martes, 3 de julio de 2007

.. Y cambio (II)

Había llegado la hora de ir más allá, de dar el siguiente paso. Después de muchos meses observándola en su más profunda intimidad, había llegado la hora de compartirla con ella.

Esta conclusión la había sacado a partir de una de sus insinuaciones. Durante meses, sus miradas, o el hecho de que dejara la cortina descorrida cada vez que se masturbaba para que él la observara, le habían animado a seguir esperando y a no perder la esperanza de que el día en que podrían empezar una relación real llegaría pronto. Porque él no era como esos locos, que creen que la presentadora del telediario de la noche, o esa actriz pechugona que sale en la peli de moda están locamente enamoradas de ellos, y que mantienen una relación íntima y especial; él sabía que entre ellos no había nada, y que lo que habían compartido hasta entonces no significaba que la tuviera, que fuera suya. Y eso le molestaba. Sabía que él despertaba deseo en ella, pero aún no había llegado a sentir nada sólido por él. Por eso se enfurecía cada vez que pensaba que cualquier día, cualquier noche, podría conocer a algún marica que apestase a colonia que podría follársela y ella, como mujer que era, se enamoraría perdidamente de él, y ya estaría todo jodido. Por eso, el momento de pasar a la acción no podía ser más oportuno; ella, como siempre, había sabido escogerlo a la perfección.

Todo había ocurrido aquella mañana. Ella siempre desayunaba en un bar cercano a la casa de ambos, un zumo de melocotón y un donut. A ella no le gustaba el café. Él, que se levantaba una media hora antes de lo habitual para poder verla cada mañana, se sentaba a unas mesas de distancia a tomarse un cortado y a observarla. Ella nunca le hacía el menor caso; era parte de su juego. Pero aquella mañana de viernes, la cosa había cambiado. Una musiquilla cantarina y estridente había anunciado una llamada de móvil que ella se había apresurado a contestar. Como siempre que escuchaba su voz, él había sentido un cosquilleo en el estómago. Al parecer se trataba de una amiga. Hablaron durante unos minutos de trivialidades, y al acabar la conversación parecía que su amiga le había propuesto quedar aquella noche. Ella había rechazado la oferta, argumentando que se quedaría en casa toda la noche puesto que estaba muy cansada. Esa fue la primera señal. Después de colgar, pagó la cuenta y, al pasar justo por delante de su mesa, dejó caer – estaba claro que lo hizo intencionadamente – una carpeta llena de papeles, que se desperdigaron por el suelo. Él, rápidamente, se agachó a su lado para ayudarla a recogerlos, y al darle las gracias, ella le dirigió una sonrisa cargada de segundas intenciones. No era muy difícil ligar todos los hilos: había llegado el momento, e iba a ser aquella noche.

A las 12 en punto, ella apagó la luz de su habitación, y ésa fue la señal. Mientras salía de su portería y cruzaba la calle para dirigirse a su casa, no podía dejar de imaginar lo que pasaría aquella noche, aunque la verdad era que había soñado tantas veces con aquel momento que iba a ser difícil dejar nada a la imaginación. No picó al timbre; al encontrar la puerta del portal entreabierta, lo interpretó como otra señal, y decidió darle una sorpresa. Subió a pie los dos pisos que le separaban del paraíso, puesto que estaba demasiado nervioso para esperar el ascensor. Al llegar a la puerta, decidió que tampoco se detendría aquí. Sacó su tarjeta de la biblioteca, intacta desde su juventud – de hecho, se sorprendió de llevarla todavía ahí – y la introdujo por la ranura entre la puerta y el marco. No había echado la llave, y la puerta se abrió con un clic: se estremeció al comprobar que ya le esperaba. Entró, y cerró la puerta lo más delicadamente posible. Después, se dirigió hacia el pasillo, decidido a mirar en todas las habitaciones, ya que no se orientaba tan bien como para saber cuál era la suya. Gracias al calor estival, ella había dejado las persianas levantadas para que entrara aire y la luz de las farolas le dejaba ver un poco.

Hacia la mitad de su recorrido, le pareció escuchar unos gemidos que procedían de la habitación del fondo, y se sorprendió de que ella hubiera empezado la fiesta sin él. Pero después escuchó, ya más claramente, un susurro y unas risas. No podía ser: había alguien con ella. Confundido, volvió sobre sus pasos. ¿Qué pretendía? Sus indicaciones estaban claramente dirigidas a aquella noche así que, ¿qué significaba todo aquello? Y entonces lo comprendió todo: ella quería que él lo supiera. Había conocido a un jodido capullo, y era así como quería que él se enterase, pensando tal vez que eso le haría irse de allí, y se quitaría el problema de contárselo cara a cara. Pues estaba muy equivocada.

Volvió al comedor y encontró la puerta que daba a la cocina, y abrió todos los cajones hasta encontrar lo que buscaba. Después, se internó de nuevo en el pasillo y lo recorrió hasta llegar a la última puerta, que estaba abierta. Gracias a la tenue luz que entraba por la ventana, vislumbró dos figuras, una masculina y una femenina. Se abalanzó sobre la masculina, derribando algunos objetos a su paso y acompañado de un grito agudo. Un forcejeo, seguido de algunos golpes, acabaron por dejar estirado a su oponente, momento que él aprovechó para clavar en él, no una sino varias veces, un cuchillo de considerables dimensiones. Después de quedarse satisfecho, y con el aliento acelerado, se paró, y dirigió su mirada hacía la figura femenina agazapada en una esquina de la habitación, sollozando. Entonces vislumbró su cara, y vio en ella a una mujer sudamericana y entrada en la treintena.

Por segunda vez aquella noche, creyó comprenderlo todo, y esta vez no se equivocaba: se había confundido de piso.

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