Aquella mañana de invierno era uno de esos días en los que habría sido mejor no haberse levantado. No había pasado nada en su vida para que se sintiera de ese modo; de hecho, todo iba condenadamente bien. Pero sus radicales cambios de humor nunca habían necesitado algún tipo de excusa.
Tumbada en el césped de su parque favorito, observaba el cielo mientras la música de su mp3 resonaba en sus oídos. Había traído un libro consigo, pero lo había dejado de lado tras leer un par de líneas: no lograba concentrarse lo suficiente. En su lugar, observaba las idas y venidas de las nubes, inventaba historias sobre las diferentes figuras que veía en ellas, e intentaba no pensar en lo absurda que se sentía por estar siempre a merced de un estado de ánimo tan irrazonablemente inexplicable.
Un perro lanudo se le acercó moviendo la cola y olisqueó sus dedos que descansaban entre la hierba, antes de salir corriendo tras la llamada de su amo. Ella apenas se movió un ápice, y sólo dejó escapar una lágrima que le humedeció la oreja derecha. No lloraba por el perro, ni por ella misma, ni por nada que su mente pudiera llegar a concebir. Lloraba porque sí, porque odiaba el viento que le hacía revolotear el pelo, porque empezaba a tener frío, porque tenía un examen al día siguiente y estaba allí sin hacer nada, porque enero era un mes que cada año le gustaba menos...
Allí tumbada, pensó en que quizás, al otro lado del mundo había otra chica tumbada en alguna parte, mirando el cielo tal y como hacía ella. Quizás lloraba, y seguramente tendría más razones que ella para hacerlo. Pensó que quizás por la tarde, o al día siguiente, la chica imaginaria se daría cuenta de lo superficial de su problema o de su fácil solución, y volvería a sonreír. Y entonces ella sonrió y otra lágrima se le escapó, esta vez de su ojo izquierdo, pero con un significado totalmente distinto.
Volvió a fijarse en las nubes y sus formas le parecieron mucho más agradables, e incluso algún que otro rayo de sol parecía filtrarse por entre las copas de los árboles. Aún sonreía cuando notó las primeras gotas de lluvia mojar su rostro. Era hora de volver a casa.
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