miércoles, 5 de marzo de 2008

Al día siguiente (I)


La caricia de una fría ola sobre su pie desnudo la hizo despertar. Lo primero que sintió fue la boca seca y pastosa, y pronto vio a unos metros de donde se encontraba los restos de un abundante vómito. Le dolía terriblemente la cabeza. Se incorporó como pudo sobre la fría arena y vio que apenas había empezado a amanecer: los primeros rayos de sol se asomaban perezosos por el horizonte produciendo destellos en la superficie del mar en calma.

Cuando se dio la vuelta para sentarse, descubrió que tenía el vestido parcialmente levantado y las bragas por debajo de las rodillas. Aún quedaban restos de esperma seco adherido a la parte interior de su muslo izquierdo. Secuelas de la noche anterior, supuso, pues no se acordaba de nada. En aquel instante, su cabeza estaba abarrotada por una orquestra sinfónica al completo que interpretaba enérgicamente la cúspide de la más intensa de las sinfonías.

Se puso de pie, no sin dificultades, y luchó unos segundos por mantener el equilibrio. La playa desierta daba vueltas a su alrededor. Se subió las bragas bajo el vestido y anduvo unos pasos sin tomar ninguna dirección concreta. Estaba en una cala pequeña situada en la parte baja de un acantilado. No se vio con ganas de comenzar a escalar la pared rocosa, así que decidió seguir caminando hasta los límites de la arena, donde parecía que la roca ascendía más suavemente y sería algo más fácil subir.

Mientras empezaba a caminar, miró el cielo azul sobre su cabeza y no vio en él ninguna nube. Bonito día, pensó, pero en el estado en el que se encontraba tanto le daba si hacía sol o llovía a cántaros. De repente, algo un poco extraño le llamó la atención. Miró al sol, que hacía tan sólo unos minutos que había comenzado a iluminarla, y vio que seguía exactamente en el mismo sitio en el que estaba cuando se despertó. Debía de ser una imaginación suya; a saber lo que había tomado en aquella fiesta.

Cuando apenas había dado veinte pasos, se fijó en que a unos metros de donde se encontraba había una tortuga de más de medio metro de diámetro. Este hecho le llamó la atención, pues no recordaba haber oído que hubiera tortugas de ese tamaño por aquellas latitudes. Por esa razón, anduvo en dirección a ella para examinarla mejor, pero cuando se hubo acercado lo suficiente vio que la coraza estaba vacía. Pensó que quizás la tortuga había muerto mucho tiempo atrás y que la coraza había quedado como una escultura fosilizada en medio de la playa. Iba a continuar su camino cuando, parcialmente protegida por un montículo de arena, vio a la tortuga… sin coraza. O, al menos, eso parecía. Se acercó lentamente, con la boca inconscientemente abierta y a sabiendas de que aquello era una tontería. La tortuga, al advertir su presencia, pareció sobresaltarse y fue directa hacia la orilla del agua hasta perderse entre las olas.

Parpadeó un par de veces y se acercó al lugar donde había estado la tortuga sin coraza. Se fijó en las huellas que habían dejado sus patas sobre la arena y que la suave brisa estaba empezando a borrar. Se giró y buscó con la vista la coraza abandonada, que seguía inmóvil en mitad de la arena. ¿Qué coño había tomado la noche anterior?

En aquel momento, sus facultades mentales, hasta aquel momento atenuadas por la resaca, recobraron energía. Decidió que lo mejor sería continuar andando y ascender por el acantilado, descubrir dónde se encontraba y salir de allí lo antes posible.

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