domingo, 13 de julio de 2008

Lucía y el sexo


Lucía adoraba contemplar las tormentas de verano casi tanto como masturbarse tendida sobre el frío suelo de su habitación. La cerámica sobre su piel desnuda ejercía un efecto de afrodisíaco, estimulando sus terminaciones nerviosas y haciéndole alcanzar el orgasmo rápidamente. Lucía era una mujer impaciente en todos los aspectos de su vida, incluido el sexo.

Aquel verano en particular estaba siendo más tormentoso de lo habitual, y eso ponía a Lucía de buen humor. Eso, y sus cada vez más frecuentes encuentros con el suelo de su habitación. Pero aquella tarde de sábado, ni la tormenta ni el sexo parecían aliviar la creciente tensión que se había apoderado de Lucía. Ni una cosa ni la otra habían logrado deshacer el nudo en el estómago que le amenazaba desde hacía días. Y, por si fuera poco, su insaciable apetito sexual se había incrementado de manera incontrolable hasta convertirse en una sensación de lo más incómoda. Aquello tenía que terminar cuanto antes.

Lucía rebuscó en los cajones de su mesita de noche hasta dar con una vieja agenda que no había sido abierta desde hacía meses. Pasó las páginas hasta dar con un número de teléfono y marcó. No esperaba respuesta; conociéndole, posiblemente se lo habrían dado de baja por falta de pago o habría perdido el móvil. Lucía esperó a que sonara una, dos, tres, cuatro veces, y cuando iba a colgar por fin, una voz contestó al otro lado. Lucía la reconoció al instante, y el nudo de su estómago pareció deshacerse un poco. Sí, iba por el buen camino.

Lucía propuso quedar aquella misma noche, pues no convenía alargar la agonía mucho más allá de lo estrictamente necesario. Él estuvo de acuerdo, pero no accedió a hacerlo en ninguno de los lugares que solían frecuentar cuando, hace algunos años, sus encuentros eran mucho menos esporádicos. Por el contrario, Lucía tuvo que buscar la dirección por internet pues no conocía la calle, y le sorprendió que estuviera en medio de un viejo polígono industrial del este de la ciudad.

Cuando encontró el lugar que buscaba, Lucía aparcó el coche y miró su reloj. Aún quedaban unos minutos para la hora acordada, así que abrió un poco la ventana y se encendió un cigarrillo. Cuando iba por su tercera calada, unos golpecitos en la ventanilla la sacaron de su ensimismamiento. Allí estaba él, sin paraguas y con las gotas de lluvia resbalando por la misma cara que Lucía conocía milímetro a milímetro. Le hizo señas para que entrara en el coche, pero él hizo lo propio para que ella saliera.

Sin paraguas y cogidos de la mano, avanzaron hasta el centro de la calle, donde él se paró. Lucía estaba intrigada: siempre la había sorprendido con los lugares a los que la llevaba, pero aquella vez no parecía que hubiera por allí nada más que viejas fábricas vacías a aquellas horas de la noche. Le miró expectante y él le devolvió la mirada, con una sonrisa maliciosa y un extraño brillo en sus ojos verdes.

Y Lucía comprendió, y pudo leer en sus ojos lo que estaba pensando.

¿No te apetecía algo nuevo? ¿Algo diferente? ¿Verdad que te gustan las tormentas? No hay nada como follar bajo miles de gotas de lluvia entremezclándose con el sudor, la saliva y demás fluidos que desprenden nuestros cuerpos entregados al deseo. No hay nada como hacerlo bajo la luz de los relámpagos centelleantes en medio de ninguna parte.

Lucía se entregó a su amante con una avidez voraz, incrementada por la excitación acumulada y las excelentes condiciones climáticas. Mientras, un vagabundo observaba estupefacto la escena, preguntándose si habría algo de dinero en la ropa desperdigada alrededor de la lasciva pareja.

1 comentario:

Raul dijo...

Me gusta lo que he leído -poco, por ahora-.

Tú no lo dejes como lo dejé yo, sigue con esto.