lo escuchaba respirar a mi lado, no podía dejar de pensar en el rostro de aquella chica de la cual no sabía ni el nombre, sucio y atemorizado, surcado por las lágrimas mientras me pedía que la dejara allí encerrada de nuevo. ¿Y si yo era la siguiente?


Los escuché hacer el amor durante lo que me parecieron horas. No pude dejar de temblar durante todo ese tiempo. A pesar de lo que me había hecho, de lo que todavía me estaba haciendo, en el fondo de mi corazón todavía le quería, y no podía soportar oírle gemir en la cama con otra. También temblaba a causa del miedo. Ella me había visto y sabía que él me tenía encerrada. ¿Cómo podía estar follándoselo? ¿Y qué iba a pasar a partir de ahora? Quizás la estaba infravalorando; tal vez la idea había sido suya para quitarme de en medio, y el terror que leí en sus ojos cuando la miré era parte de una actuación estelar. Prefería no pensar en ello. Prefería no pensar en nada de nada.


Esperé a que se durmiera. Cuando su respiración se hizo profunda y regular, me levanté de la cama lo más sigilosamente que pude y salí de allí. Necesitaba pensar qué hacer a continuación. ¿Iba a dejar las cosas como estaban? ¿Iba a llamar a la policía? ¿Iba a enfrentarme a él y preguntarle que qué estaba pasando? La sola idea de volver a la cama y dormirme a su lado me aterrorizaba. Pensé en esperar al día siguiente, hacer las maletas y marcharme mientras él no estuviera… Pero entonces oí pasos aproximándose por el pasillo.


Poco tiempo después de dormirme, me desperté al notar que ella se levantaba y salía de la habitación a hurtadillas. Siempre he tenido el sueño ligero, qué se le va a hacer. Esperé un rato a que volviera, pues me estaban entrando ganas de tirármela otra vez antes de dejarme llevar por el sueño, pero estaba tardando demasiado. Me levanté a ver qué coño estaba haciendo, y me la encontré en la cocina. Tenía cara de asustada cuando me miró y rápidamente cogió un cuchillo enorme de un cajón. La muy puta.


Escuché ruido a lo lejos y me inquieté. Me costaba dormir por las noches, sabiendo que él estaba a pocos metros de mi lado, así que esperaba a que se fuera a trabajar para hacerlo. Antes, entraba bastante a menudo para violarme, pero hacía tiempo que había dejado de hacerlo. Desde que se vino aquí a vivir la otra, supongo. Pronto el ruido dejó paso a los gritos y poco después se hizo el silencio. Escruté la negrura a mi alrededor y esperé impaciente, todavía temblando. No tardé mucho en escuchar la llave hacer contacto con la cerradura de la puerta.


Abrí la puerta, todavía atemorizada por lo que acababa de ocurrir. Ella me esperaba casi en el umbral, sentada en el suelo, y noté cómo me miraba, muerta de miedo. Después dirigió su vista hacia mi pecho y mis manos, todavía cubiertas de sangre. Apenas podía andar, y la cogí del brazo para ayudarla. En lo único que pensaba era en salir de allí de una vez por todas. Al pasar por la cocina, no pude evitar mirar al interior. Ella siguió la dirección de mi mirada y lo vio, tirado en el suelo sobre un charco de sangre que casi llegaba hasta nuestros pies. Fue entonces cuando, de repente, sentí como me empujaba fuertemente. La miré confusa mientras caía, y ella se abalanzó sobre mí con una furia que me hizo olvidar que había aterrizado sobre el cuerpo sin vida de mi novio.


Cuando lo vi tirado en el suelo, me pareció que algo dentro de mí iba a estallar. La empujé con todas mis fuerzas y ella resbaló con la sangre que cubría prácticamente todo el suelo. Me tiré sobre ella y le pegué con toda la rabia que había mantenido encerrada en mi interior durante las últimas semanas. Después, sin pensar en lo que estaba haciendo, cogí el cuchillo que todavía estaba insertado en su pecho y se lo clavé a ella una vez tras otra, hasta que cesaron los gritos y me sentí desfallecer. Antes de perder la conciencia, sonreí para mis adentros, satisfecha, pues acababa de cargarme a la zorra que había asesinado a mi novio.

domingo, 14 de septiembre de 2008

La habitación de los secretos (III)


No podía creer lo que veían mis ojos.

