Vivía en un pequeño pueblo perdido en la llanura de la estepa castellana, con la única compañía de su familia, los cuatro viejos que aún resistían al invierno y algunas gallinas. Las pocas casas de piedra que había se caían a pedazos y la carretera más cercana era un camino de tierra que se convertía en un auténtico barrizal cuando caían cuatro gotas. María tenía dieciséis años y una vieja televisión que, cuando funcionaba, le decía que fuera de allí estaba todo lo que cualquier adolescente como ella habría deseado en la vida en lugar de tener que soportar aquella tortura.
Se pasaba las horas perdidas por los alrededores, caminando por parajes que conocía de memoria mientras pensaba una y otra vez en el momento en que por fin podría largarse de aquel lugar. María no era tonta: sabía que no tenía dinero ni otro sitio adonde ir pero, a veces, la desesperación amenazaba con ser más fuerte que cualquier asomo de sensatez que cruzara por su cabeza.
Pero, en una luminosa mañana de finales de enero, María olvidó de repente que alguna vez hubiera tenido intención de marcharse.
El padre Eufocilio, el nonagenario párroco del pueblo, llevaba varios días sin poder ofrecer misa debido a un empeoramiento de su artrosis. Así que, debido al gran sentimiento religioso de la pequeña comunidad – y a que los cuerpos de dos ancianos esperaban a ser enterrados –, se había solicitado el traslado temporal de otro cura que sustituyera al convaleciente.
Y así fue como María, que nunca se había interesado en Dios ni en la Iglesia, desarrolló una fe tan repentina que su madre se creyó en presencia de un auténtico milagro. Pero la verdad es que la razón estaba mucho más cerca, y se encontraba en el estallido hormonal que se había desatado en María al ver al nuevo párroco de la iglesia.
Si María hubiera tenido un príncipe azul, sin duda hubiera sido como aquel atractivo hombre de sonrisa amable y grandes ojos pardos. Acudía todos los días a misa para verse envuelta en aquella voz que resonaba en las viejas paredes de la iglesia y que le llenaba el estómago de mariposas. Cuando la misa acababa, observaba como él rezaba, o leía, o conversaba con alguien, siempre perdida en un mar de ensoñaciones de color de rosa.
Pero, como todo sueño, aquél también tenía su fin. Pronto corrió la noticia de que el padre Eufocilio se estaba recuperando y que el joven párroco tenía los días contados en el pueblo. María, atemorizada por no poder verlo más, preguntó a algunos vecinos y descubrió que el joven cura vivía en un antiguo convento no demasiado lejos de allí. Así que, con la valentía de los que no tienen nada que perder, comunicó a sus padres que había decidido hacerse novicia y trasladarse a vivir al convento de Nuestra Señora de los Concupiscentes Onanistas.
Un mes después, María era presentada a sus nuevas compañeras y acomodada en su nueva residencia. Y, a pesar de que los hábitos no resaltaran precisamente su feminidad o que la comodidad de su colchón fuera más bien nula, en aquel momento no se habría cambiado por nadie en el mundo.