domingo, 10 de febrero de 2008

Encuentro



Estuve de acuerdo cuando dijiste que era hora de que nos conociéramos. Tampoco rechacé la idea de que fueras tú quien lo organizara todo: sabía de sobras que eras un perfeccionista y tú conocías de sobra también lo mucho que me gustan las sorpresas. Lo único que acordamos fue que sería en algún lugar neutral, lejos de tu ciudad y de la mía, que nos permitiera desconectar de la rutina diaria.

Así pues, tenía que estar preparada para cualquier cosa; para deshacer planes si era necesario, para dejar mi vida en suspensión durante el tiempo que tú considerases oportuno. Por eso, he de decir que no me pilló del todo desprevenida tu llamada a la salida del trabajo el viernes, diciendo que en tres horas debía coger un vuelo rumbo a Praga. Tuve el tiempo justo de meter cuatro cosas en una pequeña bolsa de viaje y salir corriendo.

El avión llegó unos minutos antes de la hora prevista, y tú no tardaste mucho en volver a llamar. Tu propuesta era tomar una copa en algún lugar tranquilo, y me pareció perfecto: era mejor no forzar las cosas; era mejor alimentar el deseo el tiempo necesario para que nuestros sentidos se recrearan con la compañía de la persona tanto tiempo esperada, y que nuestras mentes se abstrajeran en paranoias lujuriosas sobre lo que podría venir a continuación. A veces nada era mejor que dejar libre la imaginación durante unas horas.

Quedamos a medianoche en la plaza de la Ciudad Vieja, junto al reloj astronómico. La primera vez que nos veríamos cara a cara y sería rodeados de turistas. Quien sabe, quizás apareciéramos en alguna de sus fotos. O tal vez, al vernos, alguien pensaría que éramos una pareja de amigos que han estado mucho tiempo sin verse. Sólo tú y yo sabríamos que, debajo de todas las apariencias, se escondía un violento deseo que recorría nuestros cuerpos.

Llegué a la plaza a la hora exacta, justo cuando la campana del ayuntamiento anunciaba las 12. Al llegar junto al reloj, me fijé durante unos segundos en la belleza de sus formas. También admiré la grandiosidad de la plaza y caí en la cuenta de que en apenas un parpadeo había aterrizado en la que se iba a convertir en una ciudad mágica. Pero pronto desperté de mis ensoñaciones, y ni el reloj ni la plaza eran mi prioridad en aquellos momentos.

Miré a mi alrededor, a la plaza casi vacía, y no tarde mucho en vislumbrar tu silueta, que reconocí al instante. Y, por la expresión de tu cara, tú también supiste quien era yo y que ya te había reconocido. Tantas intimidades, más o menos ebrias, susurradas vía telefónica durante nuestras solitarias madrugadas ayudaban a hacerse una idea de la persona con quien se estaba hablando. Tantos gemidos de placer intercambiados cibernéticamente ayudaban bastante a conocer en profundidad al otro; tan profundamente que no era necesario el aspecto físico para reconocernos. Aunque los dos sepamos que la atracción física es algo indispensable. La verdad, no sé qué habría pasado si la primera impresión hubiera resultado decepcionante pero, por suerte, no se dio el caso: ambos notamos una fuerte atracción cuando tan sólo nos separaban unos pasos; un leve cosquilleo en el bajo vientre cuando nos dimos los dos besos de rigor.

La luna se alzaba sobre las cúpulas de la iglesia de Tyn, augurando una noche prometedora.

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