El interior de la habitación estaba completamente vacío a excepción de un bulto al fondo, del cual no podía vislumbrar nada más que su silueta a causa de la oscuridad que lo rodeaba. Palpé la pared a mi derecha en busca de un interruptor que no encontré, y por el rabillo del ojo me pareció notar que el bulto se movía casi imperceptiblemente. Encendí, entonces, la lámpara del pasillo para que proyectara algo de luz y fue en aquel momento cuando me di cuenta de que el bulto pertenecía al cuerpo de una persona.

Sintiéndome protagonista de una película de terror, me adentré lentamente en las tinieblas para cerciorarme de que lo que veía era real y no producto de mi imaginación. Estaba de espaldas a mí, hecho un ovillo en una esquina y no podía verle el rostro. Tan sólo era un amasijo de ropas sucias que desprendía el olor característico de quien no se ha duchado durante algún tiempo. Me pareció notar que tenía el pelo largo y, por la figura, intuí que era una chica.

Cuando la tuve a dos palmos de distancia me dispuse a decir algo, tocarla, cuando escuché la puerta principal abrirse y le oí llamarme desde la otra punta del piso. Justo en ese instante, ella se giró hacia mí y me miró como si yo fuera una aparición divina, y me imploró, apenas en un susurro, que saliera de allí y que cerrara la puerta con llave otra vez.

Hice lo que me dijo sin pensar en lo que estaba haciendo, sin darme tiempo a pensar tampoco en lo que acababa de ver y comprender verdaderamente el significado de todo aquello. Rápidamente, me guardé la llave en el bolsillo antes de que él apareciera por la otra punta del pasillo con una mirada inquieta y se acercara a darme un beso.

- ¿Qué haces aquí, pillina? ¿No sabes que no me gusta que husmees tanto? Ya te dije que desde que me mudé aquí no la he podido abrir, que no tengo la llave…

Le pedí disculpas y me excusé diciendo que me había parecido oír ruidos. Ratas, quizás. Él se rió de mi ocurrencia y me dijo que había sido muy mala y que aquella noche recibiría mi merecido castigo. Me rodeó la cintura con un brazo y me acercó a él, dándome un pellizco en un pezón mientras me observaba con esa mirada lasciva que siempre conseguía excitarme. Aquella tarde, en cambio, me provocó un escalofrío.

lunes, 8 de septiembre de 2008

La habitación de los secretos (II)


Abrí los ojos lentamente, luchando contra el cansancio que hacía que mis párpados pesaran toneladas. Notaba como la cabeza me daba vueltas y pensé que debía ser de noche, pues mis pupilas sólo captaban la oscuridad más absoluta. Tenía el cuerpo dolorido y entumecido, así que intenté recordar qué estaba haciendo antes de despertarme en aquel lugar para averiguar qué había pasado, pero la fatiga pudo conmigo y caí dormida de nuevo.

Cuando desperté por segunda vez, me encontraba en el mismo sitio, o eso creía yo, aunque lo primero que noté fue que tenía las manos y piernas fuertemente atadas. Tal vez también las tenía de ese modo la última vez que estuve consciente, pero el cansancio me habría impedido notarlo. Traté de liberarme con todas mis fuerzas, pero las muñecas y tobillos comenzaron a escocerme del roce y las cuerdas o lo que sea con lo que estaba atada no se destensaron ni un ápice. Intenté gritar, pero una mordaza me cubría la boca. Desesperada y asustada y habiendo agotado todas las posibilidades, sólo me quedó sollozar en silencio.

Cuando me serené, mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y vi que estaba en una habitación aparentemente vacía, por la que entraba algo de luz a través de las rendijas de la persiana y por debajo de la puerta. Fuera, se escuchaba el sonido de la calle, como si estuviera confinada en alguna habitación de cualquier piso de los muchos que abarrotaban la enorme ciudad en la que vivía. O cualquier otra ciudad, puesto que no podía asegurar con certeza dónde me encontraba.

