martes, 15 de abril de 2008

Noche de tormenta


La lluvia caía con fuerza sobre las lápidas del viejo cementerio. Hojas caídas producto de la inestable sucesión estacional de los últimos tiempos me hacían resbalar a cada paso que daba. No sabia donde ponía los pies: las nubes hacían de barrera a la poca luz que la luna podría proporcionarme a aquellas horas de la madrugada, y sentía bajo mis pisadas la viscosidad del barro que la lluvia iba formando.

Acudía a aquel lugar con frecuencia aunque todavía no había analizado la verdadera causa de ello. Tal vez lo hacia buscando el silencio, algo imposible de conseguir viviendo en una ciudad de tamaño considerable como la mía. Tal vez iba tras la soledad, ya que estúpidas supersticiones hacían de los cementerios lugares de lo más solitarios. Aunque lo más probable sea que fuera para no pensar en nada y simular durante un par de horas que mi vida no era la mierda que aparentaba ser las veintidós restantes.

El caso es que aquella vez me había pillado la lluvia y debo reconocer que me jodió un poco. Apenas llovían diez putos días al año en aquella ciudad donde la sequía era un hecho consumado. Ya se habían empezado a poner restricciones en el consumo de agua a unos ciudadanos que veían como el vecino de enfrente se tiraba una hora con la manguera lavando su coche o como los campos de golf de medio país conservaban un césped de un verde brillante.

Me jodió que lloviera aquel mismo día que había decidido ir después de algunos meses sin haber podido hacerlo. Sin poder cruzar la verja que cerraba aquel mundo paralelo en el que yo era la única habitante – viva, al menos –. Pero después de unos minutos paseando bajo el diluvio, mi ánimo comenzó a serenarse. La lluvia había mojado mi ropa y mis pies pesaban por el peso del agua en mis zapatos, pero me encantaba sentir cada una de las gotas que resbalaban por mi piel esquivando el vello erizado por el frío.

Así que me quite la chaqueta para sentirlas también por los brazos. Después la camiseta, que colgué, junto a la chaqueta, en el ala que le quedaba a la figura de un ángel de mirada triste. Me quité los pantalones, zapatos y calcetines, sujetador y bragas, y me quedé allí, desnuda y quieta, con los brazos abiertos en cruz y el rostro levantado a la inmensidad del cielo negro.

No llevaba así más de cinco minutos cuando la lluvia se convirtió en tormenta y empecé a ver relámpagos que iluminaban el horizonte, así como varios truenos que resonaron en mis tímpanos. Después, noté como se formaba un ciclón de aire que giraba rápidamente a mi alrededor y como mis pies se separaban del suelo. En aquel momento perdí la noción del tiempo; tiempo en el cual todo mi cuerpo se sacudía espasmódicamente al son de la tormenta, inmerso en un mar de sensaciones muy similares al orgasmo. Creí sentir como me licuaba y me mezclaba con las gotas de lluvia; como penetraba en aquel suelo embarrado y me unía al nido de ánimas que componían el espíritu del viejo cementerio.

No recuerdo mucho más; no sé como acabó todo aquello ni como llegué a casa aquella noche, pero lo cierto es que no he pensado en otra cosa en los últimos días. No he vuelto al cementerio desde entonces pero mi memoria conserva frescas cada una de las sensaciones experimentadas como si hubiesen ocurrido ayer mismo.

Esta mañana he oído que la previsión del tiempo anuncia lluvias para esta noche… Quizás sea una señal que me envían las almas solitarias para hacerles una visita.

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