sábado, 11 de agosto de 2007

Desde tu partida

Cuando me enteré de lo que te había pasado fue como si una mano atravesara mi pecho y empuñara mi corazón con sus fuertes dedos. Cuando me dijeron que tu estado era muy grave, pude ver como los tendones de aquel brazo se tensaban bajo la superficie de la piel para flexionar los dedos contra aquel órgano que me daba la vida. Cuando moriste casi delante de mis ojos, pude sentir aquella mano salir de mi pecho, arrancándome el corazón – y, consecuentemente, la vida – de cuajo.

Desde entonces me cuesta respirar. Muchas veces, cuando inhalo aire, parece como si mis pulmones intentaran llenarse desesperadamente de algo, lo que sea, en algún lugar donde tan sólo hay vacío. Parece que, con tu partida, te llevaste contigo el poco oxígeno que quedaba en el mundo, o la capacidad de los árboles de crearlo.

No recuerdo cuando fue la última vez que dormí dos horas seguidas. Cada vez que cierro los ojos, veo tu cara magullada y cubierta por una mascarilla de oxígeno, luchando por esa vida que te fue arrebatada cuando apenas habías llegado a asimilarla.

Pero nada es comparado con el dolor de saber que no podrás perdonarme nunca. De saber que, unos días antes de tu partida, yo te había fallado como nunca nadie lo había hecho; que, quizás, yo tenga algo de culpa en tu repentina marcha. Y de saber que todo eso no lo sabré nunca.

Cuando te fuiste, dejaste mi cuerpo aquí, todavía funcionando, pero mi alma, o lo que sea que habita dentro de estas carcasas terrenales en continua decadencia, te la llevaste contigo aquel caluroso día de verano. Mi cuerpo vive aunque, como bien me dijiste una vez, no se vive por el hecho de andar, sentir o pensar; o como dijo aquel hombre que tienes apuntado en tu lista de citas: El que muriera no prueba que hubiese vivido. Así que, después de conocerte durante tanto tiempo, a veces no puedo evitar pensar: ¿es ésta tu venganza?

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