domingo, 25 de mayo de 2008

Fase IV: Depresión


Pasé tres días con sus tres noches correspondientes en casa, tumbada en mi cama y llorando desconsoladamente. La lluvia repiqueteando en las ventanas era mi único consuelo, pues era como si el tiempo empatizara conmigo y compartiera mi pesar.

Las pocas veces que me levantaba de la cama eran para ir al baño o para ponerle comida a Mushu ya que, a diferencia de mí, mi gato no había perdido el apetito. Obviando este pequeño detalle, en todo ese tiempo no me molesté en prestarle la menor atención. Él me miraba y parecía comprender, y en ningún momento salió por su boca un maullido de protesta. Ni aunque la casa oliera a cerrado ni yo misma desprendiera un aroma demasiado agradable. Parecía que la higiene y yo hubiésemos tenido una buena bronca recientemente.

De vez en cuando, sobretodo en los últimos días, el martilleo de la lluvia venía acompañado por incesantes golpes en la puerta principal de mi piso. A veces, esos golpes se sucedían con voces, primero suplicantes y más tarde desesperadas, de mis amigas para que las dejara pasar. Yo hacía oídos sordos y me metía debajo del edredón, o sollozaba escandalosamente para ahogar la culpabilidad que me acechaba por no abrirles la puerta.

Pero es que no quería ver a nadie, y menos que alguien me viese a mí en aquel estado tan lamentable. Aunque las conociera desde el instituto, o aunque hubiera pasado más tiempo con ellas que con mi propia familia.

Al menos, por lo que pude oírles gritar desde las profundidades de mi cueva de sábanas, habían cumplido su promesa. Les pedí, antes de hacer de mi casa un búnker, que no le dijeran nada de esto a él, que se inventaran alguna cosa; y podía estar segura de su fidelidad. Tan segura como de que sabían que si no cumplían su palabra, las cortaría a pedacitos con mis nuevos y relucientes cuchillos de cocina profesionales. Tienes que entenderme: me casaba en una semana, y no quería que mi futuro esposo y padre de mis hijos huyera despavorido al enterarse de que su novia se había encerrado en casa porque su pelo, acompañado de su moreno-de-rayos-UVA-pre-ceremonia, le hacían parecerse a una cantante afro.

Vale, ahora es cuando tú piensas que esto no es más que una estúpida crisis de adolescente (aunque la adolescente en cuestión haya pasado de los treinta), que no vale la pena ni molestarse en seguir leyendo y que mejor será volver con tu ajetreada y seria vida. Pero, ¿qué pasa conmigo? No intento ser egocéntrica (bueno, sólo un poquito), pero no es broma cuando te digo que iba a casarme en una semana, seis días para ser más exactos, y ¿cómo podía presentarme a mi boda con semejante aspecto? ¿Cómo, cuando él me había dicho varias veces que una de las cosas que le enamoraron de mí fue mi larga y lisa melena?

Ahora podrás comprenderme algo mejor. ¿Cómo iba a salir a la calle si con aquellos pelos y mi tez tostada podía ser confundida con una integrante femenina de los Jackson Five? Yo sólo quería ponerme guapa y darle una sorpresa… ¿Por qué tenía todo que salirme siempre mal?

Finalmente, accedí a conectar el teléfono al cuarto día, después de que una de mis amigas amenazara con saltar a mi balcón desde el del vecino para colarse en mi casa, y considerando seriamente el hecho de que vivo en un decimosegundo piso. Ella misma fue la que se proclamó líder del grupo de resistencia. Me comunicó, casi gritando para hacerse oír entre la algarabía de voces de las demás (que también querían expresar su opinión), que aquello no podía continuar así y que habían decidido atrincherarse en mi puerta hasta que me dignara a abrírsela. Yo repuse que mi vida estaba acabada, que en cuanto él volviera de su viaje de trabajo y me viera huiría lejos para que yo no le localizase, y que nunca más encontraría a nadie que me quisiera y que moriría en este piso sola, y mi cuerpo acabaría dando de comer a Mushu y a todos los demás gatos que habría ido recogiendo por las calles para paliar mi soledad. Ella me dijo que no fuese estúpida y que aquello estaba llegando demasiado lejos. Me aconsejó que, para empezar, hiciera algo en vez de estar todo el día tumbada, a ver si me distraía y lograba pensar en algo que no fuese en mí misma.

Así que puse la tele. Era domingo y en un principio no vi nada más que películas malas o repeticiones de programas de entre semana. Estaba empezando a arrepentirme de haber conectado el teléfono cuando algo captó mi atención. Era un avance informativo, y en él hablaron brevemente de las nuevas y continuas réplicas que sacudían China desde el terremoto hacía casi dos semanas. Más de 60.000 muertos y cientos de miles de heridos. Poblaciones enteras sepultadas bajo los edificios derrumbados. Sin esperanzas ya de encontrar supervivientes.

En ese momento, lloré de nuevo pero por motivos totalmente diferentes. Había pasado a darme igual mi pelo o la posibilidad de que mi novio me abandonara. Yo al menos tenía un techo que me protegía de la lluvia, comida en la nevera, unas amigas preocupadas por mí tras la puerta. No tenía absolutamente nada de lo que quejarme, y me sentía de lo más egoísta.

Tan siquiera me arreglé u ordené un poco la casa antes de abrir la puerta. Cuando lo hice, inmediatamente callaron las voces y yo agaché la cabeza, avergonzada por mi comportamiento. Ellas no dijeron nada; me abrazaron y pasaron, y sólo una comentó que mi nuevo pelo (aunque revuelto y sucio por mi guerra con el champú) me daba un aire más juvenil. No hicieron falta palabras, pues 20 años de amistad les ayudaba a comprender que yo sabía que había actuado de manera desproporcionada y, de la misma manera, yo comprendía que no iba a recibir un solo reproche al respecto.

Pronto nos pusimos manos a la obra. Mientras yo me duchaba para emerger de debajo de la capa de mugre que me cubría, ellas ordenaron y airearon mi casa y se ocuparon del pobre Mushu. Incluso les dio tiempo a consultar diferentes tipos de peinados por internet. Cuando acabé de vestirme, ya tenían una improvisada peluquería montada, y no tardaron en idear un precioso recogido que sería el que finalmente lucí el día de mi boda.

Nada podía haber salido mejor.

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