lunes, 7 de julio de 2008

Anatolia


Anatolia era una mujer verdaderamente extraña. Antes que su nombre, igual que el de la península donde se halla Turquía, lo que más llamaba la atención en Anatolia eran sus inusuales ojos: grandes, rasgados y de un color miel que a veces se confundía con el amarillo más intenso.

Anatolia había nacido para triunfar en todo lo que se propusiera. La suerte siempre estaba de su parte, y su fuerza y espíritu carismático hacían el resto. Pero donde otros se habrían aprovechado, ciegos por la codicia, Anatolia se comportaba cual niña pequeña, encaprichándose por las cosas y dejándolas tiradas cuando estaba demasiado cansada de ellas. Porque aunque los ojos de Anatolia fueran de fuego, su corazón era de hielo.

Todas las personas que se cruzaban en la vida de Anatolia adoptaban como objetivo el ser el centro de atención de aquellos extraordinarios ojos, pero el adentrarse en el mundo de aquella extraña mujer era como firmar un contrato al final del cual se debían pagar las consecuencias. El paso de Anatolia dejaba a sus espaldas una estela de destrucción que entremezclaba desde amantes despechados hasta hombres y mujeres envidiosos de su belleza o fortuna.

Anatolia tenía lo que quería y cuando lo quería, y si alguna vez las cosas se torcían, no tenía ningún problema en cambiar sus planes. Anatolia nunca se entristecía y pocas veces se enfadaba, pues todos los aspectos de su vida se hallaban próximos a la perfección.

Pero el curso de la vida de Anatolia cambió un caluroso día de principios de julio.

Un hecho trivial, una situación completamente habitual en la que se ven mezcladas cada día millones de personas, significó el fin del paraíso que vivía Anatolia: el rechazo. Anatolia jamás había sido rechazada por nada y por nadie; todo el mundo sucumbía a su personalidad, a su belleza, a sus ojos. Fue su último amante el que tuvo el atrevimiento de poner fin a su relación de unos pocos días. Fue él quién liberó la bestia.

Anatolia no pudo soportarlo. Aún no se había cansado de él, ¿cómo había podido sugerir que dejaran de verse? ¿Es que acaso había encontrado a alguien más bella, más perfecta que ella? Anatolia, que nunca había sido celosa, se estremeció al imaginarle con otra mujer. Y la rabia en su interior creció y creció, iluminando sus ojos ambarinos y confiriendo a su hermoso rostro un aspecto escalofriante.

La historia de Anatolia se acaba aquí, pues nunca nada más se supo de ella. Su último amante vive aún hoy, aunque tan sólo es su arrugado cuerpo el que se mantiene con vida: su mente enloqueció repentinamente mucho tiempo atrás. Concretamente, un caluroso día de principios de julio.

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