Me confesaste que un día de aquellos ibas a largarte de aquí. Lo dijiste de sopetón, mientras fregoteabas los espejos concienzudamente para quitar todas las huellas que llevaban ahí sólo Dios sabía cuanto, y creí haber entendido mal pues hacía menos de una hora que me había levantado y el café aún no había ejercido su efecto. Recuerdo que yo barría el suelo, y poco a poco me fui acercando más a ti con mi escoba para asegurarme de que había oído correctamente.
Y, al parecer, así había sido. Me comentaste que hacía mucho tiempo que pensabas en ello y que estabas decidida a hacerlo cuanto antes mejor. Que no aguantabas a tu familia, que tu trabajo era una mierda y que no había nada por lo que quedarse. Yo me sentí ofendida pues, aunque sólo se trataba de una tienda de ropa, estaba bastante satisfecha con el trabajo que compartíamos y me sentía orgullosa de mí misma cada vez que cerraba una venta importante. Además, el nada por lo que quedarse me incluía a mí y, además de ofendida, me sentí menospreciada.
Tú, como tantas otras veces, leíste mis pensamientos y me dijiste que por mí harías lo que fuera, pero que estabas desesperada. Es más, me invitabas a largarme contigo, aunque me conocieras demasiado bien como para saber que yo era demasiado cobarde como para hacer una cosa como aquella.
No volvimos a hablar del tema aquel día, pues ambas sentíamos la mirada de la encargada clavada en nuestras espaldas y proseguimos con nuestras tareas.
Pero al día siguiente no te presentaste al trabajo.
Cuando yo llegué, pues tenía el turno de tarde, nadie me comentó nada, por lo que supuse que habrías llamado para excusarte y que todas las demás ya estaban enteradas. Yo no pregunté, decidida a llamarte en cuanto llegara a casa para saciar mi curiosidad y saber qué les habías contado para escaquearte. Pero cuando lo hice, tu móvil estaba apagado o fuera de cobertura, y me acosté con la inquietud de que quizás habías cumplido tu deseo.
A la mañana siguiente tampoco apareciste y tampoco a la otra, y cuando, intranquila, me decidí a preguntarle por ti a la encargada, ésta me miró extrañada, como si no supiera de quien estaba hablando, y me dejó allí plantada con mi preocupación al irse a atender a una clienta. Lo intenté varias veces más con tu móvil, pero nunca estabas disponible. Cuando por fin lo conseguí, una voz masculina me aseguró que aquel número no correspondía a ninguna Cristina y que debía de haberme equivocado.
Encontré la dirección de tu casa tras buscar en decenas de agendas y libretas, y cuando fui y piqué al timbre apareció una anciana que me explicó que llevaba viviendo allí sola desde que había enviudado hacía nueve años. Tu nombre no aparecía en el listín de teléfonos, y las personas que compartían tus apellidos me contestaron que no tenían ningún familiar que se llamara como tú y cuadrara con la descripción que les di por teléfono.
No entendía qué había pasado, pues de un día para otro todo rastro de tu existencia se había evaporado como por arte de magia.
Sólo cuando, semanas después del último día en que nos vimos, una compañera de trabajo me comentó que al menos ya no iba por ahí hablando sola empecé a comprender…
Y, al parecer, así había sido. Me comentaste que hacía mucho tiempo que pensabas en ello y que estabas decidida a hacerlo cuanto antes mejor. Que no aguantabas a tu familia, que tu trabajo era una mierda y que no había nada por lo que quedarse. Yo me sentí ofendida pues, aunque sólo se trataba de una tienda de ropa, estaba bastante satisfecha con el trabajo que compartíamos y me sentía orgullosa de mí misma cada vez que cerraba una venta importante. Además, el nada por lo que quedarse me incluía a mí y, además de ofendida, me sentí menospreciada.
Tú, como tantas otras veces, leíste mis pensamientos y me dijiste que por mí harías lo que fuera, pero que estabas desesperada. Es más, me invitabas a largarme contigo, aunque me conocieras demasiado bien como para saber que yo era demasiado cobarde como para hacer una cosa como aquella.
No volvimos a hablar del tema aquel día, pues ambas sentíamos la mirada de la encargada clavada en nuestras espaldas y proseguimos con nuestras tareas.
Pero al día siguiente no te presentaste al trabajo.
Cuando yo llegué, pues tenía el turno de tarde, nadie me comentó nada, por lo que supuse que habrías llamado para excusarte y que todas las demás ya estaban enteradas. Yo no pregunté, decidida a llamarte en cuanto llegara a casa para saciar mi curiosidad y saber qué les habías contado para escaquearte. Pero cuando lo hice, tu móvil estaba apagado o fuera de cobertura, y me acosté con la inquietud de que quizás habías cumplido tu deseo.
A la mañana siguiente tampoco apareciste y tampoco a la otra, y cuando, intranquila, me decidí a preguntarle por ti a la encargada, ésta me miró extrañada, como si no supiera de quien estaba hablando, y me dejó allí plantada con mi preocupación al irse a atender a una clienta. Lo intenté varias veces más con tu móvil, pero nunca estabas disponible. Cuando por fin lo conseguí, una voz masculina me aseguró que aquel número no correspondía a ninguna Cristina y que debía de haberme equivocado.
Encontré la dirección de tu casa tras buscar en decenas de agendas y libretas, y cuando fui y piqué al timbre apareció una anciana que me explicó que llevaba viviendo allí sola desde que había enviudado hacía nueve años. Tu nombre no aparecía en el listín de teléfonos, y las personas que compartían tus apellidos me contestaron que no tenían ningún familiar que se llamara como tú y cuadrara con la descripción que les di por teléfono.
No entendía qué había pasado, pues de un día para otro todo rastro de tu existencia se había evaporado como por arte de magia.
Sólo cuando, semanas después del último día en que nos vimos, una compañera de trabajo me comentó que al menos ya no iba por ahí hablando sola empecé a comprender…