miércoles, 25 de marzo de 2009

Empatía (III)


Pasaron los días, las semanas… Y poco a poco se me fue olvidando lo ocurrido. No es que no hubiera intentando encontrármela de nuevo; de hecho, había analizado minuciosamente lo que había hecho aquel día al llegar al metro (qué hora exacta era, en qué vagón y por qué puerta me había subido…) para repetirlo y, con un poco de suerte, verla de nuevo. Probé ese sistema durante un par de días pero al ver que no daba resultado probé otros, como coger el siguiente metro que pasara (por si ella se había dormido) o el anterior (por si había madrugado), o dejar pasar un par, o adelantarme bastante a mi hora habitual.

Dicho así suena un poco paranoico, pero debes comprenderlo: hacía muchos años que me ocurría aquello y era la primera vez en toda mi vida que creía haber encontrado a alguien como yo. Me hubiera encantado hablar con ella y preguntarle si le pasaba desde hacía mucho, que cómo lo había descubierto, que qué sentía… Y, de la misma manera, abrirme con ella y contarle mis experiencias también; porque la verdad era que nunca se lo había confesado a nadie. Por miedo al rechazo, o a que pensaran que estaba majareta, o por vergüenza, o por miedo a que se sintieran incómodos en mi presencia (quizás pensaran que, de ser verdad, podría pasarme con ellos). Aunque ahora que lo pienso, creo que lo único por lo que realmente no lo había hecho era por miedo a que fuera quien fuera quien lo supiera, lo contara y yo me convirtiese en el hazmerreír de todo el mundo. Mirad, dirían, la loca que lee la mente, jajaja.

El caso es que llegó un día en el que al levantarme por la mañana no pensé en la estrategia que seguiría aquel día. Y ese día fue precisamente el día en que la volví a ver.

Iba leyendo en el metro, tan concentrada que no me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor. Si un libro me gusta realmente, me concentro tanto que pierdo la noción del tiempo, y muchas veces he llegado tarde al trabajo porque se me ha pasado la parada. Pues bien, como decía, estaba leyendo y en un momento dado levanté la cabeza para mirar qué parada era la siguiente y así ver cuánto me quedaba. Precisamente, la parada era la misma en la que se había bajado ella, y entonces me acordé y miré a mi izquierda, esperando encontrármela allí con su pelo naranja, su ropa extravagante y su música. ¡Y allí estaba! ¡Y me estaba mirando! Todo pasó en unos segundos: en los que, mientras recobraba la compostura (es decir, cambiaba la cara de boba que debía de haber puesto al verla), noté que el metro paraba y ella me aguantaba la mirada hasta justo antes de bajar. No me dio tiempo a pensar qué había pasado ni qué demonios estaba haciendo cuando me vi abriéndome paso a trompicones para salir por la puerta antes de que se cerrara.

Y salí. No sabía en qué dirección había ido, así que me puse de puntillas para mirar por encima de la multitud mientras recibía los codazos y empujones de todos los que pasaban por mi lado. Al final me pareció vislumbrar un destello naranja de su pelo y hacia allí me dirigí. Fue en ese momento, cuando me peleaba intentando acortar distancias, cuando recobré la razón y me pregunté qué estaba haciendo. Vale, sí, estaba persiguiendo a la chica empática pero, en el hipotético caso de que lograra alcanzarla… ¿qué? No sé, le soltaría algo en plan: Hey, ¿me has leído el pensamiento? Entonces fue cuando me sentí totalmente ridícula, persiguiendo adolescentes como una lesbiana-pedófila-obsesionada. Pensé también en qué excusa pondría al llegar al trabajo (el retraso del metro o el despertador estropeado ya lo había usado varias veces) y en que si a aquellas alturas decidía volver atrás, es decir, a contracorriente, aquello podría acabar en un sangriento asesinato por parte de todos aquellos que me empujaban desesperados por salir a la superficie. Pero por segunda vez en unos minutos, algo inesperado hizo que no tuviera tiempo de pensar en nada más.

De repente estaba a mi lado. Sí, como lo lees: la tenía tan sólo a unos centímetros a mi derecha y, como yo, se había parado en mitad del andén. Y me miraba. No supe qué decirle, qué hacer, así que me quedé allí plantada, demasiado sorprendida como para que se me ocurriera algo coherente. De todas formas, no hizo falta, ya que ella habló primero. Hablaba bajito y me costaba entenderla con el ruido de la gente y del nuevo metro que llegaba, así que me aproximé un poco más a ella.

Después de que se desarrollaran los acontecimientos que te estoy explicando, mi mente era un torbellino que no podía dejar de pensar en los minutos (o segundos, tal vez) que pasé en compañía de la chica. En sus palabras y en su significado, y en la relación que todo aquello tenía conmigo. No sabía si el ruido generado en el andén había ahogado sus palabras y mi cerebro había imaginado lo que había dicho, pero el caso es que yo juraría haberla oído decir: Tú tienes la culpa, para inmediatamente después saltar a las vías de metro y desaparecer tras el convoy que nada podía hacer ya para evitar la tragedia.

1 comentario:

Ylka Tapia (Malalua) dijo...

Un final soberbios, de los que jamás te hubieras esperado. Me ha gustado muchísimo, como siempre.

Besazos.