lunes, 1 de diciembre de 2008

Muerte


De repente, se vio a sí mismo quince años atrás, tumbado en su cama y pensando en la muerte. Habría sido algo normal en lo que pensar, una pregunta frecuente entre las muchas preguntas que un niño puede tener, pero sus dudas eran significativamente diferentes. Él, con la inocencia propia de su edad, imaginaba la muerte como un cúmulo de sensaciones nuevas que experimentar y, ya sin inocencia alguna, ansiaba presenciarla, poder sentirla, tocarla y olerla e incluso llegar más allá y ser él quien la generara.

Empezó de forma sutil: arrancaba flores y hojas y las observaba inmóvil durante horas, admirando los pequeños cambios que se producían progresivamente, a medida que el tejido moría y se pudría. Poco después aquello ya le pareció insuficiente, pero todavía no había dejado del todo atrás la infancia y las leyes morales recién adquiridas le prohibían pensar siquiera en hacer daño a cualquier animal. Aquello le hizo olvidarse del asunto durante un tiempo.

Pero entonces, a sus diecinueve años, la mala fortuna hizo que accidentalmente arrollara un gato con su coche. Asustado por el golpe, paró en el arcén y volvió atrás para examinar a la víctima. El pobre animal aún se movía cuando llegó a su lado y, ajeno a los sentimientos experimentados tiempo atrás, se preguntó si aún podría hacer algo para ayudarlo. Finalmente su movimiento cesó y, de repente, su cuerpo recordó y se sintió incapaz de reprimir la excitación que le recorrió por completo. Consciente de que cualquiera podría verlo allí agachado observando a un gato muerto, se llevó el cadáver consigo.

Una vez en casa, se encerró con él en su habitación y lo observó durante horas, sin acordarse de comer o de ir al baño pues temía perderse cualquier detalle. Se deshizo del cuerpo unos días después, cuando las quejas de su madre sobre el mal olor que provenía de su habitación fueron en aumento. Lo hizo no sin cierta amargura, y aunque en su corazón se había generado un fuerte sentimiento de culpa, él lo acalló enérgicamente, diciéndose a sí mismo que no se había sentido tan bien en años. Y que, al fin y al cabo, sólo se trataba de un gato. Aunque pronto ya no fuera sólo uno; aunque pronto, además de gatos, fueran pájaros, perros o conejos. Las personas todavía tendrían que esperar unos años más, cuando su ansia de matar no podía ser satisfecha con pequeñas mascotas desalmadas.

Pero en aquella noche de principios de diciembre, se preguntó si aquello era el límite, si no podía llegar más allá. Después de haber asesinado a sangre fría a dos vagabundos, una anciana y cuatro guapas jóvenes, de repente se sintió vacío y lleno de amargura. Entonces recordó vagamente el momento en el que descubrió su enorme fascinación por la muerte y la idea vino a su mente como si hubiera estado esperando allí desde que tenía doce años. Como no tenía sentido seguir esperando, se desnudó y cogió un cuchillo de cocina. Entonces se introdujo en la bañera, pues no quería ensuciar más de lo necesario, y deslizó la hoja del cuchillo por sus brazos, desde la muñeca hasta casi el codo, aplicando toda la fuerza que le fue capaz.

Apoyando los brazos sobre sus piernas desnudas, observó la sangre salir a borbotones y sonrió con genuina felicidad.

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