viernes, 10 de octubre de 2008

Tiempo


Se desnudó despacio, recreándose en cada botón y cada cremallera y analizando cada parte de su cuerpo como si las estuviera viendo por primera vez en su vida.

Comenzó por la fina chaqueta que se había puesto por la mañana para protegerse del frío que la llegada del otoño había traído consigo. Observó sus brazos desnudos, cubiertos de lunares y que empezaban a perder el poco color que habían adquirido durante los ya casi olvidados días estivales. Suspiró, y prosiguió con su tarea.

Era el turno de la blusa, que desabotonó y dejó caer al suelo igual que la chaqueta. Recorrió su cintura y su tripa con las dos manos, percibiendo los efectos que el paso del tiempo había producido en ellas. Lo mismo hizo tras deshacerse del sujetador. Acarició sus pechos, antaño pequeños y firmes, y que ahora precisaban del mágico artilugio con aros para mantenerse en su lugar. Recordó los tiempos en los que deseaba que fueran más grandes, deseo que había conseguido muchos años después y tras dos largos embarazos. Ten cuidado con lo que deseas, pensó para sus adentros.

Se desabrochó los pantalones y se quitó los calcetines, abandonándolos en la maraña de ropa que había empezado a crecer a su alrededor. Analizó sus pies, doloridos tras un largo día corriendo de aquí para allá, y prosiguió su examen hacia arriba hasta detenerse en sus caderas. Al contrario que sus pechos, siempre las había querido tener más pequeñas de lo que eran. El paso del tiempo tampoco las había pasado por alto, y se podían vislumbrar atisbos de varices y pequeñas estrías que adornaban su piel como si ésta fuera un lienzo pintado con finas líneas de puro arte abstracto.

Por último, deslizó las bragas por sus piernas y observó detenidamente a la mujer desnuda que la miraba a su vez desde el otro lado del espejo. Se concentró en sus pies, pues mirar más arriba significaba redescubrir apesadumbrada cada uno de sus defectos.

Ya no había más ropa que quitarse y permaneció así, quieta en la penumbra de la habitación, hasta que oyó una voz a sus espaldas que le decía: Eres preciosa. Se giró y contempló la figura de su marido, sentado en la cama y con una sonrisa en los labios. Examinó sus rasgos, deteniéndose en las pequeñas líneas que el tiempo había marcado con esmero en su piel. Se fijó también en las franjas grises que salpicaban su antaño pelo negro, y en la convexidad que los años habían dotado a su vientre. Finalmente, su vista se posó en el ligero bulto que había crecido bajo sus pantalones, y contestó: Tú tampoco estás nada mal.

Aquella noche, el tiempo quiso recompensarles por los deterioros creados y se paró, regalándoles unos hermosos segundos de placentera inmortalidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que precioso relato,tan genial como los anteriores pero mas emotivo...me encanto!!!
hace tiempo que no pasaba por aqui...pero he vuelto,porque no me puedo perder tan estupendas historias...

saludos...