domingo, 3 de agosto de 2008

Viaje


El paisaje se sucedía a través de las ventanillas de aquel tren como fotogramas de una vieja película en blanco y negro. Por su izquierda, los primeros rayos de sol asomaban por el horizonte, inundando de luz lo que parecía una interminable extensión de campo; por su derecha, la suciedad de la ventana dejaba entrever la panorámica de lo que parecía una interminable extensión de agua. Ella no observaba ni lo uno ni lo otro, pues temía ponerse a llorar al ver como cada vez más quilómetros la separaban de donde él estaba. Así que, en lugar de eso, cogió su gruesa libreta de anillas y se puso a dibujar.

Ni el vagón prácticamente lleno ni el traqueteo incesante del tren le hacían perder la concentración; quizás sí le hacían usar la goma más veces de lo acostumbrado, pero eso no era un problema. Después de más de un año escribiendo para evadirse, había descubierto recientemente la sensación purificadora que le producía dibujar. Y lo hacía con paciencia, esbozando cada trazo como si cada uno de ellos fuera una palabra de una de sus historias.

Siempre que dibujaba, volcaba en su libreta sus cinco sentidos y alejaba de su mente todo pensamiento que no tuviera que ver con su obra. Era por eso que el dibujar había desbancado el escribir y se había convertido en su mayor quehacer en aquella época libre de obligaciones, ya que le ayudaba tanto a pasar el rato como a despejarse y no darle vueltas a la cabeza. Porque a veces las palabras tan sólo eran vómitos de recuerdos amargos que escocían en su garganta, mientras que los trazos eran proyecciones de su propio cuerpo y mente, en las que el grafito de su lápiz se convertía en un reflejo de sus ilusiones, deseos y esperanzas.

Pero mientras su atención estaba concentrada en la libreta que se apoyaba en su regazo, no reparó en los dos ojos que, a unas filas de distancia, no perdían detalle de cada uno de sus movimientos. La observaban dibujar, hacer sombras con su dedo índice y poner muecas cuando lo que veía no era del todo de su agrado. Aquellos ojos la observaban con un brillo especial, y su dueño era incapaz de mover un solo músculo por miedo a que ella reparara en su presencia. Planificando la mejor manera de acercarse a la persona a la que tanto daño había hecho.

Porque, mientras ella había cogido ese tren para intentar olvidar, él lo había hecho para evitar caer en el olvido.

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