miércoles, 31 de diciembre de 2008

Vacaciones navideñas (II)


El autobús nos dejó a las afueras de la ciudad y, según me explicó mi amiga, a continuación cogeríamos el metro pues era la forma más rápida de llegar a cualquier parte. Y cuando pude examinar el mapa de metro le tuve que dar la razón, pues era el más grande que había visto en toda mi vida. De hecho, me sorprendió que la ciudad se mantuviera en pie con tal cantidad de agujeros bajo sus cimientos.

Mi amiga vivía en la vigésima sexta planta de un moderno bloque de apartamentos. No era muy grande, me explicaba mientras el ascensor subía a tal velocidad que yo pensaba que iba a vomitar mi estómago de un momento a otro, pero las vistas eran magníficas. Y así podría haberlo comprobado cuando llegamos, pero mi pánico a las alturas me impulsó a sentarme en el sofá e intentar controlar el temblor de piernas que me había entrado al dirigir mi mirada unos segundos hacia la cristalera del salón.

Allí sentada estaba cuando la pareja de mi amiga apareció por la puerta de la cocina. Y doy gracias a ello, pues mis piernas no podrían haber aguantado mi peso cuando le eché el primer vistazo. No debía de medir más de un metro cincuenta ni pesar más de cuarenta quilos. Tenía los ojos saltones y la boca demasiado pequeña y caminaba dando pequeños saltitos con sus piernas cortas y huesudas. No era ni mucho menos lo que había imaginado para mi amiga, y ella debió de captar mis pensamientos porque en cuanto él se ausentó unos minutos para prepararnos algo de beber me explicó que era mejor así pues, mientras más feos, mejor eran en la cama.

Esa rotunda afirmación me tuvo desconcertada el resto del día. Por más que miraba a aquel hombre tan poco agraciado, más me intrigaban sus presuntas maravillosas habilidades sexuales. También me desconcertaba el hecho de que mi amiga, aunque pudiera haber escogido entre una selecta variedad de adonis, estuviese saliendo con un hombre así y, encima, que admitiera con toda naturalidad que sólo estaba con él por el sexo. Y de aquí pasábamos de nuevo a cuestionar su supuesto comportamiento en la cama.

De todas formas, y a pesar de que aquel pequeño detalle todavía me apabullaba, aquellos primeros días fueron bastante tranquilos y me alegré de haber decidido ir. La ciudad era grande y moderna, la gente muy simpática y, en general, me sentía muy cómoda aunque a veces estuviera un poco aislada debido a la barrera del idioma. Poco sabía yo entonces que aquello iba a cambiar drásticamente y que las sorpresas más insospechadas empezarían a tener lugar el día de Noche Vieja.

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