El día empezó como cualquier otro. Se levantó con la salida del sol, picoteó un poco como forma de desayuno mientras veía un programa aleatorio en la televisión, y cuando la calle empezaba a despertar, cambió el televisor por una vieja radio y se entretuvo limpiando por aquí y por allá. Fue bien entrada la mañana cuando notó que aquel día iba a ser diferente: el cielo se oscureció ligeramente y ella, intuitiva como era, notó como la Muerte se cernía sobre sí misma.
No podría haber explicado esta sensación. Simplemente, notó que ya era la hora, que la artrosis y las profundas jaquecas que había sufrido desde hacía varios meses habían ganado la batalla por fin. Pero no sólo era eso, sino que notaba la presencia física de la Muerte. No en aquella habitación, no detrás suyo esperando a que se girara para sorprenderla. La notaba sobrevolando, con sus majestuosas alas de murciélago, la azotea del edificio donde ella vivía, esperando el momento oportuno para acogerla en su seno.
Ella, mujer pacífica y conformista, admitió su derrota y se abstuvo de luchar. No había nada que odiara más que aquellas personas que se resistían a aquello que acompañaba al nacimiento y a la vida: la vejez y la muerte. Así que apagó la radio, dejó el trapo con el que estaba abrillantando un mueble a un lado y se tumbó en el suelo mirando fijamente el techo, de la misma forma que los boxeadores tiran la toalla, o en las guerras se hondea una bandera blanca.
Pero a la Muerte aquello no le sentó bien. Acostumbrada como estaba a que las personas se resistiesen y le implorasen clemencia, a sentirse poderosa, aquello era como si le dejaran ganar de antemano, sin ni siquiera atreverse a jugar. Así que decidió esperar.
Ella, tumbada sobre el suelo de su salón, notó como la Muerte aguardaba impaciente cualquier atisbo de vida, como el moverse para encontrar una posición más cómoda, o hacer el amago de levantarse para comer algo, o ir al lavabo. Pero no, oh no. Después de setenta y tantos años de ceder, por debilidad, inseguridad, o simplemente por buscar el bien de los demás en lugar del suyo propio, esta vez no iba a hacerlo; no lucharía con el afán de vivir, sino con el de morir con la dignidad que creía que merecía, e iba a ganar esta última batalla. Así que decidió esperar.
Esperando, lo único que podía escuchar era el sonido lejano del tráfico y el tic tac de un reloj. Por suerte, su vejiga aún funcionaba a la perfección, pero hacía ya algunas horas que su estómago rugía hambriento. Para aliviar esta sensación y hacer pasar el tiempo más rápido, empezó a cantar. Muy bajito, pronunciando cada estrofa delicadamente, se dio cuenta de que se acordaba de todas las canciones que una vez pensó que había olvidado. Y entonces le vinieron a la memoria algunos sentimientos asociados a aquellas canciones, sentimientos que creía haber olvidado también. Y paró de cantar, porque el dolor que sentía era peor que el que le producía el hambre.
Finalmente, el cansancio pudo con su voluntad de seguir despierta y se durmió. Soñó con praderas llenas de césped fresco, mecido suavemente por el viento... Estaba tumbada sobre ese césped, mirando fijamente el cielo azul. Lo único que podía escuchar eran los cantos de los pájaros.
No podría haber explicado esta sensación. Simplemente, notó que ya era la hora, que la artrosis y las profundas jaquecas que había sufrido desde hacía varios meses habían ganado la batalla por fin. Pero no sólo era eso, sino que notaba la presencia física de la Muerte. No en aquella habitación, no detrás suyo esperando a que se girara para sorprenderla. La notaba sobrevolando, con sus majestuosas alas de murciélago, la azotea del edificio donde ella vivía, esperando el momento oportuno para acogerla en su seno.
Ella, mujer pacífica y conformista, admitió su derrota y se abstuvo de luchar. No había nada que odiara más que aquellas personas que se resistían a aquello que acompañaba al nacimiento y a la vida: la vejez y la muerte. Así que apagó la radio, dejó el trapo con el que estaba abrillantando un mueble a un lado y se tumbó en el suelo mirando fijamente el techo, de la misma forma que los boxeadores tiran la toalla, o en las guerras se hondea una bandera blanca.
Pero a la Muerte aquello no le sentó bien. Acostumbrada como estaba a que las personas se resistiesen y le implorasen clemencia, a sentirse poderosa, aquello era como si le dejaran ganar de antemano, sin ni siquiera atreverse a jugar. Así que decidió esperar.
Ella, tumbada sobre el suelo de su salón, notó como la Muerte aguardaba impaciente cualquier atisbo de vida, como el moverse para encontrar una posición más cómoda, o hacer el amago de levantarse para comer algo, o ir al lavabo. Pero no, oh no. Después de setenta y tantos años de ceder, por debilidad, inseguridad, o simplemente por buscar el bien de los demás en lugar del suyo propio, esta vez no iba a hacerlo; no lucharía con el afán de vivir, sino con el de morir con la dignidad que creía que merecía, e iba a ganar esta última batalla. Así que decidió esperar.
Esperando, lo único que podía escuchar era el sonido lejano del tráfico y el tic tac de un reloj. Por suerte, su vejiga aún funcionaba a la perfección, pero hacía ya algunas horas que su estómago rugía hambriento. Para aliviar esta sensación y hacer pasar el tiempo más rápido, empezó a cantar. Muy bajito, pronunciando cada estrofa delicadamente, se dio cuenta de que se acordaba de todas las canciones que una vez pensó que había olvidado. Y entonces le vinieron a la memoria algunos sentimientos asociados a aquellas canciones, sentimientos que creía haber olvidado también. Y paró de cantar, porque el dolor que sentía era peor que el que le producía el hambre.
Finalmente, el cansancio pudo con su voluntad de seguir despierta y se durmió. Soñó con praderas llenas de césped fresco, mecido suavemente por el viento... Estaba tumbada sobre ese césped, mirando fijamente el cielo azul. Lo único que podía escuchar eran los cantos de los pájaros.
Cuando la Muerte bajó a por ella por fin, le arrebató su último suspiro y partió, dejando atrás el cuerpo sin vida de una anciana con una pacífica y eterna sonrisa en su rostro.