Presa del pánico, intenté liberarme de nuevo, pero por más que forcejeé con los brazos, piernas, y hasta con la boca para retirar la tela que me la cubría, lo único que conseguí fue moverme un poco de sitio. En vista de mi escaso éxito, decidí tantear un poco mi alrededor para ver si encontraba algún objeto que pusiera algo de luz en aquella situación.

Con la limitación de movimientos provocada por las ataduras, serpenteé por el suelo y descubrí que me encontraba en un cuarto completamente vacío, sucio, pues varias veces el polvo acumulado en el suelo me hizo toser, y bastante pequeño. Estaba tumbada de lado, mirando la luz que entraba por la ventana y preguntándome qué iba a pasar a continuación, cuando escuché algunos ruidos demasiado cercanos para que procedieran de la calle.

Ahora parece absurdo, pero en aquel momento todavía no me había planteado que si estaba en aquel lugar y en aquella situación era porque alguien se había encargado de que así fuera. No pude pensar en ello mucho más, porque poco después se abrió la puerta a mis espaldas y, paralizada por el miedo, creí escuchar algo que era imposible que fuera realidad. Y entonces comprendí mi situación y el miedo se transformó en terror mientras se iba acercando hacia mí aquella voz escalofriantemente familiar…

viernes, 5 de septiembre de 2008

La habitación de los secretos (I)


No hay nada mejor que dejarse llevar por la lujuria descontrolada, sin tener en cuenta a nada ni a nadie, sólo buscando el mayor placer que te puede proporcionar la otra persona. No hay nada mejor que llegar al éxtasis sin nada que te frene; un aquí te pillo, aquí te mato sin compromiso ni deber alguno.

Por eso tenía que apartar mis ojos de los tuyos cada vez que me preguntabas si te quería y si estaríamos juntos para siempre.

En el fondo siempre lo supiste, que lo tuyo y lo mío no era más que sexo. Que por lo único que me interesé en ti fue para comprobar que no eras una puta psicópata que me degollaría cuando yo me negara a ir a conocer a tus padres. Que para lo único que te quería era para que me ayudaras a alcanzar el paraíso en cada uno de nuestros encuentros. Que el hecho de que te abrazara al final de cada polvo sólo era para que dejaras de darme la lata.

Pero no te lo tomes a mal; al fin y al cabo, hemos pasado muy buenos momentos juntos. Recuerdo aquella vez que nos lo montamos en la piscina municipal; cómo tu mano jugueteaba bajo el agua mientras todos los niños buceaban a nuestro alrededor embobados. Recuerdo tu preciosa carita enfurecida aquella vez en la que me acusabas de haberme acostado con tu vecina del cuarto, aquella pelirroja que, te lo puedo asegurar, se sabe el kamasutra de memoria.

Aunque no todo han sido buenos momentos en estos once meses de relaciones esporádicas. A veces te ponías jodidamente pesada, y decías que querías que hiciéramos algo más que estar todo el día en la cama, y que las parejas normales compartían aficiones y hacían cosas nuevas juntas. Yo te contestaba que mi única afición era follar, y que ya probaríamos nuevas posturas si eso era lo que tú querías. Y entonces tú te subías por las paredes; como si no supieras que lo que en realidad quería decirte era que tú y yo de pareja teníamos poco, y que como te pusieras tonta no ibas a verme más el pelo en tu miserable vida.

Ahora a veces pienso que tendría que habértelo dicho. No fue justo por tu parte espiarme mientras me tiraba a tu compañera de trabajo mientras se suponía que tú estabas acabando unos informes; no debiste comenzar a gritar como una posesa, diciendo que llamarías a tus hermanos para que me pegaran una paliza. Me los presentaste una vez, y no puedo negar que casi me cago en los pantalones cuando recordé el tamaño de sus espaldas.

No debiste hacer todo aquello, pero ahora ya es demasiado tarde. No te puedes quejar: por fin has podido echar un vistazo al cuarto de mi casa que siempre cierro con llave, ése al que tú llamabas La habitación de mis secretos. Y podrás seguir observando detenidamente cada uno de sus rincones, pues ése será tu hogar durante algún tiempo. Perdona que haya tenido que atarte y amordazarte, pero no me gustaría que los vecinos se molestaran por el ruido. Entiéndeme, ésta es una escalera tranquila.

Y no te preocupes, que la falta de movimiento no estropeará tu bonito trasero. Me encargaré personalmente de alimentarte con comida sana, tal como tú me atormentabas para que yo hiciera, y me ocuparé siempre que pueda de que ejercites tus músculos sobre la cómoda superficie de mi cama de agua. Por cierto, intenta no hacer mucho ruido si oyes la voz de tu ex-vecina del cuarto de vez en cuando, pues quiero proponerle el vernos más a menudo y no quiero que piense que tengo un cuarto lleno de ratas o algo así…

Bueno, nueva compañera de piso, ¿alguna pregunta?

lunes, 1 de septiembre de 2008

Carrera


No sabía exactamente en qué momento había empezado a correr, pero no se preocupó demasiado por ello. En aquellos instantes, su mente estaba colapsada por una cascada de fuegos artificiales que le impedían pensar de manera coherente; tan sólo había logrado reunir la atención suficiente para dar la acción de correr, y entonces nada ni nadie podría haberla parado.

Cruzó el centro de la ciudad entre una algarabía de transeúntes que protestaban cuando ella intentaba hacerse paso sin detener el ritmo. Varios coches frenaron precipitadamente para no arrollarla, y pronto fue foco de más de una mirada curiosa. A pesar de ello, ella no reparó en nada de lo que ocurría a su alrededor, y corría como si de ello le dependiera la vida con una enorme sonrisa en el rostro.

Pronto las calles se iban tornando más y más desiertas, hasta un momento en que los edificios desaparecieron del horizonte y fueron sustituidos por una única carretera que salía de la ciudad. Ella siguió corriendo por el arcén, pues a pesar de llevar ya varios cientos de metros parecía no sentir el cansancio de sus piernas o las gotas de sudor que poblaban su frente y su espalda.

Corrió como nunca lo había hecho antes, mientras un cúmulo de imágenes aparecían repentinamente en su cabeza; mientras intentaba poner en orden lo que había pasado y rememorar de nuevo los increíbles acontecimientos que la habían impulsado a agotar su desmesurada excitación de aquella manera. Y, al hacerlo, no pudo reprimir las lágrimas que abandonaron sus ojos y surcaron su rostro ya húmedo por el sudor, acabando en su boca. La felicidad es salada, pensó, y pronto paró pues la carretera acababa y de repente le había entrado un ataque de risa.

Rió de buena gana, aguantándose el estómago con ambas manos pues parecía querer salírsele por la boca. Reía y lloraba a la vez, hasta que entre las risas y los jadeos de la carrera empezó a toser ruidosamente. Cuando controló la tos y su respiración se relajó un poco, levantó la vista y vio que se encontraba muy cerca del paseo marítimo, hacia donde se dirigió para sentarse. Desde allí, admiró la puesta de sol y sonrió de nuevo pues, en ocasiones como aquella, la vida podía ser maravillosa.

Y, después de aquella tarde, indudablemente iba a serlo.

viernes, 29 de agosto de 2008

Recuerdos amargos


Seis meses después de verla por última vez, le pareció vislumbrar su silueta a lo lejos, en la calle, y no pudo refrenar el impulso de correr tras ella. Después lo pensó mejor y se paró en seco sin darse cuenta de que lo hacía en medio de la carretera, donde a un coche le faltó poco para llevárselo por delante. El chirrido de los neumáticos y el claxon del conductor enfurecido bastaron para que ella, movida por la curiosidad, girara la vista hacia atrás para ver qué había ocurrido.

Y entonces sus miradas se cruzaron.

Podía haber hecho como que no lo había visto; volver la vista al frente y seguir con su camino, pero aquella mirada había durado demasiado tiempo y ya no había escapatoria. Poco a poco, se fue acercando a él mientras él hacía lo propio desde donde se encontraba, sin prestar atención a los gritos del conductor que ya se iba ni a los transeúntes que le miraban con curiosidad.

Se pararon el uno frente al otro, todavía aguantándose las miradas. Pensando en la última vez que lo habían hecho y notando las diferencias que el paso del tiempo había inducido en ellas.

Él la miraba con un atisbo de inseguridad que a ella no le pasó desapercibido. Había pasado bastante tiempo, pero no estaba seguro de si ella había olvidado. Ella aprovechó aquel titubeo para simular una indiferencia cortés, luchando con todos sus fuerzas para que él no pudiera notar el leve temblor que sacudía sus manos.

