martes, 13 de mayo de 2008

Madrugada de sábado


Quien me iba a decir que íbamos a acabar haciéndolo en aquel destartalado coche, aparcado en medio de ningún sitio. Pero ahí estábamos los dos, con un deseo que ni las reducidas dimensiones de tu utilitario podían frenar.

Aquello estaba siendo más complicado de lo que en un principio habíamos pensado. Las ansias por acabar con la excitación que sentíamos nos impedían pensar con claridad en la postura más adecuada para evitar posibles daños físicos. Al final, escogimos una que parecía adaptarse bastante bien a las circunstancias, aunque no resultara del todo cómoda.

Pero tú sabías las diferentes maneras de hacerme olvidar que me estaba clavando la palanca de cambios en la pantorrilla izquierda.

De no ser por estar en una inusualmente fría noche de mayo, seguramente habríamos acabado saliendo del coche y tirándonos al suelo. Sin ni siquiera pensar en las miles de infecciones que podríamos coger en aquel pavimento plagado de inmundicia. Sin ni siquiera tener en cuenta las decenas de ojos que podrían estar observándonos. O, tal vez, siendo conscientes de ello y disfrutando del hecho de sentirnos la fuente de la vibración sexual diseminada por el aire.

Pero pronto nuestra libido fue saciada y los dos yacíamos exhaustos y sudorosos, con la respiración todavía entrecortada. En ese momento nos miramos: tú aún dentro de mí, con los brazos agarrando mis piernas enroscadas a tu cintura; yo, con el pelo desparramado por la cara, asiendo el cabezal del asiento trasero para no resbalar en la tapicería. Y, viéndonos así, nos echamos a reír. Aún estábamos riendo cuando capté el brillo de tus ojos y entonces paramos, y yo te devolví la mirada con igual intensidad.

Unos minutos después, esperaba impaciente a que encontraras la caja de condones, que había caído bajo alguno de los asientos.

No hay comentarios: