domingo, 5 de octubre de 2008

La Ciudad de los Muertos


Giró hacia a la izquierda y se detuvo en la esquina, apoyando la espalda contra los muros del edificio y agarrándose el pecho para que el corazón no se le saliese por la boca. Le dolían los pulmones del esfuerzo y, una vez más, se maldijo a sí mismo por no haber intentado con más ahínco el dejar definitivamente el tabaco.

Cuando su respiración se serenó un poco, miró a su alrededor: se encontraba en una calle bastante amplia y tenuemente iluminada, a diferencia de las estrechas y oscuras callejuelas por las que había pasado minutos antes. Solo en medio de la acera, comprobó que había buena visibilidad hacia ambos lados de la larga vía y que, por lo tanto, debía salir de allí pues podía ser visto con relativa facilidad desde una larga distancia. Asomó la cabeza a la calle por la que había llegado para comprobar que su perseguidor no se veía por allí, y cruzó la ancha avenida al trote para sumergirse en otro laberinto de callejones vagamente alumbrados por el resplandor de la luna.

Pronto la luz de un farol llamó su atención. Se acercó hasta ella y vio que estaba colgada junto a la puerta de lo que parecía una vieja taberna. Intentó atisbar el interior a través de los cristales, pero la suciedad y la humedad adheridas le impidieron ver gran cosa. Sopesó su situación: estaba perdido en algún lugar que no conocía, en mitad de una noche fría y con un extraño no demasiado amistoso siguiéndole los talones. Entró.

Al abrir la puerta, un efluvio de olores le golpeó como una bofetada. El ambiente estaba cargado y lleno de humo, y mientras cerraba la puerta tras de sí miró a su alrededor esperando encontrar a su perseguidor observándole con una sonrisa burlona en la boca. Pero allí no había nadie a excepción de lo que parecían un montón de harapos dormitando sobre una mesa. Caminó hacia la barra y se sentó en el único taburete que aparentemente no tenía el asiento carcomido por las polillas.

Por el olor a cerrado, parecía que aquel lugar no fuera ventilado muy a menudo. También detectó un olor dulzón que no supo identificar y, a pesar de lo lúgubre del lugar, se sintió en él más cómodo de lo que se había sentido ahí fuera. Observó la hilera de botellas de licores que se amontonaban tras la barra y que estaban cubiertas de polvo, y a una araña que se removía inquieta en el fondo de un sucio vaso de tubo. Dirigió entonces su vista hacia el hombre que roncaba profusamente y le contempló hasta que un ruido a sus espaldas distrajo su atención. Detrás de la barra, el camarero había salido sin que él se diera cuenta de ello y limpiaba unos vasos dándole la espalda. Vestía un uniforme anticuado y bastante necesitado de unos buenos remiendos y un grisáceo bombín coronaba su cabeza. Él carraspeó levemente para llamar su atención, pero finalmente optó por avisarle directamente pues el hombre no parecía darse por aludido. Cuando éste se disponía a girarse, el chirrido de la puerta al abrirse le sobresaltó.

La puerta se cerró ruidosamente tras su perseguidor, que tenía la cara oculta por una capucha. Supo por su ropa mojada que había empezado a llover, pero no era eso lo que más le preocupaba. Dirigió entonces su mirada hacia el camarero a la búsqueda de ayuda, pero cuando lo miró no le vio a él, sino a la Muerte que lo observaba desde el fondo de unas cuencas vacías. La calavera que unos segundos antes había pertenecido a la cabeza del dueño de la taberna se reía con unos dientes amarillentos de su cara atemorizada. Mientras, su perseguidor se había ido acercando sigilosamente hacia él hasta colocarse a su lado, analizándolo también desde lo más profundo del lugar donde deberían haber estado sus globos oculares. Fue en el momento que levantó una de sus esqueléticas manos hacia él cuando comprendió que ya no había escapatoria.

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