Se saludaron y se preguntaron por sus respectivas vidas. No había mucho que pudieran decirse el uno al otro, y ambos lo sabían. Inmóviles en medio de la acera, aquella situación se parecía más a un pulso entre sus ojos que a un encuentro fortuito entre dos amantes que aún no se habían olvidado el uno del otro.

Al final ella fue la primera en bajar la mirada, articulando la primera excusa que se le ocurrió para poder escapar del halo de atracción que rodeaba a su interlocutor. Él esbozó una sonrisa que parecía de resignación, y la dejó marchar no sin antes desearle lo mejor en la vida.

Ella se alejó a paso rápido, sin lograr apartar de su mente sus últimas palabras y el brillo de sus ojos al pronunciarlas.

Él la observó marchar absorto en la sucesión de imágenes que se proyectaban en su memoria, donde sus cuerpos yacían entrelazados entre un mar de sábanas.

martes, 19 de agosto de 2008

Identidad


El mundo que siempre he conocido se ha evaporado, como las gotas de agua que caen al suelo tras haber regado las macetas. Ha desaparecido por completo y algo, la forma como ladran los perros por las calles o las risas de los niños en el parque, no lo sé, me dice que nunca más volverá.

En estos instantes miro a mi alrededor y me siento perdida y desorientada, sin la más mínima idea de qué hacer o adonde ir. Escudriño el cielo en busca de una respuesta, una señal, pero los astros parecen haberse olvidado de mi existencia. Tan sólo el sol parece darse cuenta de que sigo aquí, haciendo que mi enorme desconcierto se asemeje más a una insolación causada por el exceso de calor.

Es por eso que un par de personas se detienen a mi lado y me preguntan si me encuentro bien, y yo los contemplo sin acabar de ver, con la mirada perdida en un mar de incredulidad y confusión. Ellos me devuelven una mirada llena de lástima, y puedo leer en sus ojos la compasión, preguntándose cómo he podido llegar a este estado tan lamentable…

Pero yo sé que no es cierto lo que piensan, que no estoy loca, que lo único que necesito para encontrarme mejor es una cara conocida, un lugar familiar… que no logro descubrir por muchas vueltas que doy y aunque mire por todas partes.

Ya no sé a donde ir y las imágenes se fusionan en mis retinas en una amalgama de luz y color que me hace marearme y caer al suelo. La gente sigue pasando a mi lado y no me presta atención, como si yo tan sólo fuera un montón de basura tirada en medio de la calle… Y yo me encojo y me hago un ovillo para que no me pisen, bien que en verdad quisiera gritarles que miren por donde andan, que estoy aquí, que todavía soy alguien…

Aunque ni yo misma sepa quien soy. Aunque tampoco sepa si lograré serlo por mucho tiempo.

domingo, 10 de agosto de 2008

Día de playa


Irse solo a la playa un bochornoso domingo de agosto puede cambiarle la vida a alguien. Un día así puede convertirse en una oportunidad para sumergirse en las profundidades de uno mismo y encontrar algún paraje inexplorado. Quizás, al salir a la superficie, te quieras un poco más (o te odies un poco menos, según como se mire); quizás cojas el coche y, en la próxima curva camino a tu casa, decidas no girar. Todo depende de diversas variables que Patricia ni siquiera se había planteado.

Patricia era una mujer joven, atractiva, con pareja y de vacaciones: a simple vista, el prototipo de persona perfecta que te venden en los anuncios de televisión. Pero siempre es interesante ahondar un poco más allá de lo que se ve desde el exterior.

En aquel día de playa, Patricia descubrió que tanto su juventud como su belleza tenían límite, que lo suyo con su novio podía no durar eternamente y que en dos semanas tendría que volver al trabajo. He aquí otra pequeña particularidad que Patricia aún no había descubierto: que si había tardado 29 años de su vida en obtener aquellas conclusiones, significaba que su inteligencia ciertamente no sobresalía de la media. Aunque, en la sociedad de hoy en día, ese pequeño detalle importaba tres pimientos.

El caso era que Patricia, en aquellos momentos, estaba más cerca de cerrar los ojos y conducir todo el camino de vuelta en línea recta que de cualquier otra cosa. Pero Patricia no estaba dispuesta a dejarse llevar por las contrariedades, así que inició una tremenda lucha contra su fuero interno para tratar de autoconvencerse de todo lo contrario de lo que había aprendido en sus 29 veranos de vida.

… Y perdió.

Patricia no esperó hasta llegar a una curva, sino que estrelló coche contra un muro de hormigón antes de llegar a la autopista.

lunes, 4 de agosto de 2008

Vacaciones perfectas


Toca las pequeñas gotas de sudor que cubren tu frente y siente como el aire asfixiante parece obstruir cada uno de tus poros. Percibe la luz del sol entrar por tus pupilas mióticas para luego cerrar los ojos y ver soles ocupando cada rincón de tu cabeza. Siéntate en algún lugar sin ninguna sombra que te ampare y resiste hasta que la deshidratación, la migraña o la insolación puedan contigo.

Es el verano, maravillosa estación de la que todos hablan y adoran. Esa que cada año se intensifica un poco más, y que algún día nos hará desaparecer de la faz de la Tierra.

Pero espera, sigue leyendo; no todo acaba aquí. Asómate a la ventana, mira a tu alrededor, escucha atentamente. ¿Qué ves? ¿Qué oyes? La masa borreguera ya no está: ha dejado la ciudad para simular en algún otro lugar que su vida es menos patética de lo que parece. En unos días, todos los Antonios y las Juanis del barrio volverán, quizás más descansados o tal vez deseando huir de aquellos miembros de la familia a los que han tenido que soportar durante los escasos días de su efímera escapada. Tal vez planeando asesinarlos a todos con un cuchillo de cocina y así poder relajarse verdaderamente los pocos días de vacaciones que les quedan. Antes de sumirse en la depresión post-vacacional que todo el mundo acostumbra a representar, más o menos convincentemente, por estas fechas.

Y tú, ¿a qué esperas? ¿Qué haces todavía ahí? Tienes toda la ciudad para ti solo durante unas preciosas horas… ¿Vas a quedarte ahí sentado? Corre, aún estás a tiempo. Entra en el primer bar que veas abierto y gástate el dinero del préstamo para irte de vacaciones en una buena borrachera. A partir de ahí, y si aún te mantienes en pie, ármate con tu bate de béisbol favorito y golpea coches, escaparates o a cualquier pirado que se ponga en tu camino. Incendia contenedores, autobuses o gasolineras. No dejes ni una sola farola intacta en tres quilómetros a la redonda.

Y cuando hayas jodido todo lo que haya a tu alrededor, compra una pistola y pégate un tiro en la boca. Habrás conseguido huir de la espantosa vida que te espera de manera rápida e indolora, y hasta puede que consigas (al menos, por unos instantes) que los Antonios y las Juanis de este mundo piensen en algo más que en sus tristes e injustas vidas. Con un poco de suerte, hasta logres salir en la tele. ¿Qué plan mejor puedes tener para estas vacaciones?

domingo, 3 de agosto de 2008

Viaje


El paisaje se sucedía a través de las ventanillas de aquel tren como fotogramas de una vieja película en blanco y negro. Por su izquierda, los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte, inundando de luz lo que parecía una interminable extensión de campo; por su derecha, la suciedad de la ventana dejaba entrever la panorámica de lo que parecía una interminable extensión de agua. Ella no observaba ni lo uno ni lo otro, pues temía ponerse a llorar al ver como cada vez más quilómetros la separaban de donde él estaba. Así que, en lugar de eso, cogió su gruesa libreta de anillas y se puso a dibujar.

Ni el vagón prácticamente lleno ni el traqueteo incesante del tren le hacían perder la concentración; quizás sí le hacían usar la goma más veces de lo acostumbrado, pero eso no era un problema. Después de más de un año escribiendo para evadirse, había descubierto recientemente la sensación purificadora que le producía dibujar. Y lo hacía con paciencia, esbozando cada trazo como si cada uno de ellos fuera una palabra de una de sus historias.

Siempre que dibujaba, volcaba en su libreta sus cinco sentidos y alejaba de su mente todo pensamiento que no tuviera que ver con su obra. Era por eso que el dibujar había desbancado el escribir y se había convertido en su mayor quehacer en aquella época libre de obligaciones, ya que le ayudaba tanto a pasar el rato como a despejarse y no darle vueltas a la cabeza. Porque a veces las palabras tan sólo eran vómitos de recuerdos amargos que escocían en su garganta, mientras que los trazos eran proyecciones de su propio cuerpo y mente, en las que el grafito de su lápiz se convertía en un reflejo de sus ilusiones, deseos y esperanzas.

Pero mientras su atención estaba concentrada en la libreta que se apoyaba en su regazo, no reparó en los dos ojos que, a unas filas de distancia, no perdían detalle de cada uno de sus movimientos. La observaban dibujar, hacer sombras con su dedo índice y poner muecas cuando lo que veía no era del todo de su agrado. Aquellos ojos la observaban con un brillo especial, y su dueño era incapaz de mover un solo músculo por miedo a que ella reparara en su presencia. Planificando la mejor manera de acercarse a la persona a la que tanto daño había hecho.

Porque, mientras ella había cogido ese tren para intentar olvidar, él lo había hecho para evitar caer en el olvido.

lunes, 21 de julio de 2008

Impotencia


Porque me entran ganas de gritar cuando mi vecino pone la música a tope un domingo a las 8 de la mañana.

Porque me entran ganas de gritar cuando la persona que menos lo merece recibe todo lo que quiere.

Porque me entran ganas de gritar cuando me duele la cabeza de escuchar tus tonterías, y tú ni tan siquiera te has preocupado en si estoy bien o en si hay algo que me apetezca contarte.

Porque me entran ganas de gritar cuando dices chorradas para hacerme reír, justo después de haberme ignorado por completo.

Porque me entran ganas de gritar cuando veo que un niño de cuatro años prefiere estar con una completa desconocida antes que con su madre.

Porque me entran ganas de gritar cuando encuentran el cuerpo semi-descompuesto de una niña de cinco años asesinada.

Porque me entran ganas de gritar cuando desaparecen niños de tres años y, meses después y sin haber descubierto nada, deciden guardar el caso en un cajón para que todo el mundo se olvide.

Porque me entran ganas de gritar cuando miles de niños mueren cada día de hambre, de sida o de malaria; cuando miles de niñas son cada día prostituidas o obligadas a casarse con un extraño por parte de sus propios padres; cuando miles de niños son cada día abandonados, maltratados, asesinados.

Pero la mayoría de las veces, en lugar de gritar, siempre acabo cerrando los ojos e intentando pensar en otra cosa.

domingo, 20 de julio de 2008

Insomnio


Y de pronto, todo era calma.

Mis manos sudaban mientras intentaba conciliar el sueño en una noche especialmente calurosa. Inoportuna manía la mía, la de no poder dormir con la puerta cerrada aunque el bochorno abrasador no me dejara dormir de todos modos. Pero, por un momento, intenté apartar el calor de mi foco de visión, pues había reparado en algo que me inquietaba.

Quizás era la temperatura, que mantenía mi sistema nervioso en un curioso estado de letargo, pero me sentía bien y estable a pesar de que mi mundo se estuviera desmoronando a mi alrededor. No era normal; tal vez debería ir al médico, donde me diagnosticarían un enorme tumor cerebral que acabaría con mi vida en pocos meses. Y, entonces, para disfrutar de los días que me quedasen, utilizaría los pocos ahorros que tengo y cogería el primer vuelo que saliese, a cualquier parte, y haría locuras sin arrepentirme pues, al fin y al cabo, no iba a tener mucho tiempo más de vida para poder hacerlo.

Pero no era ésa la razón y lo sabía. Lo más probable era que mi mente se hubiera colapsado por los acontecimientos, arrastrándolo todo hacia el subconsciente y levantando un muro infranqueable que me hiciera sentirme segura. Una teoría bastante freudiana, por cierto, pero muy propia de mí: huyendo siempre de los problemas, escondiéndolos bajo la alfombra.

Harta de dar vueltas en la cama, me levanté y salí al balcón. La ciudad dormía, pero también se escuchaba el televisor de los vecinos, unas carcajadas procedentes de la calle, una ambulancia a lo lejos.

