miércoles, 12 de diciembre de 2007

Charlas de sobremesa (I)

El día en el que Gerineldo conversó con Dios por primera vez era miércoles. Él estaba en casa, cenando frente al televisor, cuando le pareció percibir movimiento por el rabillo de su ojo izquierdo. Fue al girar la vista cuando descubrió a un hombre barbudo y vestido con una túnica hasta los pies sentado en el otro sillón que ocupaba la sala.

Su primera reacción fue frotarse los ojos y contar hasta tres antes de volver a abrirlos. Pero allí seguía, observándole. Pensó en acercarse para tocarlo y cerciorarse de que no era producto de su imaginación, pero el miedo le paralizaba por completo. Pasaron unos segundos así, mirándose el uno al otro, sin emitir el más mínimo sonido o realizar el más mínimo gesto. Finalmente, Gerineldo tragó lo que todavía tenía en la boca, y preguntó, casi en un susurro:

- ¿Eres Dios?

La verdad era que no esperaba respuesta, pues todavía pensaba que tan sólo era una aparición fruto del cansancio y las noches de insomnio. Así que casi se orinó encima cuando su interlocutor habló.

- ¿Realmente tiene eso importancia? – Y tras una pausa, añadió: – Bueno, ¿te apetece hablar de algo en especial?

Gerineldo pensó que se refería a algún tipo de confesión, tras la cual recibiría alguna reprimenda y la orden de rezar unas oraciones, pero no tardó mucho en darse cuenta de su error. Dios quería conversar plácidamente, sobre todo y sobre nada en particular, como lo harían dos desconocidos dispuestos a empezar a conocerse. Aunque la verdad, pensó Gerineldo, era que Dios no era un gran conversador, ya que sólo se limitaba a preguntar, escuchar y comentar lo escuchado. Pero eso a Gerineldo apenas le importó: aquellas conversaciones llegaban a ser bastante más amenas que lo que emitían en la televisión últimamente.

Gerineldo incluyó pronto las visitas nocturnas de Dios en su anodina agenda diaria. Unos días después de la primera visita, esperaba con ansia esos encuentros, y durante todo el día pensaba en posibles temas de conversación con los que entretener a su invitado.

De lo que Gerineldo no se había dado cuenta era de que aquellas charlas le habían infundido más cultura de la que había llegado a acumular en sus 43 años de vida. No es que fuera necio, pero el problema residía en que Gerineldo no pensaba demasiado. Toda su vida se había limitado a aceptar las cosas como venían, a hacer y a dejar hacer sin prestar mucha atención a nada. Las conversaciones con Dios le habían hecho reflexionar por primera vez sobre cosas que quizás muchas otras personas habrían encontrado incuestionables.

Pero los cambios no habían acabado aquí. Después de un tiempo que para Gerineldo fue como el despertar de un largo sueño, Dios consideró que ya estaba preparado para realizar las grandes empresas que el destino había deparado para él. Gerineldo se sentía abrumado por la responsabilidad, pero también estaba tranquilo. Al fin y al cabo, Dios estaba de su parte.

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