Tal vez la mejor solución fuera ésa, irme de allí. A un sitio donde por las noches tan sólo se escuchara el silencio. Por un maravilloso instante estuve tentada de hacer las maletas, marcharme al aeropuerto, hacer una locura…

… Y entonces te oí a mis espaldas, y noté como me rodeabas con tus brazos y me susurrabas al oído que todo saldría bien, y las ganas de huir de aquel piso, de aquella ciudad y de mi vida desaparecieron por completo.

domingo, 13 de julio de 2008

Lucía y el sexo


Lucía adoraba contemplar las tormentas de verano casi tanto como masturbarse tendida sobre el frío suelo de su habitación. La cerámica sobre su piel desnuda ejercía un efecto de afrodisíaco, estimulando sus terminaciones nerviosas y haciéndole alcanzar el orgasmo rápidamente. Lucía era una mujer impaciente en todos los aspectos de su vida, incluido el sexo.

Aquel verano en particular estaba siendo más tormentoso de lo habitual, y eso ponía a Lucía de buen humor. Eso, y sus cada vez más frecuentes encuentros con el suelo de su habitación. Pero aquella tarde de sábado, ni la tormenta ni el sexo parecían aliviar la creciente tensión que se había apoderado de Lucía. Ni una cosa ni la otra habían logrado deshacer el nudo en el estómago que le amenazaba desde hacía días. Y, por si fuera poco, su insaciable apetito sexual se había incrementado de manera incontrolable hasta convertirse en una sensación de lo más incómoda. Aquello tenía que terminar cuanto antes.

Lucía rebuscó en los cajones de su mesita de noche hasta dar con una vieja agenda que no había sido abierta desde hacía meses. Pasó las páginas hasta dar con un número de teléfono y marcó. No esperaba respuesta; conociéndole, posiblemente se lo habrían dado de baja por falta de pago o habría perdido el móvil. Lucía esperó a que sonara una, dos, tres, cuatro veces, y cuando iba a colgar por fin, una voz contestó al otro lado. Lucía la reconoció al instante, y el nudo de su estómago pareció deshacerse un poco. Sí, iba por el buen camino.

Lucía propuso quedar aquella misma noche, pues no convenía alargar la agonía mucho más allá de lo estrictamente necesario. Él estuvo de acuerdo, pero no accedió a hacerlo en ninguno de los lugares que solían frecuentar cuando, hace algunos años, sus encuentros eran mucho menos esporádicos. Por el contrario, Lucía tuvo que buscar la dirección por internet pues no conocía la calle, y le sorprendió que estuviera en medio de un viejo polígono industrial del este de la ciudad.

Cuando encontró el lugar que buscaba, Lucía aparcó el coche y miró su reloj. Aún quedaban unos minutos para la hora acordada, así que abrió un poco la ventana y se encendió un cigarrillo. Cuando iba por su tercera calada, unos golpecitos en la ventanilla la sacaron de su ensimismamiento. Allí estaba él, sin paraguas y con las gotas de lluvia resbalando por la misma cara que Lucía conocía milímetro a milímetro. Le hizo señas para que entrara en el coche, pero él hizo lo propio para que ella saliera.

Sin paraguas y cogidos de la mano, avanzaron hasta el centro de la calle, donde él se paró. Lucía estaba intrigada: siempre la había sorprendido con los lugares a los que la llevaba, pero aquella vez no parecía que hubiera por allí nada más que viejas fábricas vacías a aquellas horas de la noche. Le miró expectante y él le devolvió la mirada, con una sonrisa maliciosa y un extraño brillo en sus ojos verdes.

Y Lucía comprendió, y pudo leer en sus ojos lo que estaba pensando.

¿No te apetecía algo nuevo? ¿Algo diferente? ¿Verdad que te gustan las tormentas? No hay nada como follar bajo miles de gotas de lluvia entremezclándose con el sudor, la saliva y demás fluidos que desprenden nuestros cuerpos entregados al deseo. No hay nada como hacerlo bajo la luz de los relámpagos centelleantes en medio de ninguna parte.

Lucía se entregó a su amante con una avidez voraz, incrementada por la excitación acumulada y las excelentes condiciones climáticas. Mientras, un vagabundo observaba estupefacto la escena, preguntándose si habría algo de dinero en la ropa desperdigada alrededor de la lasciva